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Leónides Corbeilla, el anciano cubano que llora como un niño perdido

La precariedad de la alimentación y el súper encarecimiento de la vida con la dolarización de la economía cubana, obligaron al Tio a echar mano a uno de sus antiguos hobbies, ahora supervivencia.

Leónides Corbeilla, ingeniero jubilado © Frank Correa
Leónides Corbeilla, ingeniero jubilado Foto © Frank Correa

Este artículo es de hace 3 años

Leónides "Tío" Corbeilla, 82 años, es ingeniero agrícola que ejerció como inspector de los planes arroceros, hasta 2015, cuando se retiró pensando en descansar en su casa de la playa de Jaimanitas, en el oeste de La Habana, donde también fue un aguerrido militante comunista.

La dureza de su jubilación lo hizo abdicar de sus convicciones ideológicas, tras descubrir que, en Cuba, la persona que se jubila sigue trabajando duro, salvo que tenga acceso al dólar norteamericano o el euro, enviado por familiares; pero no es el caso del Tío.

“Tuve que ponerme a remendar zapatos en el portal de mi casa, para sobrevivir. Mi retiro no me alcanza ni para amarrar la chiva, aunque es solo un dicho, porque la verdad es que no tengo ni chiva que amarrar”, cuenta Corbeilla.

La precariedad de la alimentación y el súper encarecimiento de la vida con la dolarización de la economía, obligaron al Tio a echar mano a uno de sus antiguos hobbies, ahora supervivencia: La pesca, en un viejo bote que tiene atracado en el muelle de Jaimanitas y sale a menudo, de noche, hasta unas dos millas de la costa, soñando, como el viejo pescador de Hemingway, con anzuelar un pez descomunal.

Corbeilla es miembro fundador del Club Nacional de la caza y la pesca de Cuba y cuando iba en cuestiones de trabajo a las arroceras de Camagüey, luego de las inspecciones a las plantaciones, pasaba un par de días de cazando perdices con dirigentes de las empresas locales, en cotos vedados para simples mortales.

Ahora, recibe a CiberCuba en su improvisada zapatería y habla con la cadencia de las olas que muchas veces mueven su barca, mientras el se afana en sacar del mar lo que su vida de jubilado no le da.

Tenía una escopeta de cartucho Remington de dos cañones, de buen calibre, y siempre regresaba a La Habana con un saco de perdices”, rememora. Pero la pérdida de la escopeta por incautación estatal fue el detonante para que el Tio entregara su carnet del partido comunista y comenzara a desconfiar de la justeza revolucionaria.

Un día recibí una citación de la policía, debía presentarme en la unidad con la escopeta, que estaba reclamada y circulada como perdida. Una escopeta que era propiedad de mi familia desde que nací. Mi abuelo cazó con ella y mi padre defendió con ella la revolución en la Crisis de octubre (1962), asegura.

Yo estuve tirando con ella cuarenta años y de pronto aparece circulada como perdida, tuve que entregarla, a la fuerza, comencé una reclamación por gusto que no llegó a ninguna parte. Alguien de arriba parece que se encariñó con la Remington, y pensaría: Este viejo retirado ya no la necesita. Un amigo mío me contó que la vio por la ciénaga, en manos de un hombre cazando patos de La Florida, detalla.

Mi único consuelo es que ya no había nada que cazar, pero me duele en el alma, esa jugarreta del estado contra este viejo desvalido, con su título de ingeniero colgado en la pared y que ha tenido que ponerse a remendar zapatos para redondear el retiro. También he tenido que salir a pescar, para buscar la proteína y el fósforo que tanto necesito, en mi pobre vida de jubilado; aunque el mar también me ha dado la espalda”, asevera.

No hay peces. El otro día, pasé la madrugada en el canto del veril, como el viejo de Hemingway y soñando con una aguja que me sacara de apuro. Pescaba con cuidado, porque tenía solo dos anzuelos, están muy caros como el nylon, no puedo darme esos lujos, estaba pensando en mi vida, en mis años de ingeniero y de dirigente, de mi militancia del partido y la perdida de mi escopeta, que me dolía, cuando sentí un tirón, había enganchado un pez. El corazón casi se me quiso salir.

Trabajé el pez con cuidado, para cuidar el anzuelo y no se desenganchara, pero de pronto todo el peso del sedal desapareció y, cuando saqué el nylon, estaba partido. Perdí el anzuelo y la plomada, seguramente era una pintada, o una picúa.

Me quedaban un anzuelo, debía afinar el tiro. Enganché la otra sardina y tiré el sedal y al poco rato sentí un nuevo tirón, comencé a subir al pez lentamente y era pesado… en mi mente se sucedieron los números, 30 CUC… 40…, pero cuando salió a la superficie resultó ser un pez globo, llamado también pez guanábana o tamboril, una especie no comestible, lo arrojé al mar y nuevamente puse la sardina. Tiré.

Al rato otra vez un tirón y de nuevo la sensación de alegría, de alivio, los números en cuc volando en mi cabeza, para después la decepción y el martirio: era una raya, pequeña, inservible, que arrojé por la borda. Empalmé la sardina otra vez y tire, deje que llegara al fondo, sentí que abajo comían, enganche algo y lo subí: un rascacio, conocido comúnmente como pez piedra, me mordió cuando le sacaba el anzuelo de la boca y lo boté también.

Angustiado por tanta mala suerte volví a tirar y esta vez fue peor, el anzuelo se trabó en una piedra del fondo y cuando jalé la pita lo partí, me quedé sin armas en medio del mar, a dos millas de la costa, con un hambre que no la brincaba un chivo y sin nada que comer en la casa.

Lloré, como un niño perdido, por un buen rato, luego reuní las fuerzas que pude y regresé remando a la orilla.

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Frank Correa

Guantánamo, 1963. Escritor y periodista independiente. Estudió Ingeniería Química en la Universidad de Oriente. Ha colaborado en diferentes medios de prensas independientes, nacionales y extranjeros desde 2008


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