
Este artículo es de hace 15 años
Nacida por azar en Nueva York, cuando sus padres españoles establecidos en Cuba realizaron un viaje allí, la Fornés ha sido para varias generaciones de cubanos el símbolo de una integralidad que une a los atributos físicos las cualidades de la soprano lírica, la bailarina y la actriz, capaz de transitar por todas las manifestaciones escénicas con el glamour y la sencillez de las verdaderamente grandes.
Siendo adolescente Rosita se presentó en un programa de aficionados –la Corte Suprema del Arte– donde sorprendió al público y al jurado y obtuvo el primer lugar.
Fue bajo la tutela del compositor y pianista cubano Ernesto Lecuona, legendaria figura musical, que dio sus primeros pasos en la gran escena. Su debut ocurrió en la opereta El asombro de Damasco, en 1941, y ese mismo año interpretó a la Isabel Ilincheta de la zarzuela cubana Cecilia Valdés, en el teatro Auditórium Amadeo Roldán, bajo la batuta de Lecuona.
En 1945, marchó a México donde residió durante algunos años, trabajó mucho en el cine y obtuvo gran reconocimiento artístico, y ya en 1950 empieza a trabajar en forma alterna entre Cuba y España, de manera que, en 1959, cuando se instala definitivamente en su país ya era la gran vedette, cuya carrera ascendente la llevó a los más altos escalones de la preferencia popular.
La televisión y el teatro, el cine cubano actuando en cintas como Se permuta, de Juan Carlos Tabío, o Papeles Secundarios, de Orlando Rojas.
Quienes la vieron actuar en la pieza del cubano Nicolás Dorr, Confesiones en el barrio chino, saben que ella es una gran actriz. Lo cierto es que la mujer que compartió escenarios con Hugo del Carril, Tito Guízar, Libertad Lamarque, Jorge Negrete y Pedro Vargas, entre otros, figura ya, por derecho propio, entre los grandes de Nuestra América.
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