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Domingos de tembas extraviados

La patria eran el barrio y la casa de los abuelos, un refugio de golosinas y tolerancia que cubría con un manto inteligente, y apenas simulado, la dureza verde oliva que se adueñaba de la isla, como hiedra en patio cubano.

Hombre sentado en Hershey en una imagen de archivo © CiberCuba
Hombre sentado en Hershey en una imagen de archivo Foto © CiberCuba

Este artículo es de hace 4 años

Nadie sabe lo que pesa un domingo hasta que no se exilia y extravía los olores de la infancia, cuando los nietos asaltaban las casas de los abuelos para jugar y comer, mientras sus padres hacían trabajo voluntario o defendían a la patria.

La patria eran el barrio y la casa de los abuelos, un refugio de golosinas y tolerancia que cubría con un manto inteligente, y apenas simulado, la dureza verde oliva que se adueñaba de la isla, como hiedra en patio cubano.

Los besos y caricias iban siempre acompañados por rituales preguntas sobre el colegio y del sonido hueco de la lata de galletas Pinocho que era como un cofre de pastillas de café con leche, peters, africanas, y unos caramelos variados.

El viejo y resistente refrigerador Made in USA conservaba el agua fría, una bandeja mediana con señoritas, eclears y tartaletas de guayabas, que rodeaban a una cazuela con arroz y otra con potaje; mientras el pollo o los filetes aguardaban descongelándose en el fregadero el momento de ser echados a la sartén negra y rugosa o la cazuela de los fricasés, que era la misma que servía para hacer bistec en cazuela.

Algunos padres apostaban por la modernidad de comer fuera en el Cochinito, la Torre, Monsegniur o 1830; pero ahí los fiñes gozábamos menos porque manteles y decoración imponían orden y silencio; mientras que en casa de los abuelos, aunque la carta era más limitada, jugábamos y comíamos sin importarnos que cayera un trozo de comida al suelo o sin estar pendiente de la mirada severa de madre, angustiada por los modales de semi internado, pero que evitaba aludir el tema porque papá contaba emocionado los avances en los que estaba inmerso.

La preferencia por la casa de los abuelos, en La Habana, se rompía cuando oíamos la palabra Polinesio y aquel olor a pollo a la barbacoa, arroz frito y maripositas golpeaba nuestra pituitaria con la misma intensidad que cuando fildeábamos mal una pelota de poli o nos daban con un tifao.

Los abuelos asistían a esas comidas por afecto, pero sus manteles preferidos eran los de El Rincón Criollo (Cacahual), La Rueda (Wajay) y los españoles que sobrevivían a la milicia como La Casa de los Vinos, El Baturro, El Castillo de Farnés o La Zaragozana. Paradójicamente, el Centro Vasco, un caserío euskaldún pegado al Malecón, tenía más público cubano que españoles aplatanados.

El Parque Lenin, con sus Jagüeyes, Faralla, y La Ruina abrió el campo de opciones para jugar y comer y luego ya cada uno se apuntaba a los sitios preferidos de sus barrios como el mítico El Faro en Guanabo, o el Trébol, en la loma de Santa María del Mar; en ese trozo de costa habanera que se empina desde el mar hasta La Vía Blanca y luego sigue hacia pueblos de campos apenas conocidos como Barreras o Bacuranao pueblo (no confundir con la playa homónima).

La adolescencia era la etapa jevosa y de fiestas de agua (rara vez había otra cosa para beber) y algunos repetíamos el rito aprendido con nuestros padres de ir a comer a sitios como los restaurantes mencionados y a merendar en el Carmelo, Potín, o las cafeterías citadas de Guanabo y Santa María o las de preferencia y proximidad de cada uno.

Lógicamente, la crisis económica de los años 90 acabó con todo ese carrusel dominguero y los abuelos seguían conservando la lata de galletas Pinocho, pero ahora llena de medallas, diplomas y reconocimientos; los refrigeradores sobrevivientes enfriaban agua y suerte y llegó la hora de irse, del tajo que convierte al cubano en caracol, siempre con su casa a cuesta.

Y los domingos transcurren entre el humo de parrilladas en Miami y adyacentes, en una fonda española con frituras de bacalao que invitan desde el cristal de diseño de la mampara climatizada sobre la que se amontonan copas relucientes para ser llenadas de vino o cervezas o la corrección japonesa de los restaurantes nórdicos, incluso en los Mall o supermercados donde nuestros hijos preguntan si pueden comprar más chocolates.

Como si todo el chocolate del mundo valiera para olfatear y ver a la abuela espumadera en mano escurriendo tostones…

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Artículo de opinión: Las declaraciones y opiniones expresadas en este artículo son de exclusiva responsabilidad de su autor y no representan necesariamente el punto de vista de CiberCuba.

Carlos Cabrera Pérez

Periodista de CiberCuba. Ha trabajado en Granma Internacional, Prensa Latina, Corresponsalías agencias IPS y EFE en La Habana. Director Tierras del Duero y Sierra Madrileña en España.


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