Joe Biden, quien pronto iba a ser el vicepresidente electo de mi país,
alentaba a las tropas: “No podemos seguir dependiendo de Arabia Saudí o
de un dictador venezolano para la energía”. Bueno, yo sé muy bien lo
que es Arabia Saudí. Pero como en 2006 estuve en Venezuela visitando
ranchitos, mezclándome con la acaudalada oposición y pasando días y
horas entre los seguidores del presidente, me pregunté –sin
preguntármelo– a quién se estaría refiriendo el senador Biden.
Hugo Chávez Frías es el presidente democráticamente elegido de
Venezuela, y cuando digo democráticamente quiero decir que se ha
presentado una y otra vez ante los votantes en elecciones avaladas por
observadores internacionales y ha logrado grandes mayorías en un
sistema que, a pesar de sus defectos e irregularidades, ha dado a sus
oponentes la oportunidad de que lo derroten y ocupen su cargo, tanto en
un referéndum nacional el año pasado como en las recientes elecciones
regionales de noviembre.
En cambio las palabras de Biden representaban la clase de retórica que
nos metió hace muy poco en una costosa guerra en la que se pierden
vidas y dinero, en una guerra que si bien derrocó a un pendejo en Iraq,
también ha derrocado los principios más dinámicos sobre los cuales se
fundó Estados Unidos, ha reforzado el reclutamiento de Al Qaeda y ha
conducido a la deconstrucción de las fuerzas armadas estadounidenses.
A estas alturas, el pasado mes de octubre de 2008 ya había digerido mis
anteriores visitas a Venezuela y Cuba y el tiempo que pasé con Chávez y
Fidel Castro. Soy cada vez más intolerante con la propaganda. Incluso
si el propio Chávez tiene tendencia a la retórica, nunca ha sido el
causante de una guerra. Así que decidí hacerle otra visita con la
esperanza de desmitificar a ese “dictador”. Para entonces ya había
llegado a comentar con mis amigos en privado: “Es verdad, puede que
Chávez no sea un hombre bueno, pero también es posible que sea un gran
hombre”.
Entre las personas a quienes dije esto se encontraban el historiador
Douglas Brinkley y Christopher Hitchens, el columnista de Vanity Fair.
Los dos eran complementos perfectos. Brinkley es un pensador muy
estable, cuyo código ético de historiador garantiza su adhesión a
pruebas insuperablemente razonadas. Hitchens, un astuto artesano de la
palabra siempre demasiado imprevisible en sus preferencias, es un valor
seguro desde cualquier punto de vista, que una vez en una tertulia
televisiva calificó a Chávez de “payaso rico en petróleo”. Aunque
Hitchens es igual de íntegro que brillante, puede ser combativo hasta
la intimidación, como lo demostró una vez con sus duros comentarios
sobre Cindy Sheehan, la santa activista contra la guerra. Brinkley e
Hitchens equilibrarían cualquier sesgo que percibieran en mi escritura,
además de ser un par de tipos con quienes me lo paso muy bien y a
quienes quiero mucho.
De modo que llamé a Fernando Sulichin, un viejo amigo y productor de
cine independiente de Argentina con buenas conexiones y le pedí que los
hiciera investigar y obtuviese el visto bueno para entrevistar a
Chávez. Además, queríamos volar desde Venezuela a La Habana, así que le
pedí a Fernando que solicitara entrevistas por cuenta nuestra con los
hermanos Castro, la más urgente con Raúl, quien en febrero había tomado
las riendas del poder de manos de un Fidel enfermo y nunca había
otorgado una entrevista a un extranjero. Yo había viajado a Cuba en
2005, cuando tuve la fortuna de encontrarme con Fidel, y estaba ansioso
por hacerle una entrevista al nuevo presidente. El teléfono sonó a las
2 de la tarde del día siguiente.
–Mi hermano –dijo Fernando–, lo logré.
Nuestro vuelo de Houston a Caracas se retrasó por problemas mecánicos.
Era la 1 de la madrugada, y mientras esperábamos, Hitchens daba vueltas
impaciente de un lado para otro.
–Los problemas casi nunca vienen solos –dijo.
Debió gustarle cómo sonó, porque volvió a decirlo. Era el pesimista de Dios. Le dije:
–Hitch, va a salir bien. Nos van a conseguir otro avión y llegaremos a tiempo.
Pero el pesimista de Dios es en realidad el pesimista ateo de Dios. Y
yo no tardaría en ser testigo de la claridad de su ateísmo. De hecho,
hubo otro problema. Bueno, salió bien y mal, como se verá. Despegamos
dos horas después.
Cuando aterrizamos en el aeropuerto de Caracas, Fernando estaba allí
para recibirnos. Nos condujo a una terminal privada, donde esperamos la
llegada del presidente Chávez, quien nos llevó con él de gira electoral
a la maravillosa Isla Margarita en plena campaña para las elecciones a
gobernador.
Pasamos los dos días siguientes en la constante compañía de Chávez, con
muchas horas de reuniones a solas entre los cuatro. En las dependencias
privadas del avión presidencial descubrí que cuando Chávez habla de
béisbol su dominio del inglés sube de grado. Cuando Douglas le pregunta
si habría que abolir la Doctrina Monroe, Chávez –que quiere escoger
cuidadosamente sus palabras– regresa al español para explicar los
matices de su posición contra dicha doctrina, que ha justificado la
intervención estadounidense en Latinoamérica durante casi dos siglos.
–Hay que romper la Doctrina Monroe –dice–. Hemos tenido que aguantarla
durante más de 200 años. Siempre vuelve al viejo enfrentamiento de
Monroe con Bolívar. Jefferson solía decir que Estados Unidos debería
tragarse una tras otra las repúblicas del sur. El país en el que
nacisteis se basó en una actitud imperialista.
Los servicios venezolanos de inteligencia le dicen que el Pentágono tiene planes para invadir su país.
–Sé que están pensando en invadir Venezuela –dice. Parece que ve el fin
de la Doctrina Monroe como una medida de su destino–. Nadie podrá
volver aquí para exportar nuestros recursos naturales.
¿Le preocupa la reacción de Estados Unidos a sus atrevidas
declaraciones sobre la Doctrina Monroe? Cita a José Gervasio Artigas,
el luchador uruguayo por la libertad:
–Con la verdad no ofendo ni temo.
Hitchens está sentado en silencio, tomando notas durante toda la conversación. Chávez reconoce un brillo escéptico en sus ojos.
–CRÍS-a-fer, hazme una pregunta. Hazme la pregunta más difícil.
Ambos comparten una sonrisa. Hitchens le pregunta:
–¿Cuál es la diferencia entre usted y Fidel?”
Chávez dice:
–Fidel es comunista, yo no. Yo soy socialdemócrata. Fidel es
marxista-leninista. Yo no. Fidel es ateo. Yo no. Un día discutimos
sobre Dios y Cristo. Le dije a Castro: “Yo soy cristiano. Creo en los
Evangelios Sociales de Cristo". Él no. Simplemente no cree. Más de una
vez Castro me ha dicho que Venezuela no es Cuba, que no estamos en los
años sesenta.
–Ya ve –dice Chávez–. Venezuela tiene que tener un socialismo
democrático. Castro ha sido un profesor para mí. Un maestro. No en
ideología, sino en estrategia.
Tal vez irónicamente, John F. Kennedy es el presidente de EE.UU. favorito de Chávez.
–Yo era un muchacho –dice-. Kennedy era la fuerza impulsora de la reforma en Estados Unidos.
Sorprendido por la afinidad de Chávez por Kennedy, Hitch se suma a la
conversación y menciona el plan económico de Kennedy para
Latinoamérica, contrario a Cuba.
–¿Fue algo bueno la Alianza para el Progreso?
–Sí –dice Chávez–. La Alianza para el Progreso fue una propuesta
política para mejorar las condiciones. Apuntaba a reducir la diferencia
social entre culturas.
La conversación entre los cuatro continuó en autobuses, en mítines y en
inauguraciones en toda Isla Margarita. Chávez es incansable. Se dirige
a cada nuevo grupo durante horas bajo un sol ardiente. Duerme como
máximo cuatro horas por la noche y pasa la primera hora de la mañana
leyendo noticias del mundo. Y una vez que está en pie, es incontenible
a pesar del calor, de la humedad y de las dos capas de camisetas rojas
revolucionarias que lleva puestas.
Tres eran mis motivaciones primordiales para este viaje: incluir las
voces de Brinkley e Hitchens, profundizar mi conocimiento de Chávez y
de Venezuela y ejercitar mi mano de escritor, así como recabar la ayuda
de Chávez para que convenciese a los hermanos Castro de que nos
recibieran a los tres en La Habana. Aunque Fernando me había dicho que
la tercera parte del puzzle estaba aprobada y confirmada, en algún
lugar de nuestros intercambios culturales, lingüísticos y telefónicos
había habido un malentendido. Mientras tanto, CBS News estaba esperando
un informe de Brinkley, Vanity Fair uno de Hitchens y yo escribía por
cuenta de The Nation.
Al cabo de tres días en Venezuela le dimos las gracias al presidente
Chávez por el tiempo que nos había dedicado, los cuatro allí parados
entre el personal de seguridad y la prensa en el Aeropuerto Santiago
Marino de Isla Margarita. Brinkley tenía una última pregunta que
hacerle, y yo también.
–Señor presidente –le dijo-, si Barack Obama sale elegido presidente de
Estados Unidos, ¿aceptaría usted una invitación para volar a Washington
y reunirse con él?
Chávez dijo sin dudarlo:
–Sí.
Cuando me tocó a mí, le dije:
–Señor presidente, para nosotros es importante que nos reciban los
Castro. Es imposible contar la historia de Venezuela sin incluir a Cuba
y es imposible contar la historia de Cuba sin los Castro.
Chávez nos prometió que llamaría al presidente Raúl Castro en cuanto
estuviera en su avión y que se lo pediría en nuestro nombre, pero nos
advirtió que era poco probable que Fidel, el hermano mayor, pudiera
responder tan rápido, ya que ahora estaba escribiendo y reflexionando
mucho, no viendo a mucha gente. Tampoco podía hacer promesa alguna con
respecto a Raúl. Chávez subió a su avión y vimos cómo partía.
A la mañana siguiente volamos a La Habana. Lo diré todo: el Ministerio
de Energía y Petróleo de Venezuela nos prestó un avión. Si alguien
quiere referirse a eso como un soborno, que haga lo que quiera. Pero
cuando lea el siguiente informe de un periodista que viaja en el Air
Force One o que sube a bordo de un avión de transporte militar de
Estados Unidos, que por favor repudie también ese artículo. Apreciamos
el lujo de aquel viaje, pero eso no ha influenciado el contenido de
nuestros reportajes.
“Son muy pocas las veces que los problemas vienen solos”
Yo estaba arriesgando mucho. El hecho de subir al avión hacia La Habana
sin tener garantía alguna de que iba a ver a Raúl Castro me llenaba de
ansiedad. Christopher había cancelado a última hora varios compromisos
de conferencias importantes para hacer el viaje. No acostumbra a dejar
colgada a la gente. De modo que, para él, era lo tomas o lo dejas y se
estaba poniendo nervioso. Douglas, profesor de historia en la
Universidad Rice, tenía que volver de forma inminente a sus
obligaciones académicas. Fernando sentía el peso de que esperásemos de
él que fuera nuestro ariete. Y yo, bueno, contaba con la llamada de
Chávez a Castro, tanto para obtener la entrevista como para salvar mi
culo ante mis compañeros.
Aterrizamos en La Habana cerca del mediodía y en la pista de aterrizaje
nos recibieron Omar González Jiménez, presidente del Instituto Cubano
del Cine, y Luis Alberto Notario, jefe del ala de coproducción
internacional del Instituto. Había estado con ambos durante mi anterior
viaje a Cuba. Comenzamos a hablar de cosas personales de camino a la
oficina de aduana, hasta que Hitch se adelantó y, sin vergüenza alguna,
le exigió a Omar:
–Señor, ¡tenemos que ver al presidente!
–Sí –respondió Omar–. Estamos informados de su solicitud y hemos
informado al presidente. Estamos todavía esperando su respuesta.
Durante el resto de ese día y hasta la tarde siguiente torturamos a
nuestros anfitriones con un incesante son de tambor: Raúl, Raúl, Raúl.
Supuse que si Fidel estaba en condiciones y podía encontrar el tiempo
necesario, llamaría. Y si no, yo seguía agradecido por nuestro
encuentro anterior y se lo dije en una nota que le envié a través de
Omar. De Raúl sólo sabía por lo que había leído y no tenía la menor
idea de si nos vería o no.
Los cubanos son gente particularmente calurosa y hospitalaria. Mientras
nuestros anfitriones nos llevaban por la ciudad, me di cuenta de que la
cantidad de coches estadounidenses de los años cincuenta había
disminuido incluso en los pocos años que habían pasado desde mi último
viaje, para ser reemplazados por coches rusos más pequeños. Al pasar
rápidamente por el Malecón ante a la Sección de Intereses de Estados
Unidos, de aspecto agresivo, donde las olas que se rompen contra la
orilla salpican a los coches de pasada, noté algo casi indescriptible
de la atmósfera en Cuba. Es la presencia palpable de una historia
arquitectónica y humana en un pequeño trozo de tierra rodeado de agua.
Incluso el visitante siente el espíritu de una cultura que proclama de
diversas maneras, “Éste es nuestro sitio especial”.
Serpenteamos a través de La Habana Vieja, y en una exposición revestida
de vidrio que hay frente al Museo de la Revolución vimos el Granma, el
barco que transportó a los revolucionarios cubanos desde México en
1956. Continuamos hacia el Palacio de Bellas Artes, con su colección de
muestras apasionadas y políticas que es un corte transversal de la
profunda reserva de talento de Cuba. Luego visitamos el Instituto
Superior de Artes y después fuimos a cenar con el presidente de la
Asamblea Nacional, Ricardo Alarcón, y Roberto Fabelo, un pintor al que
invitaron al saber que yo había expresado aquella tarde mi aprecio por
su trabajo durante la visita al museo. A medianoche aún no había
noticias de Raúl Castro. Después nos llevaron a la casa del protocolo,
donde descansamos hasta el alba.
A mediodía del día siguiente, el reloj sonaba con machaconería en
nuestros oídos. Nos quedaban dieciséis horas en La Habana antes de que
tuviéramos que ir al aeropuerto para tomar nuestros vuelos de regreso.
Estábamos sentados alrededor de una mesa en La Castellana, un lujoso
bodegón de La Habana Vieja, con un gran grupo de artistas y músicos
que, dirigidos por el reputado pintor cubano Kcho, habían establecido
la Brigada Martha Machado, una organización de voluntarios que ayuda a
las víctimas de los huracanes Ike y Gustav en la Isla de la Juventud.
La brigada tiene pleno apoyo de dinero, aviones y personal del
gobierno, algo que habría sido la envidia de nuestros voluntarios en la
Costa del Golfo después del huracán Katrina. También se juntó con
nosotros para el almuerzo Antonio Castro Soto del Valle, un apuesto
joven de carácter modesto, de 39 años, que es hijo de Fidel. Antonio,
que estudió Medicina, es el médico del equipo nacional de béisbol de
Cuba. Tuve una breve pero agradable charla con él y volví a repetirle
nuestro deseo de ver a Raúl.
El reloj ya no sonaba, aporreaba. Omar me dijo que dentro de muy poco
conoceríamos la decisión del presidente. Con los dedos cruzados,
Douglas, Hitch, Fernando y yo volvimos a la casa del protocolo para
hacer nuestras maletas de antemano. A las 6 de la tarde nos quedaban
diez horas. Yo estaba sentado abajo, en la sala de estar, leyendo bajo
la brumosa luz del ocaso de la tarde. Hitch y Douglas estaban arriba en
sus habitaciones, supongo que durmiendo la siesta para vencer la
ansiedad. Y en el sofá, a mi lado, Fernando roncaba.
Entonces apareció Luis ante nuestra puerta de entrada, que estaba
abierta. Lo miré por encima de mis gafas mientras me hacía un gesto muy
directo. Sin palabras, señalé con el dedo hacia la parte de arriba de
las escaleras, donde estaban acostados mis compañeros. Pero Luis meneó
la cabeza como si se estuviese disculpando.
–Sólo usted –dijo.
El presidente había tomado su decisión.
Pude escuchar en mis oídos el eco de las dudas de Hitch, “son muy pocas
las veces que los problemas vienen solos”. ¿Se refería a mí? Et me,
Bruto? En cualquier caso, me eché la mano a mi bolsillo trasero para
asegurarme de que tenía mi libreta de notas venezolanas, busqué mi
pluma, agarré mis gafas y salí con Luis. Justo antes de cerrar la
portezuela del coche que nos estaba esperando, escuché la voz de
Fernando que me llamaba:
–¡Sean!
El coche arrancó.
Voy a ver al mago
En Estados Unidos el presidente cubano Raúl Castro, antiguo ministro de
Defensa de la isla, está considerado como un “frío militarista” y un
“títere” de Fidel. Pero el joven revolucionario con coleta de la Sierra
Maestra está demostrando que las serpientes se equivocan. Por cierto,
el “raulismo” está creciendo junto con un reciente auge económico
industrial y agrícola. El legado de Fidel, como el de Chávez, dependerá
de la sostenibilidad de una revolución flexible, que pueda sobrevivir a
la partida de su líder por muerte o renuncia. Fidel ha sido subestimado
una vez más por el Norte. Al elegir a su hermano Raúl ha puesto las
decisiones políticas diarias de su país en una manos formidables. En un
informe del Consejo de Asuntos Hemisféricos, el portavoz del
Departamento de Estado, John Casey, reconoció que el raulismo podría
llevar a una “mayor apertura y libertad para el pueblo cubano”.
Muy pronto me veo sentado a una pequeña mesa lustrada en un despacho del gobierno, con el presidente Castro y un traductor.
–Fidel me llamó hace un momento -me dice–. Quiere que lo llame después de que hayamos hablado.
Hay un humor en la voz de Raúl que recuerda una vida de afectuosa tolerancia por el ojo vigilante de su gran hermano.
–Quiere saber todo sobre lo que hablamos –dice con risita de sabio–.
Nunca me gustó la idea de conceder entrevistas –añade–.Uno dice muchas
cosas, pero cuando se publican aparecen recortadas, condensadas. Las
ideas pierden su significado. Me han dicho que sus películas son
largas. Quién sabe si su periodismo será largo también.
Le prometo que escribiré lo más rápido posible y que imprimiré todo lo
que escriba. Me dice que ha prometido informalmente a otros su primera
entrevista como presidente y, como no quiere multiplicar lo que podría
ser interpretado como un insulto, me ha escogido a mí solo, sin mis
compañeros.
Castro y yo compartimos sendas tazas de té.
–Hoy hace cuarenta y seis años, exactamente a esta hora, movilizamos
las tropas. Almeida en el Oeste, Fidel en La Habana, yo en Oriente. A
mediodía habían anunciado que en Washington el presidente Kennedy iba a
pronunciar un discurso. Fue durante la crisis de los misiles.
Preveíamos que el discurso sería una declaración de guerra. Después de
su humillación en la Bahía de Cochinos, la presión de los misiles [que
según afirma Castro eran estrictamente defensivos] representaría una
gran derrota para Kennedy. Kennedy no toleraría esa derrota.
Hoy
estudiamos con mucho cuidado a los candidatos en Estados Unidos,
estamos centrados en McCain y Obama. Miramos con lupa todos sus viejos
discursos. En particular los pronunciados en Florida, donde oponerse a
Cuba se ha convertido en un negocio rentable para muchos. En Cuba
tenemos sólo un partido, pero en Estados Unidos hay muy poca
diferencia. Ambos partidos son una expresión de la clase gobernante.
Dice que los miembros actuales del lobby cubano de Miami son
descendientes de la riqueza de la era de Batista o terratenientes
internacionales “que sólo pagaron centavos por su tierra” mientras Cuba
estaba bajo el dominio absoluto de Estados Unidos durante sesenta años.
–La reforma agraria de 1959 fue el Rubicón de nuestra Revolución. Una
sentencia de muerte para nuestras relaciones con Estados Unidos.
Castro parece estudiarme mientras toma otro sorbo de té.
–En aquel momento no se discutía de socialismo ni de ningún trato de Cuba con Rusia. Pero la suerte estaba echada.
Después de que el gobierno de Eisenhower atentó contra dos barcos con
un cargamento de armas que iban a Cuba, Fidel extendió su mano a
antiguos aliados. Dice Raúl:
–Se las pedimos a Italia. ¡No! Se las pedimos a Checoslovaquia. ¡No!
Nadie nos daba armas para defendernos, porque Eisenhower los había
presionado. Así que cuando Rusia nos las dio no tuvimos tiempo para
aprender a utilizarlas antes de que Estados Unidos nos atacase en la
Bahía de Cochinos.
Se ríe y se dirige a un servicio adyacente, desapareciendo un momento
tras una pared, tras lo cual vuelve de inmediato a la sala, y bromea:
–A los 77 años es culpa del té.
Bromas aparte, Castro se mueve con la agilidad de un hombre joven. Hace
ejercicio a diario, sus ojos brillan al mirar y su voz es potente.
Reanuda la conversación donde la dejó.
–Sabes, Sean, hay una famosa fotografía de Fidel de cuando la invasión
de Bahía de Cochinos. Él está parado frente a un tanque ruso. Todavía
no sabíamos ni siquiera como dar marcha atrás con aquellos tanques –se
ríe–. ¡La retirada no está entre nuestras opciones!
Raúl Castro se muestra cálido, abierto, lleno de energía e hace alarde de una aguda inteligencia.
Retomo el asunto de las elecciones estadounidenses y le repito la pregunta que Brinkley le hizo a Chávez:
–¿Aceptaría Castro una invitación a Washington para reunirse con el
presidente Obama, suponiendo que gane, sólo pocas semanas después?
Raúl Castro reflexiona:
–Es una pregunta interesante –dice, y se sume en un largo, incómodo
silencio, hasta que termina por añadir–: Estados Unidos tiene el
proceso electoral más complicado del mundo. Hay ladrones electorales
con mucha experiencia en el lobby cubano-americano de Florida…
Lo interrumpo:
–Creo que ese lobby se está deshaciendo -y entonces, con la seguridad
de un optimista a toda prueba, continúo–: Obama va a ser nuestro
próximo presidente.
Castro sonríe, al parecer a causa de mi candidez, pero su sonrisa desaparece mientras dice:
–Si no lo matan antes del 4 de noviembre será su próximo presidente.
Le señalo que todavía no ha respondido a mi pregunta sobre el encuentro en Washington.
–Sabe –dice–, he leído las declaraciones que ha hecho Obama sobre que mantendrá el bloqueo.
Hago un breve comentario:
–Utilizó la palabra embargo.
–Sí –dice Castro–, el bloqueo es un acto de guerra, así que los
estadounidenses prefieren hablar de embargo, una palabra que se utiliza
en documentos legales… Pero, en cualquier caso, sabemos que se trata de
lenguaje preelectoral y que también ha dicho que está dispuesto a
discutir con cualquiera.
Raúl interrumpe su propio discurso:
–Probablemente estés pensando, vaya, el hermano habla tanto como Fidel
–nos reímos los dos–. No suele ser así, pero ya sabes, Fidel… una vez
había una delegación aquí, en esta sala, de China. Varios diplomáticos
y un joven traductor. Creo que era la primera vez que el traductor
estaba con un jefe de Estado. Habían tenido un vuelo muy largo y
estaban bajo los efectos del desfase horario. Fidel, por supuesto, lo
sabía, pero siguió hablando durante horas. Pronto, a uno que estaba al
final de la mesa, justo ahí [señala una silla cercana] se le empezaron
a cerrar los ojos. Luego a otro, y a otro. Pero Fidel seguía hablando.
No pasó mucho tiempo hasta que todos, incluido el de más rango, al que
Fidel le había estado dirigiendo directamente la palabra, estaban
roncando. Así que Fidel volvió los ojos hacia el que estaba despierto,
el joven traductor, y siguió conversando con él hasta el amanecer.
A aquellas alturas de la historia, tanto Raúl como yo nos
desternillábamos de risa. Yo sólo me había reunido una vez con Fidel,
cuya mente asombrosa y cuya pasión eran un manantial de palabras. Pero
me bastó como muestra. El único que no se reía cuando Raúl Castro
retomó el hilo fue nuestro traductor.
–En mi primera declaración después de que Fidel cayera enfermo dije que
estamos dispuestos a discutir sobre nuestras relaciones con Estados
Unidos de igual a igual. Más tarde, en 2006, lo dije de nuevo en un
discurso en la Plaza de la Revolución. Los medios estadounidenses se
burlaron diciendo que yo estaba aplicando cosmética a la dictadura.
Le ofrezco otra oportunidad de hablar al pueblo estadounidense. Responde:
–Los estadounidenses son nuestros vecinos más inmediatos. Deberíamos
respetarnos. Nosotros no hemos tenido nunca nada contra el pueblo
estadounidense. Unas buenas relaciones serían mutuamente ventajosas.
Quizá no podamos resolver todos nuestros problemas, pero podremos
resolver muchos de ellos.
Hace una pausa y medita lentamente un pensamiento.
–Voy a decirle algo que no he dicho nunca antes en público. En algún
momento alguien del Departamento de Estado lo filtró, pero lo
silenciaron de inmediato por miedo al electorado de Florida, aunque
ahora, cuando se lo diga, el Pentágono pensará que soy indiscreto.
Contengo la respiración mientras espero sus palabras.
–Desde 1994 hemos estado en contacto permanente con los militares
estadounidenses, por acuerdo mutuo secreto –me dice Castro–. Se basó en
la premisa de que discutiríamos asuntos únicamente relacionados con
Guantánamo. El 17 de febrero de 1993, tras una petición de Estados
Unidos de que discutiésemos asuntos relacionados con localizadores de
boyas para la navegación de barcos en la bahía, fue el primer contacto
en la historia de la Revolución. Entre el 4 de marzo y el 1 de julio
tuvo lugar la crisis de los balseros. Se estableció una línea directa
entre nuestros dos ejércitos y el 9 de mayo de 1995 nos pusimos de
acuerdo para celebrar reuniones mensuales con altos cargos de ambos
gobiernos. Hasta la fecha, ha habido 157 reuniones y todas ellas están
grabadas. Las reuniones tienen lugar el tercer viernes de cada mes.
Alternamos las localizaciones entre la base estadounidense en
Guantánamo y el territorio cubano. Hemos realizado maniobras conjuntas
de respuesta a emergencias. Por ejemplo, prendemos un fuego y los
helicópteros estadounidenses traen agua de la bahía, de concertación
con helicópteros cubanos. [Antes de esto] la base estadounidense en
Guantánamo sólo había creado caos. Habíamos perdido guardias
fronterizos y tenemos pruebas gráficas de ello. Estados Unidos había
alimentado la emigración ilegal y peligrosa y sus guardacostas
interceptaban a los cubanos que trataban de abandonar la isla. Los
traerían a Guantánamo e iniciamos una mínima cooperación. Pero nosotros
dejaríamos de guardar nuestra costa. Si alguien quería irse, les
dijimos, que se fuera. Y así, con los asuntos de navegación empezamos a
colaborar. Ahora, en las reuniones de los viernes siempre hay un
representante del Departamento de Estado –No da ningún nombre.
Continúa–: El Departamento de Estado tiene tendencia a ser menos
razonable que él Pentágono. Pero ninguno levanta la voz porque… yo no
participo. Porque yo hablo fuerte. Es el único lugar en el mundo donde
esos dos militares se reúnen en paz.
–¿Y qué pasa con Guantánamo? –le pregunto.
–Le diré la verdad –dice Castro–. La base es nuestro rehén. Como
presidente digo que Estados Unidos debe irse. Como militar digo que los
dejemos quedarse.
En mi interior empiezo a preguntarme si está a punto de revelarme una
gran noticia. ¿O será de poca importancia? Nadie debería sorprenderse
de que los enemigos se hablen por detrás del escenario. Lo que sí es
una sorpresa es que me lo esté contando. Y, con ello, doy un rodeo y
regreso al asunto de un encuentro con Obama.
–En el caso de que se celebrase una reunión entre usted y él próximo presidente, ¿cuál sería la primera prioridad de Cuba?
Sin dudarlo, responde:
–Normalizar el comercio.
La indecencia del embargo estadounidense contra Cuba nunca ha sido más
evidente que ahora, en la estela de tres huracanes devastadores. Las
necesidades del pueblo cubano nunca han sido más desesperadas. El
embargo es sencillamente inhumano y totalmente improductivo. Raúl
continúa:
–La única razón del embargo es hacernos daño. Nada puede disuadir a la
Revolución. Dejemos que los cubanos vengan de visita con sus familias.
Dejemos que los estadounidenses vengan a Cuba.
Parece como si estuviera diciendo, dejémoslos venir a ver esta terrible
dictadura comunista de la que no cesan de escuchar en la prensa, donde
incluso representantes del Departamento de Estado y destacados
disidentes reconocen que en unas elecciones libres y abiertas en Cuba,
el Partido Comunista que gobierna obtendría hoy el 80% de los votos. Le
enumero una lista de varios conservadores estadounidenses que han
criticado el embargo, desde el fallecido economista Milton Friedman a
Colin Powell, pasando incluso por el senador republicano de Texas Kay
Bailey Hutchison, quien dijo, “Hace tiempo que vengo pensando que
deberíamos buscar una nueva estrategia para Cuba. Y ésta consiste en
establecer más comercio, sobre todo comercio de productos alimentarios,
especialmente si podemos ofrecer al pueblo más contacto con el mundo
exterior. Y si podemos remontar la economía eso podría servir para que
la gente fuera más capaz de luchar contra la dictadura.”
Ignorando el desaire, Castro replica con descaro:
–Aceptamos el reto.
A estas alturas ya hemos pasado del té al vino tinto y a la cena.
–Déjame decirte algo –dice–. Hemos hecho nuevas prospecciones, según
las cuales hay grandes posibilidades de reservas de petróleo en nuestro
litoral, que las compañías estadounidenses podrían venir a perforar.
Podemos negociar. Estados Unidos está protegido por las mismas leyes
comerciales cubanas que protegen a cualquier otro país. Quizá pueda
haber reciprocidad. Hay 110.000 km cuadrados de mar en el área
dividida. Dios no sería justo si no nos concediese algún petróleo. No
creo que nos prive de esa manera.
De hecho, el US Geological Survey calcula que en el área hay reservas
de nueve mil millones de barriles de petróleo y 31 billones de pies
cúbicos de reservas de gas natural en la cuenca marítima del norte de
Cuba. Ahora que han mejorado las inestables relaciones con México de
los últimos tiempos, Castro está tratando también de mejorarlas con la
Unión Europea.
–Las relaciones con la EU deberían mejora cuando se vaya Bush –dice confiado.
–¿Y con Estados Unidos? –le pregunto.
–Escucha –dice–, tenemos tanta paciencia como los chinos. El 77% de
nuestra población ha nacido después del bloqueo. Soy el ministro de
Defensa que más ha durado en toda la historia. Cuarenta y ocho años y
medio hasta el pasado octubre. Por eso visto este uniforme y sigo
trabajando en mi antiguo despacho. No hemos tocado nada en el despacho
de Fidel. En las maniobras militares del Pacto de Varsovia yo era el
más joven y el que más tiempo estaba en el cargo. Luego fui el más
antiguo y sigo siendo el que más tiempo estuvo. Iraq es un juego de
niños en comparación con lo que le pasaría a Estados Unidos si
invadiese Cuba. –Tras un sorbo de vino, Castro añade–: prevenir una
guerra equivale a ganarla. Ésa es nuestra doctrina.
Una vez terminada la cena, el presidente y yo salimospor de unas
puertas correderas de vidrio a una terraza que parece un invernadero
con plantas tropicales y pájaros. Mientras continuamos paladeando el
vino, dice:
–Hay una película americana en la que la elite está sentada en torno a
una mesa y trata de decidir quién será el próximo presidente. Miran por
la ventana y ven al jardinero. ¿Sabe a qué película me refiero?
–Being There – digo.
–¡Eso! –responde Castro con excitación–- Being There. Me gustó mucho.
Con Estados Unidos existe cualquier posibilidad objetiva. Los chinos
dicen: “En el camino más largo uno empieza con el primer paso”. El
presidente de Estados Unidos debería dar ese primer paso, pero sin
amenazar nuestra soberanía. Eso no es negociable. Podemos exigir sin
decirle al otro lo que tiene que hacer dentro de sus fronteras.
–Señor Presidente –digo–, durante el último debate presidencial en
Estados Unidos vimos cómo John McCain alentaba el acuerdo de libre
comercio con Colombia, un país conocido por su