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El infame muro fue derribado hace 30 años

Es imborrable la imagen de esos jóvenes jubilosos pulverizando a golpes de mandarria la pared que les impedía acceder a un futuro luminoso labrado con su propio esfuerzo.

Alemanes cruzando el muro de Berlín en 1989. © Wikimedia Commons / Ralph Hirschberger
Alemanes cruzando el muro de Berlín en 1989. Foto © Wikimedia Commons / Ralph Hirschberger

Este artículo es de hace 4 años

El 9 de noviembre de 1989 comenzó el derribo del Muro de Berlín y la desaparición del comunismo en Europa. Hace 30 años de ese extraordinario episodio. Lo recuerdo como los días más felices de mi vida.

Es imborrable la imagen de esos jóvenes jubilosos pulverizando a golpes de mandarria la pared que les impedía acceder a un futuro luminoso labrado con su propio esfuerzo. La libertad era eso: poder luchar por un mejor destino sin un Estado que decidiera en nuestro lugar, sin un Partido que escogiera nuestras opciones, sin los ojos permanentes de la policía política posados en nuestra nuca.

¿Qué hubiera pasado si Gorbachov invoca la “Doctrina Brezhnev” y lanza los tanques del “Pacto de Varsovia” sobre los manifestantes y asesina a 10,000 berlineses? Nada. No hubiera pasado nada. Fue lo que hicieron los camaradas reformistas chinos ese mismo año de 1989 en Tiananmen. Mataron a millares de disidentes y “la primavera china” se secó inmediatamente. Si Gorbachov recurre a la violencia el comunismo seguiría imperando en la URSS y en el Este de Europa.

¿Por qué Gorbachov no lo hizo? En primer lugar, por razones psicológicas. Gorbachov no era un hombre sanguinario. Me contó su principal ideólogo, Alexander Yakovlev, que ellos rechazaban la violencia. Eran comunistas y patriotas, pero no asesinos. Además, pensaban que había que “liberar a Rusia del peso de la URSS” y eso se podía hacer sin coacciones ni represalias.

Solo el costo de mantener a flote el satélite cubano le había significado a la tesorería moscovita más de 60,000 millones de rublos a lo largo de los años, sin contar los equipos militares, la misma cifra que tenían de déficit el año en que fue disuelta la URSS. Y encima, Fidel Castro, además de lo que le costaba a la Unión Soviética, no cesaba de conquistar países absolutamente improductivos que colgaba insensiblemente del presupuesto de Moscú: Nicaragua, Angola y Etiopía, mientras intrigaba contra la “perestroika” y el “glasnost” y aplaudía la presencia militar soviética en Afganistán. Aquello era intolerable.

Gorbachov quería transformar a Rusia en una nación realmente desarrollada, próspera y libre, pero sin propiedad privada de los medios de producción, regida por un sistema planificado, de acuerdo con el proyecto colectivista marxista.

Abandonaba, eso sí, el leninismo, por todo lo que tenía de represor, olvidando que Marx había propuesto “la dictadura del proletariado”. De alguna manera, Lenin, y luego su discípulo Stalin, se habían limitado a crear la metodología para implementar ese tipo de dictadura preconizada por el filósofo alemán.

“¿Por qué fracasó Gorbachov?” le pregunté a Yakovlev, lo que también lo incluía a él en el desastroso fin de la perestroika. Se quedó pensando unos instantes mientras miraba a la ventana. Golpeó con su pipa la pata de palo que le había quedado como muestra de su condición de héroe de la Segunda Guerra Mundial y, finalmente, me dijo con un dejo melancólico: “porque el comunismo no se adapta a la naturaleza humana”.

Era cierto. Por eso había fracasado en todas las latitudes –germanos, latinos, cristianos de diversas denominaciones, musulmanes, asiáticos– y con todo tipo de líderes: educados, agraristas, proletarios, locos y cuerdos, precavidos y aventureros. No había excepciones.

En cambio, la superioridad del modelo occidental, la democracia liberal, era evidente. ¿Por qué? Exactamente por lo contrario: era una expresión de la naturaleza humana. La democracia liberal había parido a Corea del Sur. El colectivismo y la planificación, a Corea del Norte.

La democracia liberal admitía la diversa variedad de las personas, lo que entrañaba hábitos, conductas y resultados diferentes, rasgos que provocaban una inevitable estratificación social. Aceptaba el mercado y rechazaba el mundillo concebido por los planificadores. Lejos de rechazar y perseguir a los emprendedores, los aplaudía y encumbraba, porque la mejoría constante del entorno se debía a la competencia, aunque se sabía sin la menor duda, a partir de Joseph Schumpeter, que el mercado se alimentaba de los cadáveres de los más ineficientes.

A 30 años de su desaparición europea, el colectivismo, entreverado con el narcotráfico, regresa por sus fueros y asoma su oreja peluda en algunos países de América Latina. Ya no se trata de crear el paraíso en la tierra, sino el infierno. No prevalecerá. Tampoco se adapta a la naturaleza humana.

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Carlos Alberto Montaner

Carlos Alberto Montaner Suris es un periodista, escritor y político cubano


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