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Leiner, ídolo de alguna parte de cuyo nombre no quieren acordarse

Cuba se cree tan sobradilla como para renegar de Cabrera Infante, el Duque Hernández, Celia Cruz… y ahora Leinier Domínguez

Leinier Domínguez, subcampeón de Estados Unidos © Facebook / GM Leinier Dominguez
Leinier Domínguez, subcampeón de Estados Unidos Foto © Facebook / GM Leinier Dominguez

Este artículo es de hace 4 años

Hacen mal los futuros historiadores del naufragio cubano en desentenderse de las pequeñas joyas, homenajes a la degradación, que de vez en vez ganan portadas en los pasquines oficiales. La prensa cubana sirve para observar las tripas de los que mandan, nunca las del pueblo de lectores o televidentes a quienes no les importa informar, sino domesticar. Es cierto.

Pero en el proceso surgen perlas muy representativas. “El ídolo de Güines, subcampeón de Estados Unidos” esa publicación surgida como justificación para el mutismo oficial sobre el hito de Leinier Domínguez en el torneo estadounidense del deporte rey, es digna de academia de ética, de periodismo, de humanidades en general.

Ese texto, que primero fue post de Facebook, luego reconvertido a petición de la maquinaria propagandística cubana en articulejo mal escrito y peor concebido, es el botón que nos ahorra la magnitud de la muestra: si un tipo joven, nacido (según sus redes sociales) en Playa, Ciudad de la Habana, es capaz de atacar con tanta mala tinta a un superdotado admirado por tirios y troyanos como Leinier Domínguez, no solo le hace el clásico homenaje que rinde la mediocridad bocona al genio silente. No es eso nada más. También nos recuerda cuán jodida está el alma de una nación donde un escribano irrecordable como Michel E. Torres Corona se cree en el derecho de escupir con sus consignas cederistas el legado de Leinier Domínguez, y quedarse tan ancho.

Resumamos el bodrio en cuestión: Leinier dejó de ser digno de cobertura periodística cubana cuando optó por mudarse a Estados Unidos y, en consecuencia, decidió competir como estadounidense naturalizado a los efectos del ajedrez internacional.

Leinier dejó de ser digno de cobertura periodística cubana cuando optó por mudarse a Estados Unidos y, en consecuencia, decidió competir como estadounidense naturalizado a los efectos del ajedrez internacional

Por ahí van los tiros de salva de este pobre hombre que hoy se bate en retirada desde su propio muro de Facebook con la legión de lectores, conocidos suyos incluso, que le recuerdan una verdad de mármol: algún se va a arrepentir de haber prestado su poquedad -que ni siquiera va sobrado de virtudes escriturales o referencias culturales- para atacar a un Leinier no solo de talento probado: también de honor, clase y afabilidad más probados si cabe.

A mí leer sus dos oraciones de apertura, ese opening tan de suicidio argumental, me dejó alguna basurilla en cada retina: “Se puede entender que una persona renuncie a su Patria. Podemos perdonar incluso que se tome la dulce Coca-Cola del olvido”. Ya ahí, citando al ácido Holden Caulfield, “aquello me mató”.

Porque usted puede tragarse el tétrico lugar común de esa famosa Coca-Cola viniendo de un vecino sin pretensiones que un día se le aparece en su Inbox a reclamar con un poco de humor -cree él- que usted se haya desentendido de sus, ay, raíces. Pero que el recurso de secundaria básica con monograma y pañoleta se emplee en la segunda idea del libelo desmerecedor contra el mejor ajedrecista cubano desde José Raúl Capablanca, incluso el mejor de toda Latinoamérica, es de apaga y vamos.

Michel, el chico de barba rala como un intento, un querer de pelos y no poder, se pone al brazo la adarga de la cursilería más facilonga encontrable en su arsenal de ujotacé, para atacar a algo parecido a un genio. ¿Nos enteramos del despropósito? Es que ya ni se la curran buscando redactores de bandos inquisitoriales: cualquiera, les sirve cualquiera. No se pide talento. Con alma bovina y un poco de envidia malsana alcanzará.

Porque el culpable de ese texto, cuyo título ya es un canto al no periodismo, dice que como Leinier decidió competir por el enemigo, o algo así, “tampoco vamos a promoverlo o agasajarlo”, y que “tampoco podemos exigir que Cuba celebre a esos que ahora compiten en equipos de otras nacionalidades”. Por ejemplo. Algo así ha tenido la temeridad de gritar por escrito.

Y nadie le advirtió, o su espíritu de autoconservación no le susurró, digamos, que exhibir semejante confusión entre lo que debería ser el contenido elemental de cualquier prensa responsable del mundo, y la propaganda más intestinal que exporta Cuba desde sus foros y periodicuchos, nos podría llevar a la conclusión, que no se me ofensa el agrio adalid, de que estamos en presencia de un tonto útil sin nociones, ideas, ni decencia. Sobre todo, sin decencia.

¿Desde cuándo cualquier periodismo mínimamente atendible dicta que solo debe prestársele cobertura informativa a las hazañas de individuos que compitan bajo ciertos pasaportes, burocracias, ideologías, nacionalismos de vomita y vete?

En el colmo de la incultura más feroz, digna de nalgadas con pamper corrido, Michel E. Torres Corona nos ilustra: “Capablanca fue campeón mundial y nunca renunció a su bandera”. Escrito esto, se enjugó una lágrima y prosiguió como si nada. Como si no acabara de inmortalizar un disparate: Capablanca, como cualquier cubano vivo en 1921, no necesitaba renegar ni reafirmar algo parecido a una bandera, una cubanía, o provincianismos afines. Era una idea tan perturbadora, tan desconcertante por idiota, como explicarle a un francés de hoy que su francesidad podría estar sujeta al sitio donde plante su hogar o a la nación por la que compita en un certamen de ajedrez.

La Cuba de entonces, para horror del aparato que Michel sostiene con su pluma cacofónica, jamás exigió al genio Capablanca que jurara fidelidad a un sistema, o una bandera, ¡y “la máquina de jugar ajedrez” había trabajado incluso en la cancillería nacional antes de su gloria como trebejista! Algo así cuenta Guillermo Cabrera Infante en uno de los mejores escritos jamás publicados sobre el gran José Raúl: “Capa, hijo de Caissa”.

Pero eso no lo ha leído el artesano Michel. Él se contenta con que, por ejemplo, a Cabrera Infante le nieguen también en la oficialidad castrista su condición de orgullo nacional.

En el año 2000, el diario Granma publicó un recuento de los grandes méritos alcanzados desde Cuba, o por cubanos célebres en el siglo que recién moría. En el apartado cultural, el pasquín oficial refería el merecimiento de dos Premios Cervantes por parte de dos escritores cubanos: Alejo Carpentier y Dulce María Loynaz. Los dueños de la cubanía borraban a Cabrera Infante, nacido en Gibara y criado en La Habana, del mayor premio de las letras hispanas.

Como habrían hecho con Capablanca si hubiera vivido más de media vida en Estados Unidos (murió en Nueva York) si el Capa hubiera tenido la mala fortuna de vivir, pobrecillo genio, bajo la dictadura de pasaportes que el enérgico Michel E. Torres Corona corporiza.

Pero quizás lo más alucinante, lo que tira como con un gancho de la risa y la burla sin piedad, es la noción de que Cuba da una lección de algo a recienvenidos en esto de ser apátridas como Leinier, o a apátridas de pedigrí histórico como El Duque Hernández, Celia Cruz o Paquito de Rivera. ¡El castrismo es una máquina destructiva tan eficaz que ha terminado convenciendo a no pocos de que renegar de la gloria alcanzada por sus hijos en otros predios no solo le es ajena al país, sino que le es tóxica e inmoral!

El castrismo es una máquina destructiva tan eficaz que ha terminado convenciendo a no pocos de que renegar de la gloria alcanzada por sus hijos en otros predios no solo le es ajena al país, sino que le es tóxica e inmoral

Me río de solo pensarlo: a estas alturas del siglo XXI uruguayos y argentinos se despedazan por colgarle a Horacio Quiroga la nacionalidad propia y definitiva; los alemanes reclaman a la historiografía estadounidense devolverle la condición germana al gran Hans Bethe; y Cuba se cree tan sobradilla como para renegar de Cabrera Infante, el Duque Hernández, Celia Cruz… y ahora Leinier Domínguez.

Pero lo que tampoco dice el limitadito Torres Corona (con apellidos de mortal ironía ajedrecística) es que los tres ajedrecistas cubanos más grandes de todos los tiempos terminaron viviendo acá, en este mismo sitio de cowboys donde su textículo infame ubica al enemigo de los indios de la isla. Capablanca ya sabemos: Leinier Domínguez y Lázaro Bruzón, ambos, están en estas tierras jodida, molestamente libres.

Como guinda de un pastel de mesa redonda, su estocada filosófica nacida en las catacumbas de la Ñico López, el tecladista Michel nos espeta con tono engolado y trascendental: “Una cosa es ser cubano. Y otra muy distinta es merecerlo”.

Agárrate de la brocha que Michel se lleva la escalera. Eso es coraje y lo demás es tontería. O nula noción del ridículo. Merecer ser cubano, nos dice. ¿Qué se responde a eso? Los dedos se me niegan a redactar al respecto porque si está esa bandera, no sé, yo no puedo entrar. Solo de pensar que Michel nos desliza, de a poquito, que Leinier no merece ser cubano y él sí. Él, un periodista tan escaso de “nada bueno que se le envidie” nos recuerda que hay que hacer méritos para decirse digno del nacimiento en “la Mayor de las Antillas”. Que no es así por así.

Bien. Yo propongo que este merecimiento pase por no permitirse más de un lugar común por texto, condicionante Michel. Entre la Coca-Cola amnésica y la cantaleta de la Antilla grandota, solamente ahí, te me acabas de quedar sin Patria muchachón. Pase por aquí y deposite su acta de nacimiento. En la oficina contigua le ofrecerán ciudadanías de consuelo tales como guineano ecuatorial o etíope subsahariano, según la disponibilidad de cada cual.

Por último: ¿es inofensivo el escrito nacido de un post, reconvertido en dogma de inquisición y colgado en “Las Razones de Cuba”, uno de los tantos blogs de ciberguerra castrista? Absolutamente no. Me gustaría, pero no.

Y los mismos historiadores a quienes veintidós párrafos atrás recomendé guardar estos testimonios de la aberración nacional deberían tenerlo muy presente: cuando el 24 de febrero pasado la Constitución cubana fue aprobada sin nosotros, los millones de cubanos fugados del encierro; cuando a nosotros se nos cubaniza solo para esquilmarnos los bolsillos con el costo de un pasaporte esclavista y luego se nos trata como a parias sin muertos ni dolientes, la fundamentación filosófica está ahí, en libelos inmetibles como el de Michel E. Torres Corona.

Cuando nos llama mal nacidos por error un presidente que peor preside sin votos ni grandeza, o cuando un vasallo televisivo culpable de mesas redondas como patíbulos nos tilda de excubanos, en realidad el trasfondo es el mismo que esgrime esta vez Michel, tan desaliñado en verbo como en apariencia: que ser cubano no nos pertenece por derecho. Que es un favor que nos otorgan ellos, los dueños del areíto.

Así que paro de contar justo aquí: cuenta la historiografía conocida que el indio Hatuey pidió no ir al cielo si los españoles también iban allí. Puesto yo a escoger entre un país donde la nacionalidad la conservan Michel E. Torres Corona, Yusuam Palacios, Susely Morfa y Miguel Díaz-Canel… o una diáspora sin bordes, pero desbordada por nombrecillos como Lázaro Bruzón, Alexis Valdés, Juan Carlos Cremata, Eliécer Ávila, Carlos Manuel Álvarez, Bian “El B” Oscar, y Leinier Domínguez, “El Ídolo de Güines: subcampeón de Estados Unidos”, me das cinco segundos y te devuelvo cuatro para mi elección.

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Ernesto Morales

Periodista de CiberCuba


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