
Debajo del sol blanquecino y estridente que tipifica el eterno verano de Cuba, estiro la mano con la esperanza de cazar ese monstruo metálico que me traslada diariamente al trabajo.
A los pocos minutos se detiene un ejemplar frente a mí, está algo destartalado y con la música a niveles ensordecedores, sólo tiene cupo para otra persona, por lo que asumo “la calle está mala”. Así que no me atrevo a seguir esperando.
“¿Sigue por 23?” El chofer ni me mira, asienta con la cabeza y me recuerda tirar fuerte la puerta cuando suba. Para protegerse del sol, lleva puesto un guante semitransparente en la mano izquierda que simula un tatuaje. Para protegerse de “otras cosas” tiene una virgencita del cobre en la pizarra y collares yorubas en el espejo retrovisor.
Una calcomanía que cita “Monta que te queda” adorna cómicamente el parabrisas por fuera; por dentro, una bandera americana de visibles proporciones. Entre otras tantas pegatinas, una avisa: “el CUC lo cobro a 23 pesos, si no me lo das mejor”, augurio que incomoda a la mayoría de los pasajeros.
Mi experiencia con los almendrones es vasta, desde que me gradué de la universidad declaré la guerra al hastío de las guaguas, sus extensos recorridos a 10 Km/h, los “carteristas”, “pajusos” y demás personajes que se aprovechan del embutido tumulto.
El pasaje en un almendrón cuesta 10 pesos cubanos. Para muchos cubanos, salvarse del fatídico transporte público en uno de estos automóviles, todos los días laborales, durante un mes equivale a casi la totalidad de un sueldo (400 CUP).
No obstante, los almendrones resultan una efectiva válvula de escape que alivia un poco las precariedades y los nichos que no cubre el panorama del transporte en Cuba. Igualmente, estos ingredientes imperturbables del paisaje urbano, cumplen diversísimas funciones en dependencia del mundo en el que se mueven.
Una tradición sumamente kitsch en la isla, pero seguida por muchos, resulta el paseo de la novia el día de su casamiento sobre un almendrón descapotable por toda la ciudad. No tengo claro si es para que nadie se quede sin presenciar su emperifollamiento o para airar sus pensamientos ante el paso que está a punto de dar.
Estos automóviles, a diferencia de los que fungen como taxis, son de lujo, ya que deben complementar la belleza de la futura esposa y dejarla brillar a suerte de merengón sobre un auto de ensueño.
Otras de estas gigantescas cucarachas se encuentran en un estado de salud que no tuvieron ni en el momento de su fabricación hace más de 50 años. Los almendrones a los que me refiero, con una carrocería impecable, aire acondicionado, y asientos de piel, trasladan de un lado a otro a los visitantes foráneos.
Según registros, en la isla transitan más de 70 mil de estos automóviles, entre los más comunes se encuentran los Chevrolet, Ford, Cadillac, Pontiac, Plymouth y Dodge. Claro que no tienen muchas piezas originales bajo el capó; mecánicos devenidos artistas del remiendo, reciclan piezas de los Lada soviéticos, Peugeot o de otros vehículos más recientes, permitiendo a estos monstruos del pasado resucitar en disímiles ocasiones.
Pese a las problemáticas que se le han achacado respecto a indisciplinas viales, ilegalidades en el comercio negro de las piezas y el alquiler a extranjeros, la contaminación acústica y del aire, entre otros aspectos, quiero pensar en el almendrón como un amigo más allá de un vestigio del subdesarrollo.
Existe la posibilidad de continuar coexistiendo con estas magníficas bestias si se ajustan a los reclamos sociales y medioambientales, de esta forma estaremos salvaguardando -¿por qué no?- un símbolo patrimonial de nuestro país. Almendrón ya es un sinónimo de Cuba.
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