Quiso el destino
que un amigo haitiano me avisara por estos días de abril, de la Feria
internacional del libro de la ciudad de Québec, un día antes justamente
de que en ella participara y de manera activa la escritora guadalupana,
antillana y universal que es Maryse Condé.
Este año la feria está dedicada al cuarto centenario de la Francofonía,
justo cuando la ciudad de Québec también cumple cuatro siglos de
fundada y para esta ocasión los organizadores y sus patrocinadores han
invitado a numerosos y reconocidos escritores y poetas antillanos y
africanos francófonos. Pero es de esta escritora que quiero hablarles,
su obra me marcó profundamente hace algunos años ya, cuando en la
Biblioteca de la Alianza francesa de La Habana descubrí “Ségou, las
murallas de tierra y Ségou, la tierra en ruinas”, dos volúmenes de una
epopeya africana y caribeña que renovó y enriqueció notoriamente mi
comprensión de la condición caribeña.
Esta
novela por su rico y vasto contenido debiera ser lectura recomendada
para todos los que hemos nacido en esa región de las Américas. Debería
serlo también para quienes se interesan en el estudio de la identidad y
la historia caribeñas, pues los antillanos, somos pueblos muy diversos,
pero con destinos bastante similares y un ente agluntinante común: el
componente africano.
Los cubanos conocemos poco
y fragmentariamente a nuestros primos y hermanos caribeños. La Cuba que
está más cerca de ellos es la oriental y Santiago de Cuba es la más
antillana de nuestras ciudades. En los inicios de la colonización Santiago,
como le llaman los cubanos, fue capital de la isla, pero pronto sería
desplazada por la estratégica ubicación de La Habana, de cara primero a
Europa y a España en particular, luego a los Estados Unidos y en
particular a la Florida, con quien conserva una apasionada relación de
amor-odio. Santiago, guarda no
obstante su vieja fidelidad por el Caribe, y de esas islas proviene una
parte considerable de sus habitantes, de su cultura y tradiciones. Son
grandes las comunidades hatianas y jamaicanas establecidas allí, así
como también en Guantánamo y otros pueblos orientales cubanos. Las
pequeñas antillas y en particular las francesas, por razones que yo
creo han sido fundamentalmente geopolíticas, y desde las
independencias, han estado más alejadas en la conciencia popular
cubana.
Es por ello que “descubrir” a Maryse
Condé fue muy revelador para mí, se me abrió entonces un mundo
practicamente desconocido, uno que venía a llenar lagunas en la
comprensión de la idiosincrasia nacional y regional, les pongo un sólo
ejemplo: la connotación de la condición de cimarrón en Cuba y en
Jamaica es totalmente opuesta. En Cuba es símbolo de resistencia al
colonialista, hasta un monumento existe en ese sitio fundacional de
nuestra identidad religiosa que es El Cobre, cerca de Santiago de Cuba.
Allí se alza una enorme estatua del célebre escultor santiaguero
Alberto Lezcay, consagrada a representar a aquellos que prefirieron la
vida salvaje y de constante peligro, a la humillación permanente de su
condición humana. En Jamaica los cimarrones que inicialmente quisieron
lo mismo, luego para poder sobrevivir tuvieron que “pactar” con el
poder colonial inglés y convertirse en esbirros de sus propios hermanos
esclavos. La historia es compleja, y las idealizaciones suelen hacer
tanto daño como el desdeño o la omisión.
Es
generalmente aceptado que los vínculos entre las islas del Caribe eran
mucho más intensos en la época colonial que durante el siglo XX y lo
que va del XXI, de lo primero da fe Maryse Condé en su epopeya, también
esos vínculos eran notorios, y no tan sólo debido a la trata negrera,
¡con Africa!, barcos iban y venían con mercancías y personas. Destinos
que se cruzaban de ida y de regreso, historias que se tejieron y que
hasta hoy tienen connotaciones en ambos continentes. El divorcio y la
distancia que generan las independencias latinoamericanas y caribeñas
primero, y el proceso neocolonial después, con centro neurálgico en los
Estados Unidos, van a consolidarse sin cese.
Para Cuba en particular, el aislamiento que le genera la revolución de
1959 en su impacto hemisférico, provoca que el flujo antillano hacia la
isla cese y que los cubanos que más interactuan con sus vecinos
isleños, son los que emigran justamente a esas islas, producto de la
inversión de roles que se opera en el flujo migratorio. Es obvio que
estos cubanos dificilmente pueden devolver a Cuba de nuevo aquella
influencia, pues es conocido cuan conflictiva ha sido la relación del
gobierno y por ende el estado cubano con la emigración cubana después
de 1959. Es desde entonces la impronta cubana la que viaja por el mundo
enriqueciendo a los demás y Cuba se empobrece paulatinamente de la
ausencia de arribo de sus tradicionales nutrientes poblacionales y
culturales. De las consecuencias que ello ha traído para nuestro
desarrollo como nación, es tema aparte que bien valdría la pena
explorar en estudios independientes.
El
intercambio entonces, de Cuba y los cubanos de la isla con sus
congéneres antillanos, continua siendo débil, esporádico, dirigido
estatalmente, casi siempre con connotación política para sus
organizadores y económica para sus ejecutores.
Todas estas naciones comparten no obstante, una historia y cultura
comunes, la historia casi siempre tormentosa, en el centro de las
ambiciones de las potencias europeas, luego de la norteamericana. La
cultura común, porque el componente africano nos aglutina, nos hace
similares. Ellos, los africanos no tuvieron derecho a elegir y por ello
nos trasmitieron un compendio bastante homogéneo de mitos, tradiciones
y psicología popular. Españoles, portugueses, franceses, holandeses y
otros, ellos sí pudieron optar por uno u otro destino caribeño,
dominaron a negros, indios y asiáticos, intentando trasmitir o imponer
sus valores, más como la naturaleza humana es terca, es el mestizaje el
que sale siempre ganando y hoy en día si bien el cerebro sigue siendo
más bien occidental, el corazón, el ámbito sentimental de ese “homo
caribeñus”, es netamente mulato, con un afecto especial por su madre
africana.
La educación en las Américas fue
durante siglos eurocentrista, no obstante ya los próceres de las
independencias nos llamaban a profundizar en lo nuestro, a buscar y
estudiar la historia de nuestros pueblos primero y la del resto del
mundo también, pero después. José Martí para los cubanos, es el
paradigma en ese sentido. Ese esfuerzo de reforzamiento identitario ha
sido permanente en la mejor literatura del continente, sus autores han
sido reconocidos por el mundo entero, más la latinoamericana y caribeña
sigue siendo, quizás hoy más que nunca, una literatura, una identidad
al fin y al cabo, de resistencia, de permanente reafirmación frente a
la omnipresente cultura europea y norteamericana. Estas, en sus modelos
más vendidos, están fuertemente establecidas y en sus mercados la
nuestra sigue teniendo que obtener su “mayoría de edad”: premios,
editoriales, ferias y demás infraestructura de los intercambios
culturales mundiales, los detentan predominantemente los países del
primer mundo.
Es entonces en este contexto
que afirmamos que la obra de Maryse Condé y en particular su “Ségou”,
es una obra indispensable a la hora de comprendernos y hacernos
comprender en el Caribe. Ayer ella decía, en medio de un debate sobre
el cuento y la novela corta, “nos quieren encerrar en la
oralidad…nosotros tenemos un imaginario propio”. Ó refiriéndose al
lugar de la cultura francesa en la antillana francófona también decía:
“Paris pesa demasiado en las Antillas, nos gustaría deshacernos un poco
de esa presencia, para poder afirmar la identidad antillana”. Esa
defensa persitentemente frontal, rodeada de un discurso por lo general
filofrancés y poco crítico, da la medida de su ideario, de su combate
identitario.
África es entonces importante
para los caribeños, porque nos permite comprender, gracias también a la
narrativa de Maryse Condé, cómo a través de la historia del reino de
los Bambarás de Ségou, fue dos veces conquistada África, el África
negra, madre cariñosa, lactante, supersticiosa, musical, esencial en su
humanista primitivismo, esa misma África que obligaron a islamizarse
primero y a cristianizarse después. Le rompieron el alma, destrozaron
su corazón, pero sin quererlo y “naturalmente” de una brutal manera,
hicieron que renaciera como ave fenix, en el mismo continente y
multiplicada en América, hoy también en Europa y por doquier.
Con la comprensión de esas dos derrotas civilizacionales, podemos los
caribeños comprender y reaccionar a nuestro propio desafío
contemporáneo, porque seguimos siendo la fruta madura del ajedréz
político monroviano, porque hoy, como en el siglo XIX, los retos
nacionales continuan siendo en resúmen, el mismo del Macbeth
shakesperiano: “Ser o no ser”.
Lean a Maryse Condé, yo lo hice y la respuesta comienza a esbozarse mejor.
Fuente: Kaos en la red