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Angélica

En sus cuentos en vez de cualidades heroicas, Israel A. Moleiro resalta los defectos más íntimos de sus personajes.   

Israel A. Moleiro. © CiberCuba
Israel A. Moleiro. Foto © CiberCuba

Este artículo es de hace 6 años

Eran las cuatro de la madrugada cuando sentía los efectos relajantes de la nicotina en su cuerpo. Fumaba el último cigarrillo de la noche, desnuda, recostada a la baranda del balcón del hotel, apreciando o quizás despreciando las luces de la ciudad. Volteó la vista y observó al hombre de mediana edad que yacía en la cama. Se fijó una vez más en el anillo de compromiso que portaba, sintió una sensación de asco seguida por una de satisfacción. Otro marido infiel de los muchos con que se había acostado este año. Uno más que había infectado con el virus.

—Vuelve a la cama, belleza. —le dijo el hombre —¿Cómo dijiste que te llamabas?

—Angélica —le contestó mientras se vestía —y no puedo quedarme, mañana trabajo temprano, pero anoté el número de tu oficina. Te llamo.

Con esa pequeña mentira se marchó de la habitación y tomó un taxi de regreso a su apartamento, como de costumbre. El taxista, por fortuna, no era uno de esos habladores. Esto le permitió contemplar con tranquilidad la infraestructura de aquella inmensa ciudad que tanto le faltaba por conocer. En eso andaba cuando detuvo la mirada en un cartel que marcaba la fecha: viernes, 7 de diciembre de 1985. Se cumplía un año desde que había abandonado su pueblo y dejado atrás a todos los que vivían en él. Por el resto del camino no pudo evitar pensar en los acontecimientos que la llevaron hasta ese preciso instante.

Apenas tenía veintiún años cuando fue diagnosticada. Siempre había sido enfermiza, propensa a alergias e infecciones, pero en los meses previos su salud se había deteriorado más de lo normal. Con cada calle que pasaba en el taxi le llegaba una nueva imagen a la cabeza. Veía al joven Dr. Aquino mostrándole los exámenes de sangre e intentando explicarle lo que conllevaba tener tal virus. Síndrome de Inmunodeficiencia Adquirida, eran las únicas palabras que retumbaban en sus oídos. A su pueblo ya habían llegado noticias de esa enfermedad que tarde o temprano mataba a los que la contraían.

Su cerebro primero quiso rechazar la información, sin embargo, sabía cómo había sucedido. Ese mismo mes había descubierto que su novio de toda la vida le era infiel con numerosas mujeres. Incluso de que estaba enamorado, por ridículo que pareciera, de una prostituta en un pueblo vecino. El único hombre en el que había confiado la traicionó justo como su padre había traicionado a su madre cuando ella era pequeña. "Nunca confíes en ninguno", le aconsejaba ella "la lealtad de los hombres termina donde comienzan nuestras piernas".

Si bien las acciones de su novio en aquel momento la hirieron, el diagnóstico le provocó un efecto muy diferente: ni tristeza ni desilusión. Era un sentimiento inexplicable. No lloró ni confrontó a su novio. ¿Qué caso tendría? Tampoco deseó contárselo a nadie ni siquiera a su madre. Esa misma noche empacó sus cosas y partió hacia la ciudad.

—Hemos llegado. —dijo el taxista, irrumpiendo el silencio.

—Gracias. —respondió buscando su monedero en la cartera.

—No te preocupes por el dinero. Eres muy bonita como para estar durmiendo sola. ¿Qué te parece si me pagas de otra manera?

Angélica lo miró estupefacta, mas el anillo que llevaba en la mano izquierda le cambió la expresión. Nunca cesaban de sorprenderla.

—Ja, ja, tiene usted razón, pero es que no suelo pasar la noche con desconocidos. —dijo coqueteando.

—Venga, ­­—le respondió con una sonrisa el taxista. —que ambos sabemos que no estabas rezando en el hotel donde te recogí.

—¿Pues qué caso tiene aparentar? —preguntó devolviéndole el gesto.— bueno, pues suba a ver si es verdad que me puede calentar.

El taxista aparcó sin titubear.

—Hombres, ­—pensó. ­­—siempre tan fáciles, tan predecibles.

Su segunda víctima de la noche ya se vestía. El reloj marcaba las seis de la mañana y decidió sentarse en su balcón para presenciar el amanecer. Sonrió al escuchar la puerta abrirse y cerrarse. El taxista se había largado sin mencionar una sola palabra. Después de todo no le cayó tan mal aquel hombre, misterioso y directo al grano. Al menos no era como los otros que intentaban enamorarla o, peor aún, como los que le confesaban lo mucho que detestaban a sus esposas y de sus planes para abandonarlas. Con estos últimos tenía sexo dos o tres veces solo para asegurarse de contagiarlos. Ninguno usaba protección, tan ignorantes, creyendo que la epidemia afectaba solo a los homosexuales. Regresó a la cama e intentó recordar las caras de los maridos desleales con que se había acostado, pero como si fuera una niña contando docenas de ovejas, se quedó dormida.

El Rubix Cube estaba totalmente lleno, la música combinada a la perfección con el juego de luces y el humo marcaban el comienzo de otro espectáculo en su discoteca preferida. Después de haber dormido todo el día, Angélica se sentía lista para otra noche productiva. Allí, recostada a la barra con su trago predilecto en mano, inspeccionaba el local en busca de la mejor víctima posible, cuando…

— ¡Angélica! ­­—le gritó una voz que a pesar del ruido le pareció conocida. —¡Angélica! ¡Oh, Dios mío! ¿Realmente eres tú?

El hombre no había finalizado de decir estas palabras cuando Angélica comenzó a correr hacia la salida trasera, atropellando a todo aquel que interfiriera en su camino. Tan grande que era el mundo, tantos millones de personas que vivían en la ciudad, si es que debía de haber otros cientos de bares y discotecas. ¿Pero qué diablos hacia allí el Dr. Aquino?

La puerta trasera conectaba los dos universos, el de las luces y la música con el de la oscuridad y el silencio del callejón donde fue finalmente alcanzada.

—¡Espera! —exclamó el Dr. Aquino agarrándola del brazo

—¡Suélteme! ¿Qué hace usted aquí? ¿Por qué me persigue? ¿Acaso no se dio cuenta de que no quiero verlo?

—Pero Angélica…

—¡Pero nada! ¡Qué me suelte le dije!

—¡No te puedo soltar! Sé que no es nada profesional lo que hago, pero tu caso me ha perturbado por más de un año. Vine a tomarme unas vacaciones en la ciudad, mas ahora que te veo… Necesitamos hablar.

—¡No hay nada que me pueda decir! ¿No ve que no quiero ni su ayuda ni sus tratamientos ni su lástima? ¿Qué esperaba? ¿Qué me quedara en el pueblo a esperar mi muerte? No, doctor, he venido a la ciudad a vengarme de cuantos la muerte me permita. Déjeme en paz, por favor.

—Pero, Angélica­­, —dijo contrariado, casi balbuceando el joven doctor.— tu análisis de sangre estaba contaminado, fue un falso positivo…

Israel A. Moleiro nació el 7 de octubre de 1994 en La Habana, Cuba. A los 21 años obtuvo su licenciatura en Economía por la Universidad de Carolina del Norte en Chapel Hill. Actualmente trabaja para el Programa de Manejo de Finanzas de General Electric. Desde pequeño le fascinaron las historias de suspenso, de finales inesperados y, sobre todo, de las imperfecciones humanas. Mientras los niños de su edad idolatraban héroes, a Israel le cautivaban los villanos, en especial los que tenían algún que otro desorden psicológico. Les parecían más entretenidos, más creíbles y más humanos. Es por eso que en sus cuentos en vez de cualidades heroicas, Israel resalta los defectos más íntimos de sus personajes.

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