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Recuérdalo hoy: los médicos no tienen la culpa

No es a ellos a quienes debes señalar cuando la magnitud de la farsa y el engaño te llene de cólera. Ellos sobreviven. Como tú, como yo, como todos.

Médicos cubanos en Haití © Médicos sin Fronteras
Médicos cubanos en Haití Foto © Médicos sin Fronteras

Este artículo es de hace 4 años

De veras que no. No la tienen. No son ellos, los de las batas blancas manchadas de tinta azul porque en sus propias casas no andan sobrados de detergentes ni suavizantes: las batas manchadas de tinta, por no decir sangre, son sus votos de pobreza y dedicación. No son ellos los verdugos. Ellos ponen sus cabezas bajo la guillotina también. A veces más que el resto.

No es a ellos a quienes debes señalar cuando la magnitud de la farsa y el engaño te llene de cólera. Ellos sobreviven. Como tú, como yo, como todos. Y sus valores morales y sus principios y sus escrúpulos no puedes medirlos con la vara de unos pocos, porque ellos son muchos. Los que lloran junto al paciente, los que se van a casa traumados, sin consuelo, sin descanso por si hubieran podido hacer más, por si este fármaco, por si aquel procedimiento. Esos, créeme, son incomparablemente más.

Yo he visto doctores cubanos practicar la medicina primitiva con un honor que sobrecoge. No quise decir preventiva, lo dije bien: primitiva. Porque lo primero que hizo el homo sapiens para ejercer esa disciplina aún no fundada en sus cavernas fue tocarse con el dedo allí donde le dolía. Escarbarse, rastrear los síntomas. Y yo he visto médicos cubanos diagnosticar peritonitis con el dedo. A falta de placas para Rayos-X, casabe.

Los he visto hacer cirugías de siete horas ininterrumpidas, y al salir del salón de operaciones sentarse en un comedor inmundo a matar el hambre con las mismas bandejas de aluminio que nos servían en las escuelas al campo, las mismas que les plantan delante a los reclusos en las prisiones. Y el contenido de esas bandejas, igual o peor.

Yo he visto a un Psiquiatra intentar salvarle la vida a desconocidos de los cuatro costados del mundo, usando una internet raquítica y vigilada, vigilado él mismo por el aparato represor de pensamientos, mientras le convence de que colgarse una soga al cuello siempre será la peor decisión. Y Sergio Pérez Barrero, luego de teclear sus párrafos de aliento y salvación, preguntarse ahora qué misteriosa terapia le dedicará a su estómago porque en su refrigerador apenas hay nada para comer.

Encima de su apartamento, en la misma escalera de su mismo edificio, vive uno de los Hematólogos más brillantes que ha parido ese mismo país. Y es el paciente más longevo diagnosticado con VIH en Cuba, que en la actualidad no necesita tratamiento: venció él mismo el virus, no cedió a la enfermedad.

Ese Hematólogo se llama Fernando Mederos, y luego de ser enviado al África a finales de los 70, contrajo la infección por la cual después en su propio país lo intentaron aislar, segregar. "Los sanatorios no sanaban. Eran sidatorios. Allí te llevaban a morir en soledad". Así le pagaron su sacrificio profesional. Mederos es un testimonio de vida y superación de un virus biológico, y de un virus político que también debió combatir con igual dignidad para que no le impidieran ser hoy el enorme Hemátologo de niños que es.

Dr. Fernando Mederos, Hematólogo (izq) y Dr. Sergio Pérez Barrero, Psiquiatra (der)

Los médicos cubanos no tienen la culpa de haber sido escogidos como monedas de cambio, como soldados de un sistema que ve en su pueblo números, no personas. Ni contra los deportistas en la época dorada del deporte cubano se usó tanto y con tanta saña el apelativo “desertor” como se ha hecho con profesionales de la salud que estudiaron para curar y salvar vidas, no para militar en ningún ejército. Ni de batas blancas ni de nada.

Yo conozco demasiados de esos médicos. Los he abrazado, les he agradecido. Algunos me son cercanos: están en mi familia. Mi tío ha puesto anestesia y reanimado a tantos miles de bebés recién nacidos que ojalá la brillantez de su karma la herede mi hijo: estará más que protegido.

De otros jamás supe sus nombres siquiera, pero suturaron mis cortes en tobillos, enyesaron mis huesos partidos, o estudiaron mi organismo en busca de un cáncer erradamente diagnosticado a mis 25, hasta que no hubo vestigio de peligro. Y ellos, todos ellos, ganando miserias, viviendo miserias y superando miserias para poder ejercer esa profesión, la más honorable del mundo.

Y cuando se rebelan contra sus falsos amos son perseguidos con la misma furia con que perseguía la manada de perros comandada por el mayoral al negro cimarrón, al que no admitía látigos ni órdenes. Cuando cortan sus cadenas pagan precios muy altos por el solo delito de querer ser dueños de sus vidas y sus destinos. No hablo desde el éter y la teoría. Que la única prima hembra que tengo lleva la mitad de su vida sin poder vivir con su madre, solo porque esta decidió ser una enfermera libre en el país que mejor la tratara.

Por eso este 3 de diciembre, Día de la Medicina Latinoamericana y del Trabajador de la Salud, no está de más recordar que ellos no son los culpables del desastre y la desesperanza. Ellos, como maestros y contadores, como atletas y filólogos, como cualquier universitario, obrero o técnico medio salido de las escuelas de cualquier parte del país, intentan subsistir lo mejor que pueden, mancharse lo menos que pueden, lo mismo las batas que la moral. No siempre lo consiguen. Como no siempre lo consigue casi nadie bajo el totalitarismo: esa es su cicatriz, su veneno más incurable.

Pero en la Cuba que yo sueño para otras generaciones que ya no será la mía ni la de mi hijo, ese enjambre de doctores que pelean a brazo partido contra la muerte y las carencias merece una plegaria y un beso, y tiene que existir como antídoto, como medicina preventiva contra este presente infestado de hoy que nunca más nos deberá pasar.

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Ernesto Morales

Periodista de CiberCuba


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