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Don Yarini, el temerario

Yarini fue el gigoló, proxeneta, chulo. El rey de los prostíbulos.


Este artículo es de hace 15 años

Yarini fue un controvertido personaje célebre que trascendió los límites de su barrio habanero de San Isidro.
Vino a este mundo el quinto día de febrero del año 1882, en el seno de una familia criolla pudiente. Le bautizaron en la parroquia de Nuestra Señora de Monserrate con los nombres de Alberto Manuel Francisco. Fue el último hijo, el consentido, el exhibido, el más mimado, el bisnieto de Taita Ponce, quién trajo el linaje materno de la lejana tierra africana, dignidad que se pretendía guardar y engrandecer a toda costa en las postrimerías del siglo XVIII.

Refinado, parco, de buen porte, pero pendenciero, derrochador, vago, regalón del dinero fácil.

Su padre, don Cirilo José Aniceto, cirujano dentista, miembro fundador de la Sociedad de Odontología de La Habana y además catedrático titular de la Escuela de Cirugía Dental de la Universidad habanera, hasta su muerte, en 1915. Su madre, Juana Emilia Ponce de León Ponce de León, fina mujer de pulida educación, tierna y elegante, excelente pianista, según se usaba en aquel tiempo dentro de las familias de renombrado apellido. Quiso darle a su más joven vástago, lo que no dio a sus ya dos renegados hijos, hembra y varón. Sus tíos, respetados hombres de bien, católicos, doctores.

Yarini, tuvo una niñez envuelta de gustos y adulaciones por ser el más chico de la familia. Mimí, como llamaban a su madre, era de la creencia que el varón merecía y debía proporcionársele todo, dispensando, encubriendo sus peores costumbres. Sumando a esto la apatía por las responsabilidades que nunca llegó a conocer el “pobrecito”, sustentando de esta manera una endeblez que años más tarde tuviera que tapar con un excesivo machismo.

Fue así, el más ostentoso, popular, estimado y temible en la franja de tolerancia contigua a los muelles de La Habana.
Su adolescencia fue apacible, distante de la Cuba convulsa y empobrecida por las guerras.

Estudió, primero, en el colegio habanero de San Melitón y luego en los Estados Unidos junto a su hermano mayor, Cirilo, a quien, al retornar, concluida la guerra del 98, aisló de su vida y no siguió en ejemplo al que llegara a ser Profesor Auxiliar de la Cátedra de Propedéutica y Ortodoncia de la Escuela de Cirugía Dental de La Habana.

Este Yarini, sí, de la misma familia, pero este era el vehemente de los trabajos reposados, de los capitales cómodos, de la vida indolente; el probador de delicias, el petimetre, el que paso a paso, con distinción y encanto, con revueltas y guapería, consiguió el adjetivo de “conquistador”, el que llevó orgulloso.

Pero no se conformó. Siguió sus desventuras hasta ganar su mejor estandarte, el que más saboreaba y le ajustaba, el de gigoló, proxeneta, chulo. El rey de los prostíbulos.

Y así, defendiendo su título, fue atravesado por una bala “perdida” en medio de uno de los tantos disturbios que corrompían la paz del humilde barrio habanero de San Isidro, un día cualquiera.

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