En "Martí, el Apóstol", la biografía de Jorge Mañach escrita hace ya casi un siglo y aún insuperada, hay un momento profundamente descorazonador en el que Martí es todavía un jovenzuelo adolescente en el destierro español, es decir, Martí aún no es Martí y está muy lejos de llegar a serlo.
Pero ocurre algo. Un gesto, si se quiere, simple, pero también un fogonazo que va a iluminar y explicar al menos durante un trecho esa vida tan desconcertante, con un punto de indescifrable misterio.
El pasaje nos empieza a adentrar ya en terreno bíblico y Mañach lo cuenta como si fuese Pablo recorriendo el Mediterráneo poco tiempo después del año 0. Está Martí en Madrid, frágil y volcánico, un niñato que aún nadie conoce, pensando quién sabe qué, realizando calladamente labores de caridad.
Entonces dice Mañach: "Iba por las noches a la escuela de los niños pobres sostenida por la logia, llevándoles melindres y libros. Y su gran imaginación para contar cuentos".
Es esa última línea, casi un espasmo, la que abre una cuña en el tiempo y pospone su muerte. Así estamos todos, un país pobre que parece una logia, niños curiosos sentados en el suelo, y Martí echado hacia adelante probablemente a la luz de los candelabros, aún vivo, en la flor de la edad, contándonos las cosas que salen de su imaginación.
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