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Pros y contras de vivir lejos de Cuba

No siento vergüenza ni necesito esconderme para decir que no volvería a vivir en Cuba, que a diario encuentro razones para hallarme a gusto en mi nueva casa, pero tampoco bajo la voz o la mirada para decir que también, con cierta frecuencia, echo de menos cosas que tenía cuando vivía en ella.


Este artículo es de hace 8 años

Si algo he aprendido durante mis años de emigrante, es que las ataduras y los lazos que unen a los cubanos 'de afuera' con la Isla son indestructibles. Lo son para quienes desean seguir manteniendo el vínculo y que pretenden mantener intactos o edulcorados algunos recuerdos y hábitos y lo son, a veces también, para aquellos que pretenden cortar todo de raíz y 'empezar de cero'.

No hay que buscar demasiado en la red para notar estas dos posturas aparentemente irreconciliables. Los temas de actualidad de la Isla, sus cosas del pasado, sus muchos errores, daños, heridas, sus pasos hacia delante o hacia atrás; provocan las más apasionadas y disímiles respuestas, pero pocos pasan inadvertidos o provocan indiferencia en los cubanos. Para mal, o para bien, Cuba se marcha con los cubanos que no viven en ella.

La existencia de tales posicionamientos encontrados hace que muchos no entiendan por qué se añora lo que se deja, o vean contradicciones e incoherencias en preferir un nuevo lugar para vivir, amarlo y valorarlo mejor y, en cambio, seguir amando o recordando cosas de la tierra dejada, pero acaso ¿quién marcha a formar una vida nueva con la pareja no puede añorar cosas de la casa materna? ¿por qué el cambio y la mejoría tienen que implicar borrón y olvido?

No siento vergüenza ni necesito esconderme para decir que no volvería a vivir en Cuba, que a diario encuentro razones para hallarme a gusto en mi nueva casa, pero tampoco bajo la voz o la mirada para decir que también, con cierta frecuencia, echo de menos cosas que tenía cuando vivía en ella.

Esta es mi personal lista de añoranzas y rechazos con respecto a Cuba.

Echo de menos:

Mi familia. Aunque alguna ya no esté porque ha marchado como yo o porque nos ha dejado, no he conseguido acostumbrarme a no necesitarlos, no he conseguido perder el hábito de hacerlos interlocutores de alguna anécdota, problema, comentario o conversación del día a día. Sigo hablando con ellos por las calles, sigo deseando verlos todos los días y no tenerlos es la única cosa que hace que mi felicidad no sea completa.

Mis amigos, los amigos. Muchos ya no viven en Cuba y muchos ya ni tan siquiera lo son: la distancia y la falta de vivencias comunes los han alejado, por eso se extraña no contar con esa figura de los hermanos que la vida regala, de esas personas ante las cuales no necesitas explicarte.

El sol. No me refiero al sol abrasador que incomoda y daña, ni al calor pegajoso que no te abandona ni aún recién duchado, sino a la luz, esa que invade ventanas y rendijas, esa que a veces te adelanta el despertar, esa callada protagonista que tanto se echa de menos cuando nos alejamos de esas latitudes.

Las frutas. Aunque debo confesar que en mis viajes de visita no suelo encontrar ni la calidad ni la variedad de cuando era niño, aún sigo buscando los mangos, los mameyes y los anones que disfrutaba en mis años mozos. Amo los nuevos sabores del lugar donde vivo, amo la diversidad y su exotismo pero mi paladar agradecería poder, de vez en cuando, degustar algún mango -filipino, mangotoro, manga blanca, jobo, corazón...-, o algún mamey o guayaba (ahora solo encuentro algún mango engurruñado en el apartado de frutas exóticas que misteriosamente pasa del estado de verde al de podrido).

El ritmo de vida. Lo que constituye en algunas ocasiones un freno para la productividad y la eficiencia es, en otras, un tempo más relajado que permite detener la alocada marcha del día a día y disfrutar el camino.

Los intercambios de miradas con los extraños. No me refiero a los piropos ni al lisonjeo -en otro momento hablaré de esto. Me refiero a esos puntuales, furtivos, intercambios de miradas por la calle, las sonrisas de complicidad, de empatía, las malas caras o las malas miradas, las solidaridades esporádicas que se establecen a diario, la percepción de las desesperanzas, los cansancios, los agobios en los ojos de quienes por unos segundos nos abren una ventana y nos dejan entrar en ellos.

No echo de menos de Cuba, o mejor, disfruto no tener:

La sensación de inutilidad. Raramente puedes vivir honestamente de tu trabajo, difícilmente puedes mostrar posturas o comentarios muy divergentes por lo que la vida se convierte muchas veces en una especie de teatro-pantomima: todos los días te levantas a ir a tu trabajo, a desempeñar todo lo bien que puedes y quieres tus responsabilidades con la certeza de que eso que haces y consume la mayor parte de tu día no será lo que te permitirá cubrir tus necesidades ni las de tu familia. No dices lo que piensas, ni obtienes lo de deseas a cambio de lo que haces.

La falta de privacidad y el respeto al espacio íntimo. Nunca me ha gustado la mentalidad de escuela al campo ni el ojo del cederista. Adoro vivir en un lugar donde las personas no están más pendientes de lo que digo, hago o compro que de su propia vida. Adoro vivir en un país donde las personas no obtienen nada a cambio de vigilar y 'difundir' las conductas desviadas de los otros. Adoro entrar con bolsas a casa sin que nadie las mire, adoro el respeto a mi espacio íntimo, el bloqueo físico que supone la puerta de mi casa y los límites que decido imponer a los extraños.

Los malos tratos en los servicios, la vulgaridad y las groserías. Tantos años haciendo creer a las personas que 'merecen' determinadas cosas, haciendo que emulen por ellas y haciéndoles sentir que su trabajo no 'sirve', ha hecho perder la sana cultura de que los servicios es algo que se presta, por lo cual se paga y que implica el respeto a unos estándares y protocolos. No se cuida al consumidor porque no se le ve como tal, no se le presta un servicio, se le hace un favor; no se le trata con respecto y distancia, no existen normas de adecuación a un rol y a un espacio.

No poder elegir. Tener que aceptar como idóneo lo que se asume 'dado', tener que no pagar por lo que gustosamente pagaría a cambio de poder exigir, tener que callar.

Las diarias batallas por cualquier cosa. No echo de menos no ser dueño de mi tiempo, no echo de menos que llegar a los sitios me consuma más tiempo y vida que la propia estancia en ellos, no echo de menos tener que moverme por los suberfugios de la ilegalidad para 'conseguir' o 'resolver' la comida, las cosas para la casa, las ropas para los niños y, a veces, hasta las medicinas o los turnos médicos. No echo de menos sentir que la ilegalidad y los oficios no declarados o regulados son mejores bazas para el confort que la decente y responsable realización de los trabajos legalmente reconocidos.

El deterioro a todas las escalas y niveles. No extraño, pero tampoco he dejado de sufrir, el deterioro de las calles, los baches, la falta de pintura en los edificios, los salideros y las aguas albañales por doquier, las basuras y los malos olores, la ausencia de servicios de limpieza diarios, el progresivo desabastecimiento de lugares de venta estatales. No echo de menos, tampoco, el deterioro y pérdida de algunas buenas costumbres y de algunos buenos valores.

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Marlén González

(La Habana, 1978) Lic. en Filología hispánica y Máster en Lexicografía. Ha sido profesora en la Universidad de La Habana e investigadora en la Universidad de Santiago de Compostela.

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Marlén González

(La Habana, 1978) Lic. en Filología hispánica y Máster en Lexicografía. Ha sido profesora en la Universidad de La Habana e investigadora en la Universidad de Santiago de Compostela.