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Un profe cubiche muy lejos de Cuba Isla Bella

Un maestro cubano de español se hace famoso haciendo cantar a sus alumnos de preuniversitario en Seattle una canción de Orishas de amor por Cuba. ¿Habría podido hacer lo mismo un profesor estadounidense de inglés en Cuba?

El profesor de español Carlos Lazo cantando "Cuba Isla Bella" junto a sus alumnos en Seattle. © Fotograma del Video publicado por Carlos Lazo.
El profesor de español Carlos Lazo cantando "Cuba Isla Bella" junto a sus alumnos en Seattle. Foto © Fotograma del Video publicado por Carlos Lazo.

Este artículo es de hace 5 años

Richard Smith tiene el cabello desordenado, rubio rojizo, y es más flaco de lo aconsejable en una isla cubana donde la delgadez despierta lástimas. Desde hace cuatro años enseña su inglés natal en una escuela preuniversitaria de Lawton.

Cuando decidió mudarse desde Boston a La Habana supo que el magisterio podría darle de comer. Se convirtió en el teacher gringo.

El “Preuniversitario Mártires de Cangamba” de Lawton ganó fama nacional una mañana cualquiera. Qué digo nacional: fama terráquea. De esa que han bautizado con el enfermizo nombre de viral. Todo, porque el teacher gringo Richard Smith grabó a los treinta adolescentes habaneros de su calurosa clase cantando Born in the USA, de Bruce Springsteen.

La efervescencia patriótica por una tierra ajena y los divertidísimos acentos criollos conque los jovencitos cubanos entonaron el himno rockero estadounidense provocó un furor indetenible: desde el Noticiero de la Televisión Cubana hasta las cadenas extranjeras acreditadas, todos se rindieron al encanto del teacher gringo que ideó un método genial para vitalizar su clase de inglés.

El “Preuniversitario Mártires de Cangamba” de Lawton no existe.

El teacher gringo Richard Smith no existe.

Su clase, su experimento musical, sus alumnos, su fama: nada de esto existe.

Esta historia es tan apócrifa que tú mismo, desconfiado lector, estabas a punto de correr a comprobar en Google la invención que te estaba contando este impúdico artículo.

La anécdota es tan imposible como sí es posible, y mucho, la extraordinaria historia de Carlos Lazo, el maestro cubano de español de una escuela de Seattle, Washington, que dedicó cinco pacientes semanas a enseñar a sus alumnos la letra de “Cuba Isla Bella”, el exitazo de Orishas, y que ahora ha reventado el cibermundo con un video que pone la piel de gallina hasta a los que más presumen de ríspidos o apátridas. Como el que esto escribe.

La cadena KING5 News de Seattle cubrió el suceso: los presentadores exhibían sonrisas cómplices, había una ternura inevitable en esos jóvenes de décimo grado a los que un profesor cubano les había inyectado amor por otra cultura, otra tierra, otra lengua, otras músicas distantes y ajenas. Que alguien coja un mapamundi y mida de Seattle a La Habana.

Carlos Lazo, "el profe cubiche", ha llevado a sus estudiantes a Cuba Isla Bella. Sus alumnos han recitado los Versos Sencillos de Martí frente a la Plaza de Armas. Hay algo meticulosamente hermoso en todo esto. Me sobra explicarlo.

Pero no me sobra pensar en mi personaje ficticio Richard Smith. No me sobra preguntarme qué habría pasado en Cuba con un improbable profesor gringo que hubiera querido educar a sus improbables alumnos en el amor por los Estados Unidos, esa tierra cercana y mística a donde todos terminan emigrando alguna vez, temporal o permanentemente, lo mismo José María Heredia que Félix Varela que El Duque Hernández.

Qué habría pasado en Cuba con un improbable profesor gringo que hubiera querido educar a sus improbables alumnos en el amor por los Estados Unidos, esa tierra cercana y mística a donde todos terminan emigrando alguna vez, temporal o permanentemente

¿Cuánto habría durado en su clase el profesor Richard Smith?

No lo sé. Sí sé cuánto duró en su clase de escuelita primaria de Bayamo, en el oriente del país, el maestro Enrique Martínez Fajardo: fue acusado alguna vez de predicar loas al capitalismo en su logia masona, empleando versos de Walt Whitman y William Faulkner. La próxima vez que volvió a ver a sus alumnos fue en un acto de repudio frente a su casa. Le llevaron a sus niños de cuarto grado a gritarle gusano y vendepatria. Nadie me lo contó. Yo los vi salir con sus uniformes y sus pañoletitas rumbo a ese pogromo: eran mis compañeros de escuela.

¿Bajo qué enloquecido argumento la educación estalinista de nuestra Cuba Isla Bella admitiría en sus filas a un maestro yankee que, colmo de males, no ocultara ni pasión ni orgullo por el país que le dio nombre y cultura?

No, ese argumento, como mi etéreo profesor Richard Smith, no existe. No puede existir porque ante todo debería existir, primero, un país sin complejos. Un país libre de ataduras provincianas, donde la conflictiva semilla del nacionalismo no se hubiera vuelto política de Estado hace mucho tiempo, y donde aquello de defenderse de la penetración cultural foránea no fuera un asunto de seguridad nacional.

Y los maestros de inglés en Cuba han debido caminar siempre de puntillas. Han debido sobrevivir al rebufo en la nuca, acechante, de un aparato de vigilancia que siempre, siempre, sin excepción, los consideró poco confiables y muy cercanos a la traición: enseñar músicas en inglés, por ejemplo.

Esto no me lo contaron. Los dos seres que me trajeron a este mundo enseñaron inglés por casi treinta años en escuelas de Cuba. Durante el Período Especial más jodido, yo viví en una casa-escuela donde se enseñaba inglés para comer. En sentido literal.

En consecuencia, nadie me contó que las canciones debían ser muy bien escogidas e inspeccionadas. Nadie me contó que a los alumnos los interrogaban sobre qué métodos enseñaban los teachers o qué ejemplos ponían para explicar las frases idiomáticas anglosajonas. El fantasma del “diversionismo ideológico” mordisqueando siempre en los tobillos a los profes de inglés de un país donde prácticamente todas las películas, documentales, series y programas musicales emitidos en televisión nacional, eran paradójicamente en inglés.

El didáctico gringo Richard Smith, en el inverosímil caso de que hubiera llegado a un aula cubana, habría destinado los primeros diez años de su magisterio a recibir aprobación sobre la canción específica que quería enseñar a sus educandos. Más fácil recibía los cuños de autorización para un tema de Pitbull que para uno de Bruce Springsteen, juglar rockero del orgullo y el honor sociocultural estadounidense.

Carlos Lazo sin saberlo ni quererlo ha terminado lanzando un poderoso mensaje doble. Él ha querido gritar a los cuatro vientos el orgullo que siente por una tierra que pare lo mismo a José Martí que a Orishas, y lo ha conseguido. Pero de paso nos ha lanzado un recordatorio de las diferencias irreconciliables que existen entre las naciones libres y los pueblos víctimas de yugos ideológicos. Nos ha recordado que no es lo mismo ser profe dentro que lejos, muy lejos de nuestra Cuba Isla Bella.

La sorna despreocupada conque inaugura su filmación (“Oye, estos chamas me tienen cansa'o ya, man, no quieren aprender español, se pasan el día con el telefonito con las cancioncitas esas en inglés…"), el disfrute apoteósico al final de sus cinco minutos de video, la pasión con que sus alumnos alzan una bandera extranjera en clase, sin miedos a reprimendas, sin precauciones, sin pedir permisos o autorizaciones, son luces de bengalas que nos recuerdan la maravilla de que nuestras libertades de expresión, de pensamiento y de reunión sean protegidas con mano de hierro.

Que Carlos Lazo sea hoy un personaje amado en Seattle, con su bandera cubana y su acento de asere tropical, es como para llorar de emoción. Muchos internautas lo han hecho con su video. Que el teacher gringo Richard Smith, de una imaginaria escuelita de Lawton, siga siendo una estúpida utopía es también como para echarse a llorar. Y no de emoción.

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Ernesto Morales

Periodista de CiberCuba


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