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Orlando Ortega y el absurdo de la oncena valla

Orlando Ortega, vallista de origen cubano que obtuvo la nacionalidad española en el verano de  2015 ha despertado el fuego de morteros. Un nutrido batallón de artillería se inflama por estos días contra el subcampeón olímpico de Río 2016. ¿Su pecado? Pasar de largo ante el ofrecimiento de una bandera cubana después de la final, cuando él –según sus propias palabras– buscaba la de España para festejar el subtítulo.

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Este artículo es de hace 7 años

Orlando Ortega, vallista de origen cubano que obtuvo la nacionalidad española en el verano de 2015 ha despertado el fuego de morteros. Un nutrido batallón de artillería se inflama por estos días contra el subcampeón olímpico de Río 2016. ¿Su pecado? Pasar de largo ante el ofrecimiento de una bandera cubana después de la final, cuando él –según sus propias palabras– buscaba la de España para festejar el subtítulo.

Ese gesto –personal donde los haya– ha desatado la ofensiva. Una ofensiva que por momentos tiene ribetes de rabia ultramambisa. Ortega es atacado por una supuesta afrenta a la bandera –que es en realidad, la afrenta a la interpretación cooperativizada que muchos tienen y quieren imponer de ella–. Orlando es atacado por romper a golpe de decisión individual el protocolo dictado y exigido por un pacto colectivo. En consecuencia, y como si no tuviera suficiente con las diez vallas que en cada carrera tiene por delante, con las miles que le colocaron para impedir su llegada a Rio, Ortega tuvo que enfrentar –y enfrenta– el absurdo de una oncena valla.

Sanción y salida de Cuba

En junio de 2013, Orlando Ortega, sexto lugar en la olimpiada de Londres 2012 cuando aún competía por Cuba, es sancionado por la Federación Cubana de Atletismo (FCA) debido a su negativa de participar en el World Challenge de Moscú. Hasta hoy, ni la federación ni el atleta han revelado los motivos de aquella negativa. Los problemas con Orlando Ortega tienen antecedente en el (mal)trato que en 2012 recibió Dayron Robles, campeón olímpico y as de las vallas cubanas. Orlando está allí y observa todo. Dayron es su amigo y guía.

La sanción de seis meses impediría la participación de Ortega en el Campeonato Mundial de Rusia, a celebrarse en agosto de ese año. A última hora (22 de julio) la FCA levanta el castigo pero el poco tiempo de preparación pasa factura al vallista. Ortega, que tenía un 13.08 como su mejor marca del año, no pasa de la ronda eliminatoria, registrando un crono de 13,69. Días después la FCA informa de su deserción. Fiel a su estilo, la Federación y el aparato comunicativo del estado cubano excomulgan al vallista.

España y la espera

Después de su deserción Ortega llega a España vía Onteniente. Comienza entonces una larga batalla por conseguir la nacionalización y sobre todo por el sueño de volver a las pistas, especialmente a las olímpicas. La federación cubana hace de todo para impedirlo, la española –claro está– de todo para lograrlo. En julio de 2015, Ortega junto al gimnasta guineano Thierno Boubacar y su compatriota Javier Sotomayor, ícono del atletismo cubano, recordista del mundo y Premio Príncipe de Asturias, reciben la nacionalidad española, concedida mediante carta de naturaleza. Hasta llegar a Rio 2016, Orlando repetirá en cada entrevista o declaración que quiere dar algo grande a España por la oportunidad que le ha dado de volver y competir al mayor nivel.

Río, la final y la oncena valla

Es 29 de Julio de 2016, Orlando Ortega que ya posee el record nacional español, cumple 25 años. Falta una semana para la ceremonia de apertura de los Juegos Olímpicos de Río 2016 y aún no sabe si podrá competir. Tres años de duro entrenamiento, de lucha contra las vallas burocráticas y contra las maniobras que se ejecutan para impedir su regreso olímpico, están al límite de frustrarse. Tres años, una semana.

Finalmente la IAAF y el COI otorgan el permiso. Orlando clasifica para la final, la corre y termina segundo. Es la primera medalla del atletismo español desde Atenas 2004. Pasa la décima valla, deja atrás la meta y continúa su carrera en busca de la bandera de España. De la delegación y país que ahora defiende. De camino alguien le ofrece la cubana. Él sigue de largo. Comienza allí el absurdo de la oncena valla.

Excubano

Ortega encuentra la bandera española. Se seca las lágrimas con ella –que no es limpiarse la nariz, como algunos han sugerido–, mientras es entrevistado. Recuerda la dureza de los últimos tres años, la extrema tensión antes de los Juegos. Dedica su triunfo a su familia en Cuba y Estados Unidos. Y sobre todo a su país adoptivo. Se desata un debate –ofensiva– nacionalista que tiene ápice en el calificativo de excubano que Randy Alonso, conductor de la Mesa Redonda y director del sitio digital Cubadebate –quintacolumnas de la política comunicativa del estado cubano–, utiliza en la televisión nacional para referirse a Orlando.

La discusión en torno al gesto del vallista cubano-español podría resultar superficial. Y hasta cierto punto lo es. No así, el análisis de las razones que subyacen bajo esta reacción que su gesto ha provocado. Sobre todo las de hipersensibilidad. Razones que van desde la falta de reconocimiento a la libertad individual de Ortega o de cualquier otro para definir si quiere ser, y en qué forma, cubano. Por la necesidad de estar definiendo continuamente lo cubano. Que pasan por el cooperativismo –forzado– para construir las formulaciones de país, patria y del significado de los símbolos. Razones que conducen a extremos en los que ciertos individuos o instituciones se sienten con la facultad de expropiar la condición de cubano basado en arbitrarios criterios de Estado. Irónicamente muchos de los que hoy reclaman a Ortega no quieren ser asociados con esos criterios –la arbitrariedad como patrimonio del estado– y sin embargo los han aplicado como el más ordinario de los neopavonistas gubernamentales.

Hay una diferencia crítica entre aspirar que Ortega tuviera un gesto a la bandera y condenarlo –con penas de intensidad variable– por no haberlo hecho. Yo, aldeano de su antigua aldea, habría admirado un guiño al símbolo. Yo, aldeano de su antigua aldea, no me siento con el derecho de apredrearlo por no hacerlo.

Resulta interesante esta situación. Se produce en medio de continuas invocaciones al fortalecimiento de la pluralidad de voces y criterios en torno a Cuba. Y sin embargo ¿no es la crítica al gesto de Ortega la prueba de que nuestros llamados tienen también perímetros de exclusión? Si no te detienes ante la bandera, si no la besas y reverencias como yo lo haría –en realidad es como yo quería que lo hicieras– le faltas a lo cubano. La inclusión por la que abogo, lo que es y no propio de un cubano, tiene límites en mí.

Lamentable convergencia con el sistema de medidas aplicado en múltiples ocasiones por el Estado. Ese al que permanente le reclamamos amplitudes e inclusiones. Muchas veces me pregunto si a fuerza de que nos definieran conceptos tan sensibles como país, patria, y dignidad, hemos terminado por sucumbir a la tentación de imponérselos a otros.

Nada (me) indica que Ortega, en su gesto, sea menos cubano que yo. Nada me indica que yo lo sea menos que usted. Repito, ¿quién es la referencia? Si superáramos esta distopía de magnificar los simbolismos podríamos detectar en su ratificado cariño a Artemisa, en la dedicatoria del subtítulo a hermanos, madre y abuela en Estados Unidos –nosotros también lo habríamos hecho– la reverencia a su patria, a su país. Incomodarnos porque sus fronteras nos dejan fuera es un derecho respetable. Maldecirlo, invocar a los dioses para que lo castiguen con futuras derrotas es una actitud indigna. Si así va a funcionar el cubanísimo país que los críticos de Orlando quieren crear, pues a mí también –aunque no haya rechazado la bandera– me habrán dejado fuera.

Hay quienes sugieren que el gesto del vallista fue estudiado. Una protesta pseudo encriptada contra el gobierno y la federación de atletismo cubana por su proceder desde 2013. Acto seguido lo condenan por no separar autoridades y pueblo. No me voy a extender. Leo estas teorías conspirativas y puedo imaginarme a Ortega quitándole horas a su entrenamiento con las vallas y consagrado al estudio de la semiótica. Puedo hasta culpar a esas horas por el subcampeonato olímpico. Sólo que no. A Orlando Ortega, ciudadano español, ya le han preguntado decenas de veces sobre los acontecimientos que llevaron a su salida de Cuba. Lo más cerca de una protesta o mensaje político que dejó en todo este tiempo fue, “yo no sé nada de política, yo solo quiero competir al mejor nivel”. Oportunidades ha tenido de sobra para atacar a las autoridades deportivas, y no lo ha hecho.

Hay otro nivel en este análisis que no voy a discutir por hipotético –y extremo. ¿Y si Orlando Ortega ya no quiere ser más identificado como cubano? Si fuera ese el caso, ¿es esa razón para desear que se quiebren sus piernas? ¿Ese deseo sí sería expresión de lo cubano?

El “excubano” usado en la Mesa Redonda sería anécdota si no fuera porque es expresión de una sistemática política de estado. Se equivocan los que piensan que está inflamación ante el calificativo es un ajuste de cuentas al periodista. Si las autoridades nacionales no hubiesen tratado a su emigración como excubanos durante tantos años, el término habría pasado como un desafortunado gazapo.

Pero el “excubano” de Randy Alonso no está solo. Es más, no es suyo. Está en la historia reciente. En la ausencia de la palabra emigración en el documento de Conceptualización del Modelo Económico y Social Cubano, que hoy se discute por toda la isla, y en los discursos de los principales dirigentes del país cuando se habla del futuro de Cuba. En la ausencia de programas gubernamentales para favorecer puentes con una diáspora que se estima sea superior a los dos millones de cubanos. Está, por demás, en el limitado o casi nulo reconocimiento del aporte de la emigración a la economía nacional. Eso a pesar de haberle aportado al país 3.354 millones de dólares en 2015 por concepto de remesas, según datos de The Havana Consulting Group. Está en el delay de varios días con que apareció en la prensa cubana la noticia de la crisis migratoria provocada por 8000 cubanos en la frontera de Costa Rica.

“Excubano” no es un término accidental. Más que un gazapo ha sido una práctica de estado que este episodio ha vuelto a desempolvar.

Orlando Ortega, vallista cubano nacionalizado español luce hoy un subcampeonato olímpico. Es una medalla binacional que fue celebrada bajo los colores con que fue obtenida. Yo no puedo celebrarla como mía, aunque siento como mía su pérdida en mi medallero. En cambio, haciendo uso de mi derecho a que no me cooperativicen los símbolos y las sensaciones aplaudo a Ortega. Por su origen. Por su profesionalismo. Por su calidad. Y sobre todo por haber respetado su visión personal cuando después de los 110 metros alguien –que es en realidad muchos– lo haya puesto ante el absurdo de la oncena valla.

Por: Amílcar Pérez Riverol / Foto EFE

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