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Los últimos ídolos del béisbol cubano

"Arocha se quedó". He aquí la peor noticia que recibí en mi infancia. Me la dejó mi papá escrita en un papel, y esa mañana me desperté con una desconsolada sensación de pérdida


Este artículo es de hace 8 años

"Arocha se quedó". He aquí la peor noticia que recibí en mi infancia. Me la dejó mi papá escrita en un papel, y esa mañana me desperté con una desconsolada sensación de pérdida. René Arocha era uno de los principales pitcher de Industriales y había abandonado la selección nacional. Pero lo más grave, nunca más jugaría en el equipo azul. Arocha fue el primero de mis ídolos caídos, la primera decepción de mi vida. Entonces no comprendí el alcance de eso, como probablemente ningún cubano. Simplemente, no estábamos preparados para la desaparición de nuestros ídolos. Poderes invisibles se habían ocupado de evitarla durante décadas, habían inventado para nosotros un cuento de hadas deportivo donde los héroes no morían. Veíamos debutar, desarrollarse, envejecer y retirarse a nuestros peloteros. Marquetti abandonaba el béisbol y llegaba Javier Méndez. Medina estaba demasiado viejo para jugar en la receptoría, pero Vargas ya correteaba por las bases y le boconeaba a los árbitros. Círculo mágico, cerrado e invariable, que garantizaba para siempre la continuidad de nuestra tranquila, infantil y confortable devoción. Arocha me destruyó eso, el ciclo cerrado, pero su gesto de ruptura se me reveló, muchos años después, como un gesto visionario: ya no volveríamos a ver a la mayoría de nuestros peloteros hacer el ciclo de su vida deportiva en Cuba.

Durante décadas, la Serie Nacional Cubana fue eso, un conjuro mágico, un cuento de hadas alimentado por la imposibilidad de que los peloteros formados en Cuba jugaran fuera del país. Los que se iban, o desertaban, como se decía en el lenguaje de entonces, lenguaje de batalla, de fábula y ensoñación, no se volvían a mencionar, pues sus nombres eran abolidos de las estadísticas, de los periódicos y de la memoria. La alquimia informativa borraba los restos de su recuerdo, y celebraba la presencia incorruptible de los que se quedaban, los mejores, según una jerarquía mítica del retorno cíclico: los que volvían una y otra vez a Cuba después de cada torneo internacional. Omar Linares, Orestes Kindelán, Antonio Pacheco, no eran gente normal, sino héroes mitológicos, peloteros que viajaban como soldados a arrebatarle a los extranjeros las medallas de oro para luego regresar a Cuba. El equipo nacional era la cima de esa jerarquía de lo fantástico, y eran pocos los que podían acceder a ella. Peloteros extraclase como Javier Méndez, Lázaro Junco o Romelio Martínez apenas pudieron hacer el equipo Cuba. ¿Por qué? ¿Había miedo de que desertaran, de que rompieran el hechizo del círculo mágico, abandonando el equipo y el sueño colectivo de millones de cubanos?

Tan difícil era acceder a la cima como abandonarla. Uno de los pases mágicos inolvidables del béisbol cubano fue cuando llegaron las primeras derrotas del equipo nacional y culparon a los héroes inmaculados. Las victorias del equipo cubano eran la confirmación del círculo mágico. Las derrotas eran inaceptables. Entonces los retiraron a todos, en grupo, sin distinción, de un solo borrón colectivo. Todavía eran jóvenes, y muy buenos, aún podían jugar en la Serie Nacional, pero antes que buenos peloteros, antes que deportistas de alto rendimiento, eran los protagonistas de un relato fantástico, y de ninguna manera podían pasar a ser, de un día para otro, personajes secundarios. No era dramatúrgicamente correcto.

La magia trató de conservarse sustituyendo a los héroes antiguos por otros más jóvenes, héroes de repuesto, pero los tiempos habían cambiado. La selección nacional ya no jugaba contra equipos amateur o universitarios. Ahora los equipos contrarios se componían de jugadores profesionales, peloteros competitivos, acostumbrados a jugar en ligas de mucho más rigor que la nuestra.
La fantasía se resquebrajaba. Nos despertábamos de un sueño maravilloso en un mundo contaminado de realidad. Por esa época los desertores que la prensa había desaparecido comenzaban a resucitar. El Duque Hernández ganaba anillos en la Serie Mundial, Ordoñez acumulaba guantes de oro, José Ariel Contreras concluía su carrera en las Grandes Ligas. El niño prodigio de Industriales, Kendry Morales, abandonó a los azules dos años después de su debut y se mudó para los Angelinos, sin que eso le sorprendiera a nadie. Creo que por ahí empezó a cambiar todo. O se hizo evidente que todo había cambio. Cuando Kendry se fue, la gente se lo tomó como algo inevitable. Habíamos perdido al talento natural más grande de la historia de nuestra pelota, después de Omar Linares, y nos quedamos tan tranquilos. Después de Kendry, una nueva idea parecía haberse instalado en la cabeza de la gente: los grandes talentos no podían desarrollar su potencialidad en la Serie Nacional. Tenían que irse.

Los héroes no son incombustibles ni se puede ganar siempre. El afán de ganar en el extranjero fue el peor enemigo de la Serie Nacional. Siempre cambiando a merced de las derrotas internacionales, la Serie se convirtió en una fábrica improvisada de héroes de repuesto. Cada tres o cuatro años se cambia su estructura y se crean nuevas leyes que pretenden enmascarar su anacronismo y sus defectos. Siempre con el afán mitológico de ganarle a los extranjeros, de demostrar que nuestra Serie es mejor que las de ellos.

Sin ídolos, sin fuerza para sostener viejos mitos, la Serie Nacional está lista para transformarse en lo que ya es: una serie de transición para talentos emergentes, y quizás, un remanso para grandes peloteros en el ocaso de sus carreras. Lo primero ya demostró en esta última temporada de forma masiva y anárquica. Lo demás dependerá de quien escriba el final de este sueño maravilloso.

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