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Despedidas, adioses y separaciones: lo que más duele de Cuba

¿Quién nos devuelve, a todos, los años de separación y añoranza por la lejanía con un ser querido? Hay deudas impagables y esa es una de ellas.


Este artículo es de hace 8 años

Si me preguntaran qué es lo que más me duele de Cuba no necesitaría mucho tiempo para encontrar la respuesta: la separación de la familia cubana. Los contextos económicos, las restricciones, carencias y limitaciones pesan mucho, es cierto, pesan todos los días; pero si se dan las condiciones propicias son de solución más sencilla y rápida de lo que parecen. La vida parece lo demostrará en breve.

Pero ¿quién nos devuelve, a todos, los años de separación y añoranza por la lejanía con un ser querido? Hay deudas impagables y esa es una de ellas.

Las ciudades se maquillan, las calles se reparan, las infraestructuras y las economías mejoran, las cosas se olvidan y la historia se cambia -y cómo se cambia!- pero las heridas fruto de la lejanía, el no estar y el esperar, esas no cierran nunca.

Cuba es un país maravilloso, es un sitio donde por momentos todo parece sonreír, pese al cansancio, la destrucción, el deterioro, las frustraciones. Sin embargo, cuando se cierran las puertas, cuando cae la tarde y el sol abrasador y la escandalosa luminosidad se marchan, cuando se apagan las músicas, se acaban los chistes; en el silencio, siempre habrá un pensamiento para el hijo que no está, el hermano que se marchó, siempre estará la zozobra por la llamada que se espera, la visita no se sabe cuándo. Cuando se quitan las máscaras, detrás de las risas, Cuba se resiente, se desgaja y llora.

Felicia es una mujer que nunca más vio a su hermano. Movido por un odio visceral a los Castro y a Cuba decidió borrar y repeler todo lo que tuviera que ver con la Isla, su hermana incluida. Ella se las agenciaba para buscar excusas, justificaciones de por qué su hermano, cardiólogo y casi millonario, no la llamaba nunca, de por qué había dejado de estar pendiente de sus cosas; atesoraba las pocas, muy pocas, cartas que su hermano alguna vez se dignó a escribirle como la más excelsa de las posibles muestras de amor. Murió él, murió ella y nunca más volvieron a abrazarse.

Karla tiene un hermano al que ve -y es de las afortunadas- una o dos veces al año, con el que conversa frecuentemente pero del que en realidad se pierde casi toda su vida. Tiene sobrinos, repartidos en tres países distintos, a quienes adora, a quienes reemplaza regalos por abrazos, fotos por cariños y todo cuanto sea posible para que sientan que está en su vida tanto como ellos en suya. Tiene sobrinos y junto con eso, tiene el temor de que que la sientan ajena, de que aprendan a querer un rol -tía- pero no una persona -ella.

Blanca y Mario son dos padres sacrificados como ningunos, ejemplares, grandes padres, mejores humanos, cuya vida gira en torno a la próxima visita a/de sus hijos, que han entregado lo mejor de sus años, de su talento, de su esfuerzo y reciben a cambio la dicha que solo da el saber a sus hijos buenos, realizados, luchadores y artífices de su propio destino, pero lejanos y alejados. Viven solos, cansados y en espera.

Lea es una niña, feliz como son todos los niños, rodeada de amor, armonía, juegos y juguetes, que no conoce a sus abuelos paternos y ha visto a los maternos tres veces en toda su vida, que no sabe de la magia de tenerlos en la infancia, que no conoce lo que son sus mimos y sus consentimientos, es una niña que no está teniendo la suerte de construir esos bellos recuerdos de la niñez que, a diferencia de sus amigos del colegio, no pasa un fin de semana en la casa de los abuelos, ni alguna que otra vez se va con ellos al parque.

Pedro es un chico a quien ya no le quedan casi amigos en Cuba. Apostó por quedarse en la isla, por hacer su trabajo en un centro de investigación mientras conjuga algún que otro negocito que va cayendo y que le permite apuntalar la economía familiar. Es feliz, tiene una mujer farmacéutica y una niña que ya va a la escuela. Son felices y no se arrepienten de su decisión de profundizar sus raíces en la tierra que los vio nacer, pero de vez en cuando, si ocurre algo bueno o algo malo, echa en falta sus amigos de la infancia y de la carrera. Su vida, en muchos aspectos, ha superado sus espectativas pero en otros tantos, ha discurrido por caminos inesperados: todas las horas compartidas junto a los amigos, todas las vivencias comunes, los muchos planes trazados para el futuro con ellos, son ahora correos, mensajes de texto, viajes relámpagos con encuentros igualmente veloces, largos y edulcorados pasados, efímeros presentes y futuros divergentes.

Todos son cubanos y sus nombres podrían ser los de cualquiera, sus testimonios podrían variar pero todos, dentro o fuera, comparten el común dolor de aunque felices, saberse incompletos. Estas historias no son propias de una generación, ni de una zona, ni de un sector: la familia cubana soporta día a día el peso de los que se han ido, el fantasma de estar formando a muchos que marcharán: sangría para el país y desgarro para las personas, cantera para el extranjero y vacío para el propio, conversaciones truncadas, sillones vacíos, ausencias en las fotos, idas y venidas y adioses que no terminan.

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Marlén González

(La Habana, 1978) Lic. en Filología hispánica y Máster en Lexicografía. Ha sido profesora en la Universidad de La Habana e investigadora en la Universidad de Santiago de Compostela.

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Marlén González

(La Habana, 1978) Lic. en Filología hispánica y Máster en Lexicografía. Ha sido profesora en la Universidad de La Habana e investigadora en la Universidad de Santiago de Compostela.