|
10/12/2008 - 8:07am (GMT-4)
El escritor colombiano Gabriel García
Márquez es una presencia familiar en los festivales de cine de La
Habana, una especie de ángel tutelar que acude año tras año a rendir
tributo a una vocación entrañable y frustrada.
Nada más natural, entonces, que esté aquí, para festejar los
30 años de la muestra-certamen cuyo sendero ha seguido paso a paso.
Como cada diciembre viene a impartir un taller de guiones a estudiantes
de la Escuela Internacional de Cine y Televisión de San Antonio de los
Baños.
Es un ritual que le place tanto a él como a los cubanos y al
que muchos quisiéramos asistir de incógnito por el puro disfrute de
escucharlo hablar de cine mientras desovilla los hilos de “Cómo contar
un cuento” para reivindicar un oficio que exige de quienes lo cultivan
una humildad absoluta porque su destino “está en la gloria secreta de
la penumbra”.
A esa Escuela de la que es fundador, entre otros, junto al
argentino Fernando Birri y el brasileño Nelson Pereira dos Santos, lo
ligan lazos de hermandad, de sangre diríase.
Son los mismos que lo atan a la Fundación del Nuevo Cine
Latinoamericano, presidida por él desde que nació el 4 de diciembre de
1985. Doce meses fue el después bautizo en la Quinta Santa Bárbara,
antigua residencia de Flor Loynaz, miembro de una prestigiosa familia
de intelectuales cubanos.
Ella la había recibido, en 1939, como regalo de bodas de su
novio, el arquitecto Felipe Gardyn. García Márquez la encontró al azar,
cuando ya había sido nombrado presidente de la Fundación, que empezó a
funcionar desde el primer momento, aun sin sede.
El gobierno de la isla la adquirió comprándola a la que
entonces era su heredera, la poeta Dulce María Loynaz. El Instituto
Cubano del Arte e Industria Cinematográficos asumió la restauración.
Fue allí donde Tomás Gutiérrez Alea filmó Los
sobrevivientes, “una película (…) que no es una verdad más en la
historia de la imaginación ni una mentira menos de la historia de Cuba,
sino parte de esta tercera realidad entre la vida real y la invención
pura, que es la realidad del cine”, dijo García Márquez en sus palabras
de apertura.
“De modo que pocas casas como ésta podrían ser tan propicias
para emprender desde ella nuestro objetivo final, que es nada menos que
el de lograr la integración del cine latinoamericano. Así de simple, y
así de desmesurado.
“Y nadie podría condenarnos por la simpleza sino más bien
por la desmesura de nuestros pasos iniciales en este primer año de vida
que, por casualidad, se cumple hoy, día de Santa Bárbara, que también
por artes de santidad o de santería es el nombre original de esta
casa”, añadió.
Aunque su aspiración de ser cineasta no germinó –para
convertirse, a cambio, en uno de los narradores más universales en
lengua hispana-, Gabo no cesó de persistir en su apego al cine, desde
los tiempos remotos en que el coronel Nicolás Márquez lo llevó a ver,
por primera vez, las películas de vaqueros, en su natal Aracataca.
Como él mismo recuerda, lo deslumbraron los personajes que
vivía su vida frente a él, cuyo soplo de humanidad lo rozaba con un
aliento cálido. Movido por la curiosidad, quiso saber si de verdad eran
de carne y hueso tras el velo de la pantalla y su confusión fue muy
grande cuando sólo vio las mismas imágenes al revés.
Al descubrir al fin cómo funcionaba el milagro, quedó
atrapado en sus redes de encantamiento y misterio. Fue un flechazo de
esa pasión abrasadora que crece sin cesar, para la cual no hay cura ni
remedio.
Ya como periodista del diario bogotano El espectador,
comenzó a escribir durante un año, una columna para comentar las
películas exhibidas, y cuando el periódico lo envió a Europa como
enviado especial, viajó desde Ginebra a Roma con la ilusión de conocer
a Cesare Zavattini, uno de los artífices mayores del neorrealismo
italiano.
Como muchos otros, apenas alcanzó a verlo de lejos, pero no
importaba. Entre 1952 y 1955 estudió en el Centro Experimental de
Cinematografía de Roma. “Entonces no quería más en esta vida que ser el
director de cine que nunca fui”.
A México llegó el 2 de julio de 1961 con el propósito
definido de materializar ese anhelo candente y, al principio, trabajó
para una productora mexicana y compuso con Carlos Fuentes el guión de
El gallo de oro, la versión fílmica del cuento de igual nombre de Juan
Rulfo.
Fue un tránsito breve por los sets de rodaje hasta que
decidió volcarse de lleno en la literatura, un derrotero emprendido
desde mucho antes, con la pasión de sus años juveniles, y en el cual
navega hasta hoy con la misma impaciencia del corazón y ese susto
equivalente al del amor con que se entrega en brazos de la página o la
pantalla en blanco cada día.
Durante todo este tiempo el séptimo arte lo siguió
acompañando como un fantasma tenaz, no siempre placentero. El mismo lo
resumió con una elocuencia certera: A diferencia de la música, mis
relaciones con el cine son las de un matrimonio mal avenido, no puedo
vivir sin el ni con el tampoco “y a juzgar por la cantidad de ofertas
que recibo de los productores, también al cine le ocurre lo mismo
conmigo”.
Sus libros y argumentos, menos Cien años de soledad -esa
novela magistral que es como síntesis de casi todas las novelas
imaginadas-, han sido trasladados a la pantalla con desigual fortuna
por realizadores como el italiano Francesco Rossi (Crónica de una
muerte anunciada) y los colombianos Jorge Alí Triana (Tiempo de morir)
y Lisandro Duque (Milagro en Roma).
A ellos se suman el fallecido director cubano Tomás
Gutiérrez Alea (Cartas en el parque) y el mexicano Jaime Humberto
Hermosillo (María de mi corazón), sin contar las historias o argumentos
trasvasados a la televisión como El verano de la señora Forbes, con la
alemana Hanna Schygula en el papel protagónico.
El más reciente intento fallido fue la versión de El amor en
los tiempos del cólera, del británico Mike Newell, quien no pudo
atrapar el pulso vibrante de una historia de amor que, desde la página
escrita, convierte al lector en cómplice fervoroso, en aliado de esos
amores que sólo podrán saciarse en el otoño de la vida.
De nada le valió a Newell un actor de la estirpe del español
Javier Bardem, en el rol de Florentino Ariza, ni tampoco el rodaje en
las calles de Cartagena de Indias, con su atmósfera a medias celestial
a medias terrena. El celuloide solo entrega una historia mustia, con el
decoro de una factura digna.
De ese muestrario del celuloide emergen las cintas filmadas
por el mozambicano radicado en Brasil, Ruy Guerra, quien se atrevió a
poner en la piel de la abuela desalmada de Eréndira a la actriz griega
Irene Papas, físicamente en las antípodas del personaje, pero con un
fuego de huracán desmandado capaz de suplir los límites casi siempre
esquemáticos de lo aparente.
Otra alianza feliz es la enlazada con Jaime Humberto
Hermosillo en María de mi corazón, en cuyo guión García Márquez trabajó
a pie de página con Hermosillo, hasta darle su redondez definitiva. Fue
una aventura con un presupuesto mínimo de 80 mil dólares y todo el
equipo asumiendo el proyecto como propio.
Es excelente y brutal a la vez, dijo Gabo cuando vio
respirando en imágenes la historia que le habían contado años atrás en
Barcelona. “Al salir de la sala me sentí estremecido por una ráfaga de
nostalgia, dijo. Tal vez porque el rodaje se realizó en la colonia
Portales, de la capital mexicana, donde él trabajó, en una imprenta en
los años 60 del siglo pasado.
Su obra sigue tentando a los cineastas con idéntica fuerza
y, en especial, a los jóvenes como el mexicano Pedro Pablo Ibarra,
empeñado en debutar en el séptimo arte con Noticia de un secuestro, a
bordo de una coproducción en la que participarán Colombia y Argentina.
Tiene a su favor a una guionista certera, Aida Bornik.
Gabo está una vez más en La Habana, fiel a su segunda
vocación, ese violín de Ingres cuyas cuerdas pulsa a menudo con
terquedad y cariño, en esa dependencia sin tregua típica de los
matrimonios mal avenidos.
Aquí en Cuba está cimentado su sueño, multiplicado en la
Fundación y, sobre todo, en esa Escuela abierta al mundo en San Antonio
de los Baños, en la que germinan en una florescencia continua nuevas
generaciones de cineastas.
Fuente: Prensa Latina