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Memoria del Exilio: "Morir en Key West"

Key West está repleto de espectros. Y de leyendas alrededor de ellos. Hay hasta un tour con guías, cual suerte de cazafantasmas, que muestran los lugares embrujados, de la que fuera la ciudad número uno, de la industria tabacalera en el pasado.

Morir en Key West. © Juan Carlos Cremata Malberti.
Morir en Key West. Foto © Juan Carlos Cremata Malberti.

Este artículo es de hace 5 años

Salió a recibirme en cuanto llegué. No la rebusqué. Ni la sal del camino me desempolvé y fue lo primero que vi. Mas, como existo acechando señales, me dio el ansia - de inmediato - por apagar mis postreros días aquí. Me encantaría sobremanera. Lo confieso. Sin amargura alguna lo afirmo. Siendo el punto más al suroeste y a Cuba cercano, es lo que menos se le parece. Al tiempo que es lo más americano que he vivido en la Florida.

Sin embargo, Cayo Hueso, en castellano, fue su nombre original. Que literalmente significa Bone Cay, isla baja o arrecife. Se dice que estaba repleta de restos de esqueletos de habitantes nativos anteriores. Es decir, que nació siendo un para nada sacrosanto camposanto comarcal marca aborigen. Arsenal de osamentas sobre el que se erigió una de las más tiernas poblaciones que hasta ahora he conocido.

A mi madre le hubiese encantado. Las casitas son como de muñecas. Blancas. Azules. Cremitas. Verdes claros. La gente es dulce, familiar, amable. Van como idas del mundo. Retiradas. De vuelta. Rezumando la paradisíaca sensación de existir apartados del resto del planeta. Gallos rojinegros cantando a deshoras, mientras deambulan elegantes, desconectados, casi como ausentes. Libremente. Por doquier. El aire de mar que se adhiere, con fiereza, a la piel. El inmenso placer de dejarse llevar. Salir a caminar. Y dando vueltas, sin rumbo, fuimos a parar - precisa y casualmente - a un costado del cementerio municipal. Que no es gran cosa. Muy simple. Más bien, pequeño. Como el escolar sencillo, o el canario amarillo ojinegro. Situado al noroeste de la isla. Con una sección dedicada a los luchadores mártires de Cuba.

Se quedaron chiquitos. En nuestro país todo el pueblo lucha y es mártir - de súper cruentas injusticias - desde tiempos inmemoriales. Cuando se fajaban taínos, siboneyes, guanajatabeyes. Y luego venían los caribes y se los jamaban en enchilado, a la plancha, o en escabeche. Nunca pasados por fuego, porque los cubanos estamos fritos de nacimiento. Y hablando de freiduras, en otra esquina se erige un monumento al Maine. Que zarpó desde este lugar, antes de su fatídico anclaje en la bahía de la Habana. Donde explotó como un siquitraque y se fue a pique, dando paso hostil y, por consiguiente, a la guerra Hispanoamericana. Los tripulantes de la nave fallecidos volvieron para ser enterrados aquí. Y la investigación de la Armada sobre la explosión, tratando de “encontrar a los culpables, o a quién armó el titingó”, ocurrió en la Casa de Aduanas de la región.

Dicen que los sepulcros más viejos son de mediados del 1800. Muchos reposan quebrados, con lápidas ilegibles. Y un solo ángel vislumbré. Apático. Grácil. Altivo. Presumido. Apáticamente hermoso. Mas, comparado con los más modestos del cementerio de Colón - sito en Zapata y 12 - este viene a ser como un aspirante a cuerpo de baile, recién egresado de la Escuela de Ballet. Se estima que hasta 100.000 personas pueden estar enterradas aquí. Hay mucha willi reunida. Cuartel general de fantasmagóricas apariciones. Muchos más que los 30.000 residentes que actualmente sobreviven en el cayo. Mortandad por todos lados. ¡Me encanta! Pero no hay nadie colosalmente célebre descansando bajo sus escasos árboles.

El calor es más que angustiante. El sol parece ensañarse con las islas más pequeñas. El reflejo del ponto, tan cercano, en derredor, casi llega a enceguecer. Algunas tumbas, más nuevas, se ponen en bóvedas directas sobre el suelo. Similares a los cementerios de Nueva Orleans, cuenta mi amigo. Que gozó su infancia y su adolescencia por allá. Es que la capacidad para enterramientos, por debajo del suelo, se ha vuelto cada vez más limitada. ¿Será que habrá congestión en el espacio subterráneo? Y en uno de sus costados, contiguo a la reja que bordea el recinto, hay una tumba en forma de caracol. Horrible. Espantosa. No sé si dedicada a la sirenita Ariel o a Úrsula, pero es de un pésimo gusto. Erosionada a más no poder.

Por su esmerada estética hacia lo chapucero y lo desprovista de gracia, bien pudo haber sido realizada por la ECOA número 4 - ¿dónde estaban las otras? - o por el Contingente Blas Roca Calderío, en misión internacionalista. Con desvío de recursos y escasez de materiales combinados en su ejecución. Tiene una especie rara de vagina, o vulva, en su centro, medio rojiza, o sucia, bastante obscena. Al menos, para mentes históricamente degeneradas como la nuestra. Ha de ser la tumba de un nativo. Porque a los que nacen aquí, los denominan concha. En cambio, caracol de agua dulce nombran, a los nonatos, a los no autóctonos, pero que han habitado este sitio por siete años o más.

Muchos esclavos enfermos del viaje marítimo hacia la esclavitud en el “Nuevo Mundo", recibieron sepultura en este lugar. Antes, mientras y después de la Guerra Civil de los Estados Unidos. Durante la contienda de los Diez Años - allá, donde crece la siguaraya que sin permiso no se pué tumbar y con la que tanto nos machacaron durante nuestros estudios primarios - muchos cubanos, buscaron refugio en esta tierra arrancada al abismo. Es el último, o el inicial, bastión ante la vastedad tercermundista, real maravillosa y subdesarrollada que se cuece, retuerce, zarandea y agita al sur del continente. O al norte. Dependiendo desde donde se mire. Que la tierra es redonda. Pese a que la estén haciendo picadillo.

Anteriormente, en 1763, cuando los británicos tomaron el control de esta zona, la comunidad de españoles y los nativos americanos fueron trasladados hacia la capital de todos los cubanos. Que, en aquella época, todavía, no era Miami. O sea, que desde muy temprano empezó el trasiego, de aquí para allá, en el estrecho - bastante amplio - que (des)une a las dos orillas. Luego regresó al control español. Veinte años después, como el título de la novela de Alexander Dumas. Pero nunca se produjo un reasentamiento oficial de la isla. La zona fue “tierra de nadie” y creció liberada a su aire. Explotada informalmente por pescadores. Ninguna nación ejerció control de facto, sobre esta comunidad, durante un largo período de tiempo. De eso debe haberse impregnado el espíritu libertino, relajado y despreocupado, que flota en el ambiente y transpiran sus canijas callejuelas.

Quedan en pie, las instalaciones medio abandonadas de un hospital que - según señala un cartel - se jacta de ser el primer lugar del mundo donde se usaron rayos X. Y fue considerada como la Pequeña Casa Blanca de invierno para el presidente Harry S. Truman, entre los años cuarenta, e inicios de los cincuenta. Aún puede visitarse su regia, perra, cara e inmaculada mansión.

Varios presidentes estadounidenses han pasado por aquí, además, después del anciano Harry. Roosevelt estuvo en el treinta y nueve. Luego de reparadas las vías de acceso del viejo tren, destruidas durante uno de los más intensos y arrasadores ciclones de la historia - la tormenta del Labor Day en 1835 - y antes de que se comenzaran a instalar bases militares en el territorio. Eisenhower permaneció luego de un ataque al corazón. Y en noviembre de 1962 - cumplía un añito de vida este servidor - Kennedy estuvo, a sólo un mes de la Crisis de los Misiles. Aquí fue donde empezó a usar la frase "90 millas" en sus discursos contra el gobierno “revolucionario”. Cuentan que Carter celebró un discreto motivito casero, al término de su mandato. Un ágape hogareño con bastantes chucherías para picar.

Key West, de igual forma, está repleto de espectros. Y de leyendas alrededor de ellos. Hay hasta un tour con guías, cual suerte de cazafantasmas, que muestran los lugares embrujados, de la que fuera la ciudad número uno, de la industria tabacalera en el pasado. Un par de funestos relatos, vinculan a cubanas en tramas dignas de telenovelas. La primera, la Casa Marrero - actualmente un bed and breakfast - en la calle Fleming, fue la residencia del segundo empresario cubano más rico del pueblo en la época del boom del tabaco. Cuando miles de inmigrantes cubanos torcían más de cien millones de puros por año. Precedentes eximios del Festival del Habano. Bueno, pues le montó un palacete, a una tal Enriqueta. Y luego de tocarle una teta, le hizo, además, ocho hijos. El potentado murió envenenado - ¡con un tabaco, qué cosa! - en La Habana. Poco tiempo después, se apareció una señora, reclamando los bienes del acaudalado magnate fallecido, como su legítima esposa.

La antes opulenta y consentida Enriqueta, fue echada de patitas a la calle. Con todos sus matules y sus ocho vástagos. No sin antes jurar - cual ópera de Verdi - que su espíritu nunca abandonaría el lugar. Nadie supo más de ella, ni de la suerte de su prole. Pero Enriqueta insiste. Y hasta el sol de hoy, se aparece en la fastuosa morada. Sobre todo, en el cuarto 18 del afamado hostal. Donde se cepilla el cabello por las noches y se afloja las trenzas sin disturbar. Sólo reclamando paciencia y silencio. O esperando a que aparezca el ánima de la inoportuna propietaria que la desalojó, para ripiarla, cogerla por los moños y enseñarle que eso no se le hace a una jinetera nacional, por más salario histórico que se ostente.

Pero, quizás la más célebre de las leyendas, gira en torno a un falso conde alemán. Obsesionado, de tal manera, por otra cubana, a la que le profesó un amor, tan descomunal, que después de muerta, logró desenterrar el cadáver y convivir a su lado durante mucho tiempo más. ¡Fuerte fijador el de esa compatriota nuestra! ¿no? Suena como a una mezcla entre Psicosis, La novia cadáver y La bella durmiente. Pero es peor. Mucho más tétrica. Hicieron una película. De mala muerte. Esta gente que todo lo convierte en filme. Ben Harrison, un escritor y músico que vive en Key West, estrenó el más reciente 14 de febrero - Día de los enamorados o San Valentín - un musical, basado en la vida de Carl von Cossel y su amada Elena Milagros Hoyos.

¡La vida es de pin… con sus señales! ¿No podía llamarse, de otro modo, esa compatriota?, No sé, Luisa Martínez o Teresa Bermúdez. Una lectura de su nombre y apellidos, nos develan el milagro que logró el hoyo de Elena, con el desvencijado Carlitos, el alemancito aventurero, que se inventaba aviones que no volaban y equipos de rayos X, que no hacían radiografías. Ella murió muy joven. De tuberculosis. Él, inspirado, al escuchar una canción titulada Boda negra - con letra del poeta venezolano Carlos Borges (1867-1932) y música del cubano Alberto Villalón (1882-1955), que dice en una de sus estrofas: “En una noche horrenda hizo pedazos / el mármol de la tumba abandonada / cavó la tierra y se llevó en sus brazos / el rígido esqueleto de su amada” - y obnubilado con el amor perdido, per secula seculorum; luego de construirle un mausoleo bastante cuqui, se robó el cadáver de su dilecta pretendiente, lo sometió a tratamiento químicos para conservarlo en talla, lo engalanó con un vestido de novia - toda regia la momia matrimoniada - y su adoración llegó a ser tan fuerte, que creyó haber resucitado el cuerpo de su idílica prometida. Por lo que durmió, junto a ella, durante siete largos años después. En la cama que le había construido dentro de una avioneta sin alas. Con la que anhelaba escaparse a las islas del Pacífico, para ser felices y comer perdices. Juntos. Ambos. Con música romántica de fondo. Abrazados en la arena de la playa. Por los siglos de los siglos. Y el cartel de The End, después de los créditos finales.

La investigación posterior develó, incluso, que los senos de Elenita estaban rellenos con algo que los hacían sentir reales. Y en la vagina, el Carli-teutón-calientico, le instaló una especie de tubo acondicionado, de papel - imagino que reciclable, ¡por Dios! - para poder mantener relaciones sexuales. ¡Eso sí es enfermedad! Algunos, empedernidamente románticos, lo señalan como una catarsis de afecto incontenible y desmedido. Para los científicos, sigue siendo un caso de necrofilia digno de anales, atención y estudios. ¿Cómo aquello no se inundó de peste a muerte? No lo sé. Pero el pueblo comentaba la cantidad desorbitada de jabones que compraba el aturdido y perturbado amante.

La hermana le siguió la pista y lo echó palante con las autoridades. A la finada la volvieron a enterrar, en la misma necrópolis, pero en otra parte. Sin lápida y sin decirle nada a nadie. Para que el decrépito amador no la pudiera volver a encontrar. No fuera a ser que al loco le diera de nuevo por llevársela. Así que la mandaron a una tumba no marcada, en un lugar secreto, para evitar nuevas alteraciones del orden. Pero, antes, le hicieron una foto al cuerpo embalsamado, con cera y yeso - un pequeño avance de los horrores que se cometen en la actualidad en el Museo de Cera de Bayamo - lo colocaron en exhibición pública en una casa fúnebre y fue visitado por más de 6.800 personas. Tremendo éxito mortuorio. El hit parade de las funerarias. Morbo en pandemia. Puede verse una copia de la placa en Wikipedia. Y un par de fotos de él. Macabramente, en una de ellas, trasluce un gran parecido conmigo. O como luzco actualmente. ¡Virgen santa! Me persigno con la izquierda. Adjunto su retrato en el primer comentario.

Carl von Cossel o Carl Tanzler. Foto: Wikipedia.

Descubrieron, a posteriori, que en realidad su apellido era Tanzler. Y que no era conde, ni la cabeza de un guanajo. Pero, increíblemente, aunque enfrentó cargos de vandalismo y robo-uso de un cuerpo, después de su fecha de vencimiento, al viejito problemático no lo castigaron tanto. Incluso escribió una autobiografía - titulada Aventuras fantásticas, porque el anciano era un tronco de viajero - y falleció junto a su esposa Doris - ¿precuela de Finding Nemo? - luego de recibir la ciudadanía norteamericana en Tampa, en 1950.

Aún separado de su obcecación y casado con otra mujer, Tanzler creó otra efigie de tamaño natural de su idolatrada media naranja y estuvo con ella hasta su muerte. Su cuerpo fue descubierto tres semanas después. ¡Qué fuerte! Y Elenita - la dura, la dura, la dura - tuvo una segunda temporada de su velorio - toma, ¡a ver quién puede darse el lujo de presumir de lo mismo! - al que asistieron más de 6.000 personas. Y aún dicen que pasea su fantasmagórica figura, por los salones de la casa fúnebre, donde reventó localidades en su último presentación. Parece sentirse cómoda en ese infinito tour de despedida.

Se ha escrito - mucho chisme y mucho brete entre historiadores - que el viejito enamorado tuvo, en verdad, los cuerpos, nuevamente, cambiados. Y que él falleció con la real pretendiente a su lado. Azulado se me pinta un pantagruélico espanto pues, por lo visto, ese señor puede aparecerse en cualquier momento, de nuevo, con su occisa cargada en los brazos. O con sus restos cosidos a las palmas de sus manos. El estibador del infierno. El regreso de los muertos vivientes. Y toda este argumento - apocalipsis de la calentadera - basado en hechos reales, sigue ampliamente desaprovechado por American Horror Story.

Hablando de apariciones, por estos parajes se personó, asimismo, Martí. Que, para su corta vida, visitó muchos lugares. O sea, zapateó bastante el Apóstol. Bueno, pues, por supuesto, también hizo presencia aquí. ¿Cómo no pasar, si en 1889, esta era la ciudad más grande y más rica de toda la península? Aquí hizo su última escala, el tabaco que recibió Juan Gualberto Gómez, para pronunciar la frase “el 24 se rompe el corojo” ¡Qué fumadera! Sin embargo, habiendo sido este un puesto boyante en la industria tabacalera es muy raro encontrarse, hoy día, a alguien fumando por las calles.

Fue insospechado agradable encanto, descubrir dos antiguas gasolineras cincuentonas, recuperadas a la vida diaria con otras funciones. La primera como una original cafetería restaurante. La segunda, cobijando a una tiendecita de artesanías, fotos, pinturas y recuerdos. Asimismo, triste es - entre los mínimos dolores experimentados - toparse a un antiguo cine-teatro, convertido, ahora, en un desabrido y tedioso supermercado Wallgreens. Por más que los decoradores hayan querido enmascarar - con evidente mal gusto - las señales más visibles del original y antiguo uso del inmueble.

Desentonan también algunas construcciones modernas. ¡Qué pena! Pero, siguen siendo las mínimas. Prevalece el estilo victoriano, tropical, acogedor, lozano, cercano al cariño de inmediato. Al ingerirse tan fresco el pescado, nos sabe extraño al paladar, malamente habituado a digerirlo, casi todo, congelado o enlatado. Diminuta y frugal dicha de los pobres. Es el mismo sabor natural que se respira por todos lados. La congénita aprehensión de fragilidad de una diminuta ínsula, desvalida frente a los, cada vez más, voraces huracanes, Apertrechada únicamente con alborozo, perseverancia y distensión. No por gusto el opulento Hemingway se montó un tronco de gao aquí. Regalo de bodas que le hicieron. Y al que le adjudicaron, más tarde, una piscina - ¡santas albercas de la gloria mía! - valorada en veinte mil dólares para su instalación. Una choza un poco más aburrida, que la que se erigió en la Finca La Vigía; allá, en San Francisco de Paula, a quince kilómetros del centro, en las afueras de La Habana.

No era bobo, el muy cabrón. Navegaba entre ambas costas, como Flipper, o Pedro por su casa. Cuenta la leyenda que Papá Hache escribió, en este puesto, parte de Adiós a las armas, Muerte en la tarde, Las nieves del Kilimanjaro, La corta vida feliz de Francis Macomber y Por quién doblan las campanas. Casi todo. Y que un amigo le sirvió de modelo para un personaje de su novela Tener y no tener. Pura paja. Un escritor escribe siempre, en su cabeza y en todas partes. Todo es referencia. Piensa, concibe y redacta, constantemente. Aunque no lo plasme, de inmediato, en grafías sobre un papel o en una pantalla. Luego Ernest se divorció. Y no bajó más hasta su suicidio en 1961. Unos gatos, marca Polydactyl - de seis o siete dedos - merodean la vivienda. Son descendientes de Bola de Nieve - que otros llaman Blancanieves - la mascota original del enorme, apuesto, afamado y reputado escritor norteamericano.

Bueno, pues en este “humilde” domicilio, el autor se hizo erigir, además, varios sepulcros para sus adorados y raros felinos. ¡Vinagrito se hubiera puesto las botas en este paraíso! Tennessee Williams, por su parte, vino previamente como visitante. En 1941. Se dice que aquende - en el hotel La Concha - escribió el primer borrador de Un tranvía llamado deseo. ¡Fecunda atmósfera creativa se retoza! Luego compró una casa para permanecer, a pesar de las muchas propiedades alquiladas por todo el país. Y la escogió como su residencia principal, hasta su deceso en 1983.

En contraste con el palacete hemingwayano, la del excelso dramaturgo es un modestico bungalow. En algún lado leí que la versión cinematográfica - ganadora del premio Oscar - de su obra, La rosa tatuada, fue filmada por estas tierras, en 1956. O sea, que por estas vías anduvo, también, esa pasión hecha mujer, que se llamó Anna Magnani. Y el zorro machorro calenturiento, papirriqui insoslayable de Burt Lancaster.

Todo el teatro de Williams se conserva en el campus de una universidad cercana. Conviviendo tan cerca, ambas luminarias literarias, se reunieron por una única vez. Pero fue en La Habana. Key West está más cerca de allá que de Kendall. Uno de sus primeros alcaldes fue el hijo de Carlos Manuel de Céspedes, nuestro cuestionado y dudoso “Padre de la Patria”. Lo cual confirma, la antigüedad de que nuestros dirigentes, prefieren que sus descendencias estudien y aprovechen la buena vida, más allá de nuestras aguas jurisdiccionales.

Antes de la “revolución” del 59, había servicios regulares de ferry y avión entre ambas costas. Con la llegada de “quién tú sabes” se trancó el juego y empezó a joderse la pita. Con eso y todo lo demás. En 1982, la ciudad declaró, por un breve período, su "independencia”. Bautizándose como la República de la Concha - si esto lo oye un argentino se parte de la risa, pues es como autonombrarse, la Nación de la Papaya - en una protesta por un bloqueo de la patrulla fronteriza de los Estados Unidos, como consecuencia de la inundación de refugiados cubanos durante la Crisis del Mariel. Quienes continuaron llegando, después, durante la de los balseros en los noventa. Y lo seguirían haciendo de no haberse eliminado la ley de los Pies secos, pies mojados.

Calvin Klein lució su elegancia por estas aceras. Hasta OBBA - mi querida y pequeña scooter - sería tremendamente feliz recorriendo este edén. Las mejores playas son privadas y pertenecen a los hoteles. Pero, igualmente, sus aguas y arenas carenan llenas de algas oscuras y restos marinos. Curioso es encontrar, en uno de sus muelles públicos, un austero monumento levantado en tributo a todos aquellos que han muerto, víctimas del Sida. Los nombres de los finados están inscritos en una pasarela de granito plano, en el camino hacia la inmensidad del océano. Al final de la Calle Blanca, o White Street. Se inauguró al Día Mundial de la lucha contra esa malévola enfermedad, en 1997. En ese momento se incluyeron 730 nombres. Lamentablemente, en la actualidad, son mil, los enumerados en ese Memorial. Seres, todos, que habitaron visitaron o trabajaron en el cayo. El primer día de diciembre de cada año se añaden más casos. Hasta que alcance la triste capacidad conmemorativa de 1.500. ¡No hay cama pá tanta gente! Un sitio esperanzador, aunque sombrío. Donde muchos vienen a evocar a sus seres queridos.

Igualmente nos sorprendió toparle, sin siquiera sospechar, antes, que existía. Dedicamos unos minutos de solemne silencio en solidaridad, respeto, reflexión y memoria. Toda esta isla, hogaño, se me antoja como el más chorreado chorrito de orine- o de semen -que sale de esa suerte de pene, al que se asemeja la Florida. Erecto, saraso o dormido, según desde donde se le vea, en un mapa, o en un globo terráqueo. Bares, no visitamos. No tomo, ni soy dado a la vida nocturna. Es increíble constatar cómo, entre tanta muerte, se empeña en brillar, con la más radiante de su carcajadas, la dichosa existencia. Así pudo haber sido Guanabo, Santa María o Boca Ciega - o las tres a la vez - de no ser por la infeliz involución de todos estos años “revolucionarios”.

En la calle Duval - que es el centro de los comercios, cantinas, pubs, restaurantes y la vida disipada - diurna y nocturna - se encuentra el Liceo San Carlos, también llamado Casa Cuba, considerado la cuna del movimiento independista cubano en el destierro. Muy cerca se encuentra el concurrido Sloopy Joe´s Bar - bautizado de igual manera que a su precursor inicial, en la esquina habanera de Zulueta y Ánimas - donde, cada añada, desde 1981, se celebra el concurso del doble más parecido a Papá Hemingway. Existen menciones a este ambigú, en los filmes El ciudadano Kane, de Orson Wells y Qué bello es vivir, de Frank Capra. Los alegres del universo, unidos, lo promueven como un hito en el registro internacional de lugares históricos para alcohólicos públicos e hiper divertidos. De noche, en sus predios, puede perderse más que la cabeza. La francachela se derrama a borbotones. Con mucho gusto y sana distinción, me puedo despedir del aire, pues, contento, en este punto remoto del orbe.

Para vivir hay montones de sitios hermosos en todo el universo. Algunos visitados, disfrutados y queridos. Cantar el manisero en Key West sería un lujo. ¡Este lugar es la muerte! ¡Qué gente, caballeros, pero, qué gente! Por más que estuve buscando mi infarto masivo, el derrame general, el paro respiratorio, o el interruptor que me extinguiera - de repente, para siempre y sin sufrir - no lo encontré. Así que debo seguir. ¿Qué le vamos a hacer? Aquende los crepúsculos son más que apacibles. Persiste la obcecada e imperiosa supervivencia, en proseguir padeciendo, degustando o culeando.

Regresamos a Miami.

A la vuelta, hicimos una parada obligatoria en Hobo's, un pequeño restaurante, en Cayo Largo, donde la comida no es nada del otro mundo, pero, los Key Lime Pie que confeccionan, son de los dulces más deliciosos que he comido hasta ahora. Junto a los tiramisú deleitados en Frascati, las cremes brulees o los profiteroles de la capital francesa y las torrejas, duras y frías - al día siguiente, casi zapatúas - que hacía mi mamá.

Pero, antes - bien tempranito en la mañana - casi al despertar, pude matar a un enano.

Es decir, cumplir un sueño largamente acariciado.

Hacer un alto - contados segundos - en el punto más al sur.

Al que, por supuesto, dedicaré una crónica especial.

Con dedicación

Aparte.

Que sigue a continuación.

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Artículo de opinión: Las declaraciones y opiniones expresadas en este artículo son de exclusiva responsabilidad de su autor y no representan necesariamente el punto de vista de CiberCuba.

Juan Carlos Cremata Malberti

Director de cine y guionista cubano. Se graduó en 1986 de Teatrología y Dramaturgia, en el Instituto Superior de Arte (ISA) de La Habana, posteriormente cursó estudios en la Escuela Internacional de Cine de San Antonio de los Baños graduándose en 1990.


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