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No llores por mí, América, (ni preguntes por mis armas)

Es más fácil ofrecer thoughts & prayers a las víctimas masacradas que explicar a los sombríos señores del NRA por qué afloran tantas trabas para armarse hasta los dientes, con la consecuente disminución en sus ganancias corporativas.

Vigilia en Florida tras masacre de Broward © REUTERS/Joe Skipper
Vigilia en Florida tras masacre de Broward Foto © REUTERS/Joe Skipper

Este artículo es de hace 6 años

Si en lugar de dirigirse a la escuela Stoneman Douglas de Parkland el pasado miércoles 14 de febrero, el joven Nikolas Cruz hubiera asistido a una terapia psicológica ese mismo día, su terapeuta podría haberle preguntado casi todo… excepto si él era dueño de un arma de fuego.

Los psicólogos y psiquiatras de Estados Unidos tienen la infranqueable prohibición de no inquirir sobre este particular. Pueden husmear en los cerebros de sus pacientes cuanto quieran, pueden asomarse al pozo de traumas, malas ideas, peores conductas, miedos y frustraciones, pero si al final de su examen llegan a la conclusión de que esa persona es peligrosa, no pueden ir más allá preguntándoles si tienen armas de fuego con las cuales desahogar ese magma de furias y odios que llevan dentro.

Un reconocido psiquiatra y suicidiólogo cubano, el Dr. Sergio Andrés Pérez Barrero, recomienda siempre en sus libros preguntarle al suicida con qué método quisiera matarse a sí mismo. Según él, descubrir la herramienta última del atormentado ayuda a alejarlo de su objetivo. Se sienten descubiertos y en consecuencia casi avergonzados. En un número considerable de casos, esa simple pregunta logra alejarlos de la soga, del alcohol y los fósforos, del cuchillo para sus venas.

Si el doctor Pérez Barrero ejerciera en Estados Unidos, su método sería ilegal y por tanto de imposible uso. Si ese mismo doctor hubiera atendido a Adam Lanza antes de perpetrar su carnicería de Sandy Hook, donde masacró a 20 niñitos y 8 adultos antes de volarse los sesos él mismo, no habría podido preguntarle cómo planeaba ejecutar su orgía de sangre: de las armas no se puede hablar.

Como mismo se dejó de hablar en la presidencia estadounidense de armas desde que Barack Obama abandonó la Casa Blanca. El sonoro y breve vocablo “gun”, casi una onomatopeya de su disparo, dejó de figurar en los discursos presidenciales de este país. A cambio, “mental health” es el nuevo término a emplear cada vez que una de estas matanzas marca registrada de la casa, se empeñe en obligar al presidente, vicepresidente o políticos afines, a pronunciarse sobre qué hacer o cómo hacer.

El manual del 2018 para discursos de masacres les dice a nuestros políticos que luego de las “thoughts & prayers” debe siempre ir la salud mental, nunca las armas. Esas jamás.

Porque de lo que se trata es de tranquilizar a quien paga, responder a su interés. Y nadie paga más que el NRA, seamos claros. Que lo diga Marco Rubio si no. El día que algún lobby anti-armas destine el doble de lo que la National Rifle Association destina para poner comida en las mesas de nuestros senadores y congresistas, ahí veremos si el asunto era de patriotismo, de amor por la segunda enmienda, o nimiedades más prácticas como una nómina de cheques a la que obedecer.

El problema es que el escenario no solo no está mejorando, sino que va en claro empeoramiento. No solo los políticos estadounidenses no han logrado implementar medidas que contengan los tiroteos masivos, sino que la curva va en dirección opuesta. Ascendente. Cada día se mata más y mejor.

Hace solo año y medio, en 2016, Omar Mateen puso un listón de muerte tan alto, tan numeroso, que parecía que podía mantenerse como triste récord para una masacre en este país durante mucho tiempo. Eran 49 muertos, una barbaridad. Le duró lo que tardó Stephen Paddock en subirse al Mandalay Bay de Las Vegas y fulminar a 64 personas y herir horriblemente a otras 851, según la web oficial de la policía de Nevada.

Hasta hace pocos años la matanza de Columbine en 1999, donde Eric Harris y Dylan Klebold abrieron fuego también contra sus compañeros de escuela y profesores, era la más célebre masacre escolar de este país. Hubo 15 muertos, incluidos los dos atacantes.

Esa cifra palidece de vergüenza ante lo que logró hacer Adam Lanza en aquella escuelita elemental de Newtown en 2012, y ante lo que acaba de hacer el Día de San Valentín el último integrante de la pandilla, el chico Nikolas Cruz.

La sucesión de masacres hace que hasta materiales escritos o filmados (“Bowling for Columbine”, de Michael Moore) sufran una especie de bochorno de envejecimiento. Las circunstancias que los motivaron se quedaron demasiado chicas en la comparación.

Y la respuesta institucional que llega lo mismo desde la Casa Blanca que desde los representantes estatales o federales de la ciudadanía americana, es hacer desaparecer el vocablo “armas” de sus discursos, eliminar la prohibición para que personas con trastornos mentales no puedan comprar armas, y elegir como único chivo expiatorio a la salud mental.

Si el único problema es la salud mental, vaya imagen ofrecen de este país su presidente y sus políticos cercanos: tenemos un país de locos. Si las más de 300 millones de armas que hay en las calles estadounidenses no representan un problema, y todo es culpa de locura, los ciudadanos de la primera potencia mundial albergan a la mayor cantidad de locos de este planeta. En ningún otro sitio se mata más que aquí, en consecuencia hay más locos aquí que en ninguna otra parte del mundo.

El argumento hace aguas. Es un insulto al sentido común que advierte lo elemental: se trata de una combinación de factores, es un coctel molotov donde por supuesto que la sanidad mental es uno de los ingredientes, junto a la crisis institucional que vive la familia estadounidense de hoy, el stress y la tendencia a la depresión en una sociedad de velocidad tan galopante como esta; pero donde la facilidad conque se puede comprar casi cualquier arma de fuego es un bochorno para cualquier nación que quiera llamarse a sí misma civilizada en este siglo XXI.

Solo 18 estados de Estados Unidos exigen background checks para todos los vendedores de armas. El resto administra su propio relajo: en unos lugares sí, en otros no. En dependencia de lo que dicte la demanda de la industria.

Mientras Nueva York, por ejemplo, exige que los vendedores de armas pidan esos reportes de antecedentes lo mismo si venden en una tienda fija que en una feria de armas (los esperpénticos Gun Shows), en Florida puede comprarse cualquier arma en estos eventos multitudinarios sin que le pidan prácticamente ningún documento al comprador. Un rifle AR-15 se lleva a casa con la misma facilidad que unos audífonos o una libra de carne congelada. Es de echarse a llorar. O a morir.

Los registros de salud mental de los ciudadanos tampoco pueden ser enviados al vendedor antes de entregar el arma a su cliente. Una de las primeras firmas presidenciales que efectuó Donald Trump hace un año, recién pisada la oficina oval, fue para dejar sin efecto la disposición de 2016 según la cual Barack Obama exigía a los vendedores de armas que solicitaran registros del estado mental de su comprador.

El show debía continuar. Es más fácil ofrecer thoughts & prayers a las víctimas masacradas que explicar a los sombríos señores del NRA por qué afloran tantas trabas para armarse hasta los dientes, con la consecuente disminución en sus ganancias corporativas.

Durante el mismo día de San Valentín que Nikolas Cruz tiñera de sangre de por vida, el NRA felicitaba a su más de medio millón de seguidores en Instagram con una foto donde solo decían “LOVE”, pero con la palabra armada de una peculiar manera.

La “L” es una pistola con silenciador, la “O” es un tiro al blanco, la “V” son dos escopetas cruzadas y la “E” son cuatro balas bien dispuestas. Todo sobre un fondo rojo y con la leyenda “EL NRA les desea un feliz Día de San Valentín”.

Aún sigue ahí ese post. Es la última publicación. Quién sabe si antes de que Instagram desapareciera su cuenta, Nikolas Cruz vio la enferma manera en que un lobby impenetrable celebraba el día del amor. “LOVE” escrito con armas.

Las mismas armas por las que un psicólogo no le habría podido preguntar al joven Nikolas.

Poco antes de la matanza de Parkland, el Instagram del NRA exhibía la imagen de un niño disparando durante una práctica, con un post que vomitaba en inglés: “Porque mis padres no están criando a una víctima”.

La magnificación total del victimario. Nikolas Cruz, si tuviera acceso a internet, debería sentirse reconfortado. Él supo elegir muy bien de qué lado debía estar. Supo que era mejor ser por el que toda América llore, y no uno de los llorados. Total, su nombre será de interés hasta dentro de muy poco: hasta que alguien le robe el spotlight y el estrellato.

¿Alguien se acuerda de quién diablos fueron Stephen Paddock o Devin Patrick Kelley?

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Ernesto Morales

Periodista de CiberCuba


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