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Glorieta mudéjar del restaurant 1830 en estado lamentable

La hermosa glorieta cercana al restauran 1830, y al célebre Torreón de La Chorrera, se encuentra en estado de avanzado descuido y destrucción.


Este artículo es de hace 8 años

Conocido desde hace décadas como uno de los restaurantes más lujosos y respetables de la capital, el 1830 marca el final del Malecón, en el conjunto que conforma con el famoso Torreón de La Chorrera y la glorieta cercana, con su cúpula mudéjar techada en algún metal brilloso, pero ahora castigada por la erosión del mar, el vandalismo, y el descuido de quienes debieran conservar tan hermoso sitio.

Si el 1830 se destaca por sus rejas de la época, vitrales y balcones de maderas preciosas, la glorieta se inclina más al neoclásico tocado por la influencia mozárabe, y siempre contrastó por su gracia y ligereza con la sólida estructura del edificio donde se asienta el restaurant, “centro insignia de la gastronomía cubana”, según reza la propaganda turística oficial.

La construcción del caserón donde se asienta el reconocido restaurante se remonta al siglo XIX, y a un restaurante llamado Arana, especializado en el Bacalao a la Vizcaína y el Pollo a la Chorrera, nombre que recibe por la cercanía del Torreón homónimo. Pero el auge de la barriada de El Vedado, en el siglo XX, convirtió el antiguo restaurant Arana en el Hotel La Mar, fabricado de mampostería y tejas.

A finales de los años 20, el Hotel La Mar se transforma en una residencia familiar llamada Villa Miramar, donde vivía la madre del ingeniero Civil Honoris Causa, Carlos Miguel de Céspedes, Secretario de Obras Públicas (1925-1929) en el gobierno de Gerardo Machado.

La actividad constructiva del doctor Céspedes hizo que se convirtiera en uno de los políticos más populares de su época, pues su nombre se vinculó a grandes obras de la ingeniería cubana como la Carretera Central; el Capitolio Nacional; el Boulevard y Paseo del Prado; el Hotel Nacional; la gran Escalinata universitaria y la estatua del Alma Mater, el Palacio de Justicia de Santa Clara; el Palacio Provincial de Santiago de Cuba; el grandioso parque a la entrada de Matanzas, entre muchas otras.

A la caída del gobierno del general Machado el 12 de agosto de 1933, el caserón residencial de los Céspedes fue saqueado y destruido. Sin embargo, Carlos Miguel regresó a Cuba en 1937 y reconstruyó la mansión, apostada justo en la residencia donde vivía la madre del Doctor Céspedes, la nombrada Villa Miramar, entre las calles Calzada y 20, y allí vivió hasta su fallecimiento.

En los años cincuenta, Villa Miramar fue arrendada y adquirida por los propietarios del restaurante la Zaragozana, que restauraron el edificio y lo convirtieron en sucursal de La Zaragozana bajo el nombre de 1830, que conserva hasta hoy, con sus famosos jardines, y la demarcación del tránsito entre los selectos barrios de El Vedado y Miramar. Y en este pasaje de un barrio a otro, la glorieta es un punto clave que remite a la memoria de dos barrios señoriales, una memoria plena de añoranzas marinas, españolas y neoclásicas que se simbolizan en esta pequeña edificación bastante erosionada ahora.

Hubo en La Habana de principios del siglo XX, otra célebre glorieta, la del Malecón, al final del Paseo del Prado, cuya cúpula fue arrasada por el ciclón de 1926 y nunca se llegó a reconstruir. Tal vez el destino de la solitaria glorieta, en la desembocadura del Almendares, termine siendo igual de triste. Aunque el “ciclón” en este caso haya arrasado con vientos de vandalismo y aguaceros de desidia.

La pequeña y romántica glorieta es testigo del pasado artístico y patrimonial que simbolizan tanto el caserón del restaurante como el Torreón de La Chorrera. Según aseveran algunas fuentes, los mosaicos proceden de la Cartuja de Sevilla, y para construir la cúpula de la glorieta, se trajeron materiales, pieza pieza, desde la India a un costo de 200, 000 pesos de los de entonces.

Permitir que la glorieta se derrumbe, que sus columnas se revienten, o que sus mosaicos sean saqueados y luego sustituidos por espantosas capas de estuco, significa volver a cometer el error de cerrar los ojos al pasado, olvidar lo que fuimos, descuidar lo que heredamos y cubrirlo con chapucerías y remiendos. Ese es el camino más certero para quedarnos sin historias que contar, y quizás sin glorietas que lo recuerden.

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Joel del Río

Joel del Río. Periodista, crítico de arte y profesor. Trabaja como redactor de prensa en el ICAIC. Colabora en temas culturales con algunos de los principales medios en Cuba. Ha sido profesor en la FAMCA y la EICTV, de historia del cine y géneros cinematográficos.

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Joel del Río

Joel del Río. Periodista, crítico de arte y profesor. Trabaja como redactor de prensa en el ICAIC. Colabora en temas culturales con algunos de los principales medios en Cuba. Ha sido profesor en la FAMCA y la EICTV, de historia del cine y géneros cinematográficos.