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Un caballo para retratar el hambre en Cuba

Los personajes de El Caballo no son buenos ni malos, solo cubanos atrapados en la perversión del delirio totalitario.

Berto, el Guajiro, izquierda (Adrián Mas) y Mario, luchador cubano (Ariel Texidó) © Cortesía
Berto, el Guajiro, izquierda (Adrián Mas) y Mario, luchador cubano (Ariel Texidó) Foto © Cortesía

Este artículo es de hace 2 años

Lilo Vilaplana se metió en caballo de siete cuartas y salió airoso con una película que retrata la pobreza en Cuba, al modo de Virgilio Piñera en su desternillante Carne de René y el mítico Juan Candela de Onelio Jorge Cardoso, que caminaba siete días con sus lunas, pegado a la ciénaga, y volvía con sacos cargados de comida.

La comida y los caballos son obsesiones desde 1492 por furor, delirio, escasez y charada; todo un reto para cualquier creador porque en esos temas, como en la pelota y el amor, los cubanos se consideran campeones mundiales y Vilaplana afrontó el desafío de retratar la pobreza con virtuosismo, mirada transversal y alejado del maniqueísmo que suele teñir los relatos cuasi épicos y contrapuestos de la pugna nacional.

Lilo Vilapana, con melena, durante el rodaje de El Caballo / Foto: Cortesía

Los personajes de El Caballo no son buenos ni malos, solo cubanos atrapados en la perversión del delirio totalitario, que castiga con mayor dureza la disidencia política que la picaresca para comer, con policías y ladrones igualados en el hambre de carne roja, el desvelo por los hijos y la incertidumbre.

Fabian Brando interpreta al trágico Pablito / Foto: Cortesía.

En la película, que es un viaje de ida y vuelta de La Habana sitiada a la Artemisa vigilada, nadie se salva; todos están condenados a la simulación y el sobresalto para poder comer; excepto Pablito (Fabian Brando) que -emulando a Moñigüeso- desencadena un final sangriento porque no concibe su vida de hijo consagrado y necesitado de café, sin la pasión carnal que desata en su hipotálamo Adria (Alina Robert).

Adrián Mas se metió en la piel de Berto, un guajiro que sabe por donde le entra el agua al coco y consiguió transitar de la certeza a la duda en un mismo plano, espoleado por su mujer Olga (Grettel Trujillo) que juntó en su rostro toda la rabia contenida de la mujer cubana, una de las principales víctimas del castrismo empobrecedor y liberticida.

Olga (Grettel Trujillo) y Adria (Alina Robert), derecha, en El Caballo

La escenografía y ambientación recrea acertadamente la Cuba decadente y frustrada, donde los personajes se mueven en la lucha por la supervivencia que implica comer una vez al día y lamentar el encarcelamiento de un vendedor de champú por la izquierda como si hubiera muerto un ser querido.

Un opositor enjaulado en su propia casa, pintarrajeada por las porras tardocastristas, que insultan a ritmo de bocaditos gratis, y la madre de Pablito, postrada, muda y con la hemoglobina por el piso, simbolizan a Cuba que ya casi nada espera porque la nada, nada inspira, como advirtieron Los Zafiros, cuando alguien buscaba cariño.

Tania Bruguera, Yunior García Aguilera y el propio Lilo Vilaplana sirven a la nación como solo saben hacer los virtuosos no sujetos a componendas ni concesiones, que nada tienen que ver con la estética; y no es mérito menor porque Cuba, además de palos, frustración y desencanto, es también desmesura como ese festín agónico de carne y sexo que engulle a los protagonistas de El Caballo, que los vecinos de Miami pueden ver en el Tower teatro, de lunes a jueves, a las siete de la noche.

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Artículo de opinión: Las declaraciones y opiniones expresadas en este artículo son de exclusiva responsabilidad de su autor y no representan necesariamente el punto de vista de CiberCuba.

Carlos Cabrera Pérez

Periodista de CiberCuba. Ha trabajado en Granma Internacional, Prensa Latina, Corresponsalías agencias IPS y EFE en La Habana. Director Tierras del Duero y Sierra Madrileña en España.


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