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Beso

Cada vez que nos llevaba de visita a su trabajo -Cubana de Aviación- y alguien, extraño, extrañado, le preguntaba, “¿Son tus hijos?”, la respuesta era, invariablemente, la misma: “Bueno, hasta ahora siempre me han dicho papá, yo no me he puesto a averiguar si son míos o no”.


Este artículo es de hace 4 años

No fue el primero, ni -mucho menos- el último.

Antes -durante y después- hubo más.

Muchos más.

Pero, detrás del que engalana esta crónica, vinimos -sin habernos consultado previamente, es decir, por decantación, tras el ritual irrefrenable del amor más intenso- nosotros, a este vasto, holgado, intenso y ajeno mundo.

Quiero decir, mis hermanos y yo.

Así, la típica imagen de THE END -o final de una antigua película- fue, en realidad, el radiante detonante de todo un inicio.

Extraño es que el azar -ese al que Lezama tildaba de “concurrente”- haya hecho coincidir el deceso de mi mamá, con el cumpleaños de mi papá; justo la jornada siguiente.

Irisado, además, por la coincidencia de la fecha con la celebración del Día de los Padres.

Que la muerte se encargó de cercenarme desde tiempos bien tempranos.

Nunca tuve la suerte de conocer a mi papá ya de mayor.

Mayor él y mayor yo.

Jamás la bienandanza de tenerle como amigo, camarada o confesor.

Y no porque enfermara, o tuviera la mala ventura de desaparecer en un accidente.

No porque me abandonara, como tantos otros “vivos”, mal paridos, hacen -hicieron, o harán- con sus hijos.

Si no porque me lo arrancaron de un golpe, de un tirón.

Sin motivo, sin razón.

Sin ninguna explicación.

Siempre hemos querido creer que su muerte haya sido de las primeras y que no haya sobrevivido al pánico de asistir al segundo impacto explosivo dentro de aquel fatal avión.

Que, en los duros golpes -a la puerta del piloto- que se sienten, en las últimas grabaciones del siniestro, no se asentó jamás su puño desesperado.

Porque ya no existía.

Que las Parcas no se hayan ensañado tanto con él.

Que era tan buena gente, tan entrañable, tan divertido.

Todo un galán de cine.

Alto, altísimo, con seis pies de altura, trigueño, con unos ojos -verde clarito- que hechizaban a primera vista y a nadie nos los legó en herencia. *

*Eran del mismo color de los de mi abuela Isolina, su madre. De la que aprendí que, en un buen bistec con cebollitas, arroz blanco y un huevo frito, cabalgándole encima -este último, cotidiano alimento al que Cuba, bien le debe un tronco de monumento- puede asomarse un atisbo de felicidad.

Luego, el encanto, lo cimentaba con una dilatada sonrisa.

No sólo suya.

Sino del resto de quienes se extasiaban con sus divertidas, adictivas e ingeniosas ocurrencias.

Siempre con un chiste a flor de piel, una broma, una agudeza.

¿Por qué apagaron, tan temprano, su risa?

¿Con qué derecho?

Cada vez que nos llevaba de visita a su trabajo -Cubana de Aviación- y alguien, extraño, extrañado, le preguntaba, “¿Son tus hijos?”, la respuesta era, invariablemente, la misma: “Bueno, hasta ahora siempre me han dicho papá, yo no me he puesto a averiguar si son míos o no”.

Y se derramaba una carcajada final antes del mutis por el foro a nuestro paso.

Porque, asimismo, hacía teatro aficionado.

Le recuerdo en dos comedias sencillas: LA CIGÜEÑA DIJO SÍ y algo que terminaba con la frase MIAMI FLA*.

*Sin siquiera sospechar, por supuesto, que muchos años más tarde, terminaría yo exiliado en esta ciudad.

Y era tan simpático y tan buen actor que llegaron a proponerle algo en la radio.

Pero, como aquello nunca se concretó, la diversión resultó exclusiva para nosotros -sus hijos- y los más allegados.

Fue el rey de las cuadras y las fiestas.

Todo el mundo tenía que ver con mi papá.

Lo que se dice “tremendo tipo, un vacilón”.

Ella; con la mirada más tierna que, jamás, se pueda imaginar.

Con la que nos siguió acariciando hasta que se le apagaron los ojos.

Algo de ingenuidad le sobraba, pues era fácil timarla con cualquier bobería.

De eso se aprovechó el sagaz de mi padre para tenderle, a menudo, cualquier chanza.

Por complicada que fuese.

Como una vez, que la llamó a su trabajo, haciéndose pasar por el dueño de una casa en la playa, que estaba permutando, con las condiciones ideales concebidas por mi mamá en sus anhelos e ilusiones.

Ella contenta le llamó de vuelta y le contó de la propuesta.

Quedaron en que él la recogía y la llevaba hasta Guanabo al término de la jornada laboral.

Allí estuvieron dando vueltas y vueltas, durante horas, buscando una dirección y una casa que, en realidad, no existían.

Hasta que mi papá no pudo más, e irrumpió en risas.

Y mami le cayó a golpes con reproches, aunque, durante toda la vida, después, rememorarlo le provocara, invariablemente, un mar de alegrías.

Ávida de ensueños y dueña de una empecinada esperanza, que conservó hasta el último segundo en que dejé de verle.

Y el recuerdo de tanta felicidad sustentó el resto de su existencia, incluso, cuando él ya no estuvo a nuestro lado.

Supo crecerse, a solas, sin ser de gran tamaño.

A ella, sí que pude “disfrutarla” viéndola envejecer; queriendo lucir -cada vez más- joven.

Poniendo un pie delante del otro -como en tercera posición de ballet y es que también era coreógrafa, ¡eh!- para quedar elegante en las fotos.

Desafiando -una tras otra- las desgracias con su luminosa sonrisa.

Con sus niños y sus bailes. A pura imaginación, enfrentando entuertos.

Compartimos largos viajes y obra, momentos sublimes, divinos.

“Me puedo morir tranquila, mañana mismo” - me decía satisfecha- “He vivido”.

A veces no quiero ni volver a evocar aquellos días tristes -fueron varios- que rodearon a la tragedia de su temprana viudez y nuestra forzada orfandad.

Recordaba -y nos decía- que, más o menos, a la hora en que él debió estar muriendo, ella había vislumbrado un espectacular arcoíris, que se dibujó, caprichosamente, en el cielo.

Y no supo por qué, en ese momento, -hasta mucho después- le recorrió por la piel una conmoción extraña.

Así fue su-nuestra vida posterior.

Ahogando los sinsabores de las desdichas sobre el piélago de un ineludible optimismo.

Erigido a base de sueños para tocar los más intrincable del cielo.

Y todo ese incalculable universo, no nació aquí.

Mas, floreció, dio frutos y se hizo historia, luego de la magia de este beso.

Que hoy beso embelesado.

Pues, me hace vivir.

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Artículo de opinión: Las declaraciones y opiniones expresadas en este artículo son de exclusiva responsabilidad de su autor y no representan necesariamente el punto de vista de CiberCuba.

Juan Carlos Cremata Malberti

Director de cine y guionista cubano. Se graduó en 1986 de Teatrología y Dramaturgia, en el Instituto Superior de Arte (ISA) de La Habana, posteriormente cursó estudios en la Escuela Internacional de Cine de San Antonio de los Baños graduándose en 1990.


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