
Todavía a día de hoy, con varias décadas vividas, una familia formada y suficientes experiencia vitales acumuladas, no entiendo para qué surgieron los campamentos escolares, como Tarará o 26 de Julio. No me refiero a los argumentos que se dieron pública y oficialmente, sino a qué tenía en la cabeza quien por primera vez lanzó la idea -y quizás obtuviera una casa en la playa de estímulo, un carro u otros beneficios- ni quiénes decidieron encauzarla.
Mi primer contacto con estos centros de convivencia y estudio tuvo lugar cuando tenía apenas tres años. Había ido de visita a Tarará, pues mi hermano mayor había marchado unos días antes, recuerdo que estuvimos correteando todo el día y jugando. No sé qué podía haber entendido el día que marchó, ni los siguientes, ni recuerdo qué me implicaba ir a verlo "de visita", sólo conservo, tan vívida como ese día, la sensación de tristeza y angustia que me embargó cuando a la hora de marcharnos constaté que mi hermano no nos acompañaría: "¿mi hermano se queda?" y un llanto inconsolable fueron mi despedida del campamento pioneril Tarará, primera y dolorosa vez en que debí dejar atrás a uno de los míos.
La segunda ocasión ocurrió en mi etapa escolar, estaba en cuatro grado y tuvimos que marcharnos, en pleno período lectivo, 28 días al Campamento Internacional José Martí en Varadero. La idea de poder ir a Varadero, primera vez en mi vida, y de participar de algo cuyo nombre tuviera la palabra 'internacional' tengo que reconocer que me resultó atractiva y me hizo sentirme pionera afortunada; estar tantos días alejada de mi familia, sinceramente, no tanto.
Sin embargo, estaba en plena etapa de construcción de un prestigio y una 'carrera' pioneril y mostrarme no ya en desacuerdo, sino tan siquiera a disgusto con algo que se suponía era una responsabilidad, era impensable y mal visto. Ser un rajado o un flojo -y por alguna macabra razón el apego a la familia se ha tomado en algunos momentos y por algunas figuras de poder como un signo de debilidad-, era algo incompatible con la figura del pionero ejemplar, que da el paso el frente y que está donde le corresponde. Echar de menos a mamá y a papá era una concesión permitida pero decidir no ir, no.
Recuerdo verme llorando algunas mañanas al despertarme y no sentirme en casa, recuerdo que por primera vez conocí el insomnio y el temor cuando las luces se apagaban. Recuerdo mis primeros conflictos existenciales, mis debates con mis propias contradicciones internas -tan joven y ya lidiando con incoherencias y juicios propios-, recuerdo sentirme una especie de doctor Jekyll y el Mr.Hyde que de noche disfrutaba las recreaciones, los bailes pero que el resto del día sentía la impostura de un personaje y unas acciones que muchas veces no quería hacer. Regresé a casa, cumplida la honorable misión de permanecer los 28 días, con marcas que aún conservo de picadas de mosquitos que me hicieron alergia y con otras huellas, menos visibles, que también seguramente conservo.
Sin embargo, poseo, también bastantes buenas imágenes de mis días ahí. En primer lugar, recuerdo el estrechamiento de las relaciones con los amigos o compañeros de aula, la solidaridad que se creaba por estar lejos de casa y tener que enfrentar y solucionar problemas desconocidos, recuerdo nítidamente escenas de afiliaciones dramáticas, casi novelescas, con esos perecederos hermanos de la infancia, que cuando niños parece que estarán para toda la vida. Recuerdo también la comida, podría detenerme en por qué esto era protagónico o notorio pero no es con lástima o negativismo que lo recuerdo: a todos nos encantaba la hora de ir a comer y perseguir con la mirada el trayecto de la mano de quien servía y colocaba sobre nuestras bandejas una buena porción de fanguito, recuerdo los yogures, los dulces, las meriendas.
Recuerdo con especial cariño a las madres que nos acompañaban, recuerdo sus nombres, sus caras, sus gestos y sus mimos repartidos a todos por igual, recuerdo y ahora comprendo la responsabilidad que cargaban sobre sus hombros y lo bien que lo hacían. Recuerdo los primeros amores, los primeros bailes, las canciones en los trayectos en autobús, las travesuras hechas y las recibidas, recuerdo las aulas y recuerdo que pese a las nostalgias muchas y añoranzas del hogar materno aprendía y recibía buena clases.
Mi tercera y última experiencia fue en un campamento de exploradores en San Antonio de los Baños, yo era casi una adolescente y la estancia fue de tan solo tres días y dejó en mí el buen sabor de boca que todo camping deja en los jóvenes, mi edad y la duración eran las apropiadas para disfrutar de unos días de ocio, independencia y lejanía del hogar familiar y me demostraron que estas experiencias, como alternativas para el ocio y el desarrollo de los adolescentes cubanos, eran válidas siempre que no empezaran a edades muy tempranas ni supusiesen largos períodos de ausencia del núcleo familiar que, en épocas tempranas, debe ser siempre el espacio de referencia, de formación y de convivencia.
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