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Cuatro cruces que carga el emigrante cubano

Quien emigra siempre aprenderá a vivir en dos sitios, aprenderá a equilibrar las ganancias y las pérdidas, aprenderá a querer de otra forma, aprenderá lo bueno de no quedarse quieto, de no conformarse, de luchar, de levantarse, de observar y hacer. Sólo esperemos que para los cubanos, este normal proceso de cambio, crecimiento y vida empiece a ser un poco menos doloroso y la tierra y los suyos sean abrazos y puertas siempre abiertas.


Este artículo es de hace 9 años

Emigrar siempre supone un proceso en cierta medida doloroso, como lo implica cualquier movimiento o cambio que hagamos en nuestras vidas, pues siempre queda algo atrás. La emigración de sur a norte, de países pobres a ricos lo es mucho más en tanto está motivada fundamentalmente por causas externas, así es, en cierto modo, forzada, inducida, provocada. Si los entes exógenos que llevan a la 'decisión' son además de económicos, políticos e ideológicos, la emigración va cargada de una dosis de resquemor y resentimiento que suele acompañar al que emprende su vida en otras tierras.

Para los cubanos el haber vivido rodeados del mar, alejados del mundo, inmersos en un sistema político y social atípico, marcado por una ideología comunista; hace que a las añoranzas, inseguridades, dudas y escollos de su emigración se sumen algunas especificidades que hacen la carga de la lejanía un poco menos llevadera.

1. En primer lugar, está lo que denominaría 'el peso de la culpa por diferenciarse'. Inevitablemente todos los cubanos, nacidos o crecidos post-revolución, vivimos en una sociedad donde todos (debemos) ser iguales, donde la diferencia no solo se persigue y censura, sino que se etiqueta y evalúa: los gusanos (piensan diferente), los rajados, los flojos (no forman parte de algunos circos orquestados por el poder) y tristemente, la lista podría ser mucho más extensa. Desde pequeños aprendemos en asambleas pioneriles a criticar al otro, sobre todo, si el otro no entra por el carril de la homogeneidad (la timidez se castiga y el exceso de creatividad también). La propia estructura social lleva a que el ojo del gran hermano siga cuanto paso se dé: en el centro de trabajo, en el barrio.

Decidir salirse, decidir marcharse es, entonces, no sólo cambiar de lugar de residencia sino, fundamentalmente, disentir de un proyecto, rechazar el camino y destino 'pre-establecidos'. Es no sólo ser un hijo que abandona, sino ser un 'mal' hijo. Al tomar la decisión de irse de Cuba uno se convierte, por decisión propia, en todo aquello que la sociedad donde ha vivido rechaza: la individualidad, la persecución de sueños propios, las ansias de progresar. Toma tiempo silenciar el mecanismo autocensurador que todos llevamos dentro y emprender el camino como cualquier persona que quiere probar suerte en tierras ajenas.

2. En segundo lugar, están el reproche por diferenciarse, el extrañamiento y la consecuente no pertenencia a 'lo tuyo' que sufren los cubanos cuando dejan su tierra. Estrechamente unido al punto anterior está, precisamente, cómo nos ven los que se quedan dentro, esos que no salen del carril (por convicción, deseos genuinos o por imposibilidad). Las vicisitudes unen, los problemas crean a veces alianzas más fuertes que el amor y la sangre y cuando alguien decide irse de Cuba, en cierta medida, deja de ser un poco de los suyos ('ni de aquí ni de allá').

Este choque se manifiesta sobre todo cuando el emigrado regresa a la Isla y descubre que su familia ya no interactúa igual con él: la información se oculta o se tergiversa porque "¿para qué preocuparte si tú estás lejos?, si es que ya llevas mucho tiempo fuera y no entiendes bien lo que pasa, si -en el peor de los casos- ya tú no piensas y sientes igual que ellos" y, por mucho que te esfuerces, que intentes mostrar que sigues siendo, viviendo y pensando en tu isla, para ellos eres un poco menos ellos.

Esta es una de las cruces que más pesan y la que menos puede reacomodarse pues cuanto más pasa el tiempo más crece el cisma.

¿Quién no ha tenido un vecino que viene a contarnos los detalles de alguna enfermedad de un familiar, su solidaridad y protagónica participación en ausencia nuestra? ¿Cuántas veces no nos hemos sentido exprimidos o aplastados ante la evidencia del distanciamiento -no lejanía- con algún ser querido, al sentir que no hablamos el mismo lenguaje, que no compartimos problemas ni preocupaciones? ¿Cuántas veces no hemos intentando expresar y con cuánta cosa no hemos intentado compensar, que pese a todo eso, el cariño y el amor sí permanecen intactos?

3. En tercer lugar, están las dificultades de comunicación y de contacto frecuente: Viva donde viva un cubano, sufre los altos costes de la comunicación, las llamadas son excesivamente caras y suelen tener problemas de cobertura -afortunadamente es algo que cada vez va siendo más anecdótico que real. Por demás, al irse de la Isla y carecer de la posibilidad de ver a sus familiares, no ya todos los días, no ya una vez a la semana o al mes, a veces ni una vez al año; detienen el reloj y con él, se pierden las vivencias y la constatación del paso del tiempo.

En momentos como los actuales, donde las personas disponen de diversos y numerosos recursos para estar en contacto -visual y sonoro-, pensemos en Skype, Whatsapp, Facebook, Tango y otros tantos más, los cubanos, no sólo no tienen acceso fácil ni frecuente a Internet, sino que en muchas ocasiones no disponen ni de línea fija en casa. Es cierto que muchos ya disponen de celulares, que hay sitios desde los cuales pueden escribirse y revisarse correos, que algunos ya los pueden tener instalados en sus teléfonos móviles, que otros pueden conectarse en el trabajo, pero esa básica y elemental posibilidad de descolgar el teléfono y poder llamar(se) -no solo llamar(los)- en cualquier momento, de poder conectarse o hacer una video llamada y verse las caras, las risas, las expresiones, los cansancios, esa no ha sido una posibilidad a la mano que tengan los cubanos que emigran.

4. Por último, están las diferencias en sí, las que surgen no por desprenderse del grupo al cual se debía pertenecer, sino las que surgen al asentarse en otras tierras. No es un secreto que la situación económica de deterioro y carencias en Cuba puede convertir cada pequeño paso, cada nimio trámite o proceso en un verdadero calvario: trasladarse de un sitio a otro si no se dispone de vehículo propio -como ocurre en la mayoría de los casos- es lo menos una odisea que consume tiempo y vida; obtener los alimentos y productos más esenciales -no digamos ya, caprichos y gustos- es una labor titánica del día a día que requiere, además de dinero y -nuevamente- tiempo, de ciertas dotes para moverse en los mundos del 'por atrás, la bolsa negra y el trapicheo' y de estar siempre con la zozobra de saberse estar haciendo algo no legalmente permitido. No hablemos de lo que significa tener una vivienda, de lo que significa tener hijos, educarlos, alimentarlos, calzarlos y darles de vez en cuando alguna que otra diversión.

Nadie conoce mejor los dramas del día a día que los cubanos y cuando los cubanos se marchan de la isla, cuando pasan los inevitables escollos y sufrimientos del emigrante, cuando empiezan a hacer de la nueva tierra su segunda patria siempre, junto a la felicidad por poder estar construyendo una vida, estará el dolor y el desgarro por no saber a los suyos igual de felices, plenos y realizados.

Quien emigra siempre aprenderá a vivir en dos sitios, aprenderá a equilibrar las ganancias y las pérdidas, aprenderá a querer de otra forma, aprenderá lo bueno de no quedarse quieto, de no conformarse, de luchar, de levantarse, de observar y hacer. Sólo esperemos que para los cubanos, este normal proceso de cambio, crecimiento y vida empiece a ser un poco menos doloroso y que la tierra y los suyos sean semejanzas, puntos de encuentro, abrazos y puertas siempre abiertas.

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Marlén González

(La Habana, 1978) Lic. en Filología hispánica y Máster en Lexicografía. Ha sido profesora en la Universidad de La Habana e investigadora en la Universidad de Santiago de Compostela.

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Marlén González

(La Habana, 1978) Lic. en Filología hispánica y Máster en Lexicografía. Ha sido profesora en la Universidad de La Habana e investigadora en la Universidad de Santiago de Compostela.

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