
Para la diva del Buena Vista Social Club, cantar, bailar o actuar no sólo se circunscribe al dominio de la técnica vocal, dancística o dramatúrgica por parte del cantante, bailarín o actor, sino también a la relación espiritual que -desde el escenario- debe establecerse con el espectador, ya que cualesquiera de esas manifestaciones culturales tienen un objetivo común: comunicarse con el público, que es -al decir del Apóstol- “lo mejor del [artista]”.De acuerdo con la teoría de la comunicación sustentada en la Psicología Humanista, comunicar es hacer partícipe al otro de algo que se sabe, se siente, se tiene…, es descubrir, contagiar, transmitir, pero sin olvidar que la verdadera comunicación posee la facultar de despertar en el no yo el sentido de quién es y de contribuir a que se reconozca como lo que en realidad es: una persona que piensa y siente, capaz de identificarse emocional y afectivamente con la letra y el espíritu de una canción o con el personaje que interpreta el bailarín o el actor, por ejemplo. Hacer reir o llorar al auditorio con un gesto, una mirada o un parlamento -salido de lo más hondo del yo artístico- es una de las virtudes fundamentales que caracterizan a Omara Portuondo en el papel de Vida, ya que ella está consciente de que el arte -en su acepción más amplia- procura al que lo cultiva con amor y profesionalidad, así como a quienes lo disfrutan, una experiencia estética, emocional, intelectual, espiritual…, única e irrepetible.Si fuera necesario ilustrar dicho planteamiento con un ejemplo fehaciente, remito al lector a la escena en que Vida, herida de muerte, se despide de Alma y le entrega a la nieta su legado espiritual (simbolizado a través de un bastón que guarda los “secretos” de la Regla de Ocha o Santería; religión afrocubana en la que fuera iniciada durante su juventud).El impacto dramatúrgico y sentimental de esa escena desempeña la función de una “flecha” disparada con certeza por esa figura emblemática de la cultura cubana, y cuyo “blanco seguro” es el corazón del espectador, al que -sin duda alguna- va dirigida. ¿Quién de los presentes no ha experimentado ese dolor que lacera el alma cuando llega el momento de despedirse para siempre de un ser querido?La impecable actuación de Omara Portuondo evoca en la memoria sensible del público todos y cada uno de los tristes pormenores sobre los que se estructura tan penosa situación, que deja heridas profundas en el cuerpo, la mente y el espíritu de quien la enfrenta; heridas corporales, psíquicas y espirituales que quizás cicatricen con el tiempo…, pero no desaparecen por completo.Por último, estoy convencido de que, tanto los amantes del baile español, como los colegas de la prensa especializada que cubrieron las funciones -a teatro lleno- de Vida, experimentaron en lo más profundo de su ser que “[…] el espíritu [de Omara en la piel de Vida] es un fuego perenne que calienta, que aviva, que abrasa; si no se siguen sus impulsos, se es devorado por ellos”…, al menos el autor de esta crónica percibió esa sensación que alimenta la mente y el alma y hace crecer desde todo punto de vista; fin último del arte verdadero. Fuente: Por Jesús Dueñas Becerra, Mujeres.
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