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Escuelas cubanas que “se mantienen” con bolsillos privados

Pedirle dinero a los padres, y medir al alumno por el "aporte" dado por sus padres, no es un método que debe asumir la Educación en Cuba como vía para sortear problemas de financiamiento, y mucho menos educa al estudiante en los buenos valores.

Escuelas cubanas © Escuelas cubanas “se mantienen” con bolsillos privados
Escuelas cubanas Foto © Escuelas cubanas “se mantienen” con bolsillos privados

Este artículo es de hace 7 años

Una nota publicada en el periódico Escambray, trae de vuelta un asunto del cual, no hace muchos meses se habló bastante en las redes sociales: los padres financiando “actividades escolares” o financiando “casi” que hasta las escuelas mismas.

No mentiré yo al decir que el peor bullying (acoso escolar) que vi en mis años de estudiante adolescente, fue aquel que algunos muchachos, hijos de padres más o menos pudientes, infligían a otros niños cuyos padres, “nacidos en el seno humilde de una familia obrero-campesina”, no podían darles más que un mísero o unos míseros pesos para toda la semana en una escuela. Sí, yo viví becado "toda mi vida".

Hablemos de la etapa de la primaria, la secundaria y el Pre.

Había padres – o madres – que daban diez pesos para una fiesta, y eran en verdad muy pocos los que no daban nada.

Muy pocos maestros pedían, pero había algunos que sí lo hacían: “si quieres dar algo… lo que puedas” y en verdad el “lo que puedas” no era una mera frase para salir del padre pobretón. No. Los maestros tenían claras las diferencias, pero Dios amparara al muchachito cuyos padres no dieran. Pobre incluso – a veces - de quien diera mucho menos que otro que diera mucho más. De alguna manera la ingenuidad nos hacía delatarnos entre nosotros mismos. Jamás vi un maestro revelando a lo Wikileaks que el padre de Juancito no había dado nada, o que el regalo de Juancito por el Día del Educador había sido una basura, o había costado menos de diez pesos.

Pero los niños no tienen la culpa, y ni siquiera interesan mucho en esta historia. Vayamos al aula, a los maestros, al sistema.

Una cosa es dar diez pesos para una fiesta de curso, que incluso la maestra los pida, y otra muy diferente es que la misma maestra pida dinero para comprar un ventilador para el aula, o instrumentos de limpieza para el aula o pintura para pintar el aula, o proteste o ponga mala cara por un regalo de “Todo por un peso.”

En un país donde la educación es uno de sus baluartes fundamentales, una rama a la cual desde los mismos comienzos del proceso revolucionario se le prestó tanta atención – qué fue sino la Campaña de Alfabetización – hay que delimitar muy bien donde se traspasa la frontera de lo estrictamente necesario y esencialmente educativo, y dónde se llega a lo absurdo, a la especulación, o incluso al apartheid por lo material.

O a la sanción.

Si hay visita de la nacional, corren los de provincia; estos a su vez hacen correr a los del municipio; estos hacen correr a cada director de plantel. Los directores hacen correr a los maestros; los maestros a los alumnos, y estos a quién sino: ¡a sus padres!

La cadena poco a poco va buscando el eslabón más débil, en busca del responsable por el cual el aula no está bien pintada, o las sillas de madera están rotas.

A ningún profesor, a ningún director de escuela, a ningún metodólogo, y a nadie se le ocurriría culpar al sistema de financiamiento del estado. Nuestro país, durante años, nos ha exigido soluciones y respuestas, es verdad, pero el Estado “por culpa del bloqueo”, muchas veces ha ido delegando responsabilidades y funciones en aquellos que “por tradición” decidieron hacer un poquito más de lo que les tocaba. Ojo, la iniciativa individual siempre es aceptada.

Lo que no puede aceptarse es que determinados maestros – y ya son muchos –, sancionen a sus alumnos, les prohíban entrar al aula, o marginen dentro de su propio colectivo a aquellos muchachos que no pudieron aportar cinco pesos para determinada tarea que, en un final, no les corresponde a ellos resolver. Ni tampoco a sus padres. O peor: hagan diferencias a la hora de enseñar entre, el que regala un perfume de 20 cuc y el que regala uno de 3.85 en el Día del Educador.

Tuve muy buenos maestros a los cuales no recuerdo haberles regalado mucho o casi nada. Agradecimiento eterno sí. Mi Yolanda, mi Conchita, y mi Graciela (por mencionar apenas tres nombres), me acompañarán el resto de mi vida y mi agradecimiento será infinito donde quiera que esté, o hable de ellas.

En cuanto a mis colegas de estudio… conozco muy buenos profesionales que subsistieron a cualquier debacle futura, merendando queque durante una semana entera; estudiando en aulas sin ventilador ni aire acondicionado, tomando agua de la pila toda embarrada de fango, y estudiando a la luz de la luna por culpa de los apagones.

Prefiero terminar con fragmentos del artículo que me inspiró estas líneas:

“(…) las nostalgias vuelven por los días de la austeridad, cuando un detalle era más que suficiente para el profe en la jornada del educador, cuando uno llegaba a la casa con el cuello de la camisa como si hubiese mataperreado en vez de estudiar, cuando bastaban sillas, mesas y pizarras en buenas condiciones para aprender, pese a las ventanas desvencijadas o la puerta con comején.

Pese a las carencias, eran aulas. Aula, el lugar sagrado para descubrir la vida, no instalaciones signadas por una comodidad desmedida que, a fin de cuentas, no garantiza la aprehensión de conocimientos.”

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