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Durante años, Boris Arencibia se movió con soltura entre Miami y La Habana. Promotor musical y representante de artistas urbanos, se presentaba como un empresario “apolítico”, convencido de que la música podía servir de puente entre cubanos.
En 2023, su nombre saltó a los titulares como principal organizador del Santa María Music Fest, un evento celebrado en el exclusivo balneario de Cayo Santa María, bajo control del conglomerado militar GAESA.
El festival prometía ser un espectáculo de reconciliación y orgullo cultural: luces, artistas internacionales, mensajes de unidad y una supuesta oportunidad para “mostrar al mundo el talento cubano”.
Pero lo que se vendió como un proyecto de amor y arte terminó convertido en una operación controvertida, con señalamientos de complicidad con el régimen, presunto lavado de dinero y hasta episodios violentos en Miami.
Meses después, Arencibia volvería a aparecer en los medios, esta vez en un contexto completamente distinto: condenado en Estados Unidos por delitos relacionados con fraude y lavado de activos, un desenlace que parecía cerrar el círculo de un personaje que transitó del glamour al descrédito.
El Santa María Music Fest: Lujo, caos y controversia
El festival se desarrolló entre agosto y septiembre de 2023 con artistas de renombre como Tekashi 6ix9ine, Lenier Mesa y Chocolate MC. Los conciertos, realizados en hoteles de lujo operados por GAESA, fueron promocionados como un puente “entre los cubanos de dentro y los de fuera”.
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Sin embargo, desde Miami y las redes del exilio, el evento fue recibido como una ofensa y una manipulación: se interpretó como una maniobra para lavar la imagen del turismo controlado por los militares en medio de la peor crisis económica del país.
A la opacidad financiera del festival se sumó la falta de transparencia sobre su estructura empresarial. No se informó quién lo financiaba, cómo se pagarían los artistas ni a través de qué empresa se canalizaban los ingresos por streaming, disponible solo para cubanos en el exterior.
Fuentes del sector turístico cubano señalaron la posible existencia de una compañía fantasma creada por GAESA para canalizar divisas al sistema militar.
El discurso de la “unidad” como coartada
Arencibia defendió el proyecto en redes con una retórica de conciliación. “Quiero lo mejor para los cubanos”, dijo en un directo por Instagram. “No es un mensaje político, es un proyecto social”.
Aseguró que su misión era “cambiar mentalidades” y “llevar alegría” a la isla, y agradeció a Tekashi 6ix9ine por “cantar gratis para el pueblo de Cuba”, aunque la transmisión del festival fue de pago.
Ese lenguaje de amor y unión, aparentemente inofensivo, sirvió como una coartada simbólica. Al insistir en que “esto no es político”, Arencibia restó importancia al hecho de que cada boleto, cada reserva hotelera y cada dólar invertido terminaban en las cuentas de GAESA, el núcleo económico del poder del régimen cubano.
En los hechos, su discurso ayudó a legitimar una operación turística y propagandística del régimen, desplazando la discusión del terreno político al emocional.
La contradicción era evidente: mientras hablaba de reconciliación, su festival servía de escaparate al conglomerado militar más poderoso de la isla, el mismo que controla hoteles, bancos, tiendas y aeropuertos. La neutralidad que proclamaba era, en realidad, una forma de complicidad pasiva.
La bronca en Miami: Del discurso de unidad a los puños
La polémica no tardó en desbordar las redes. El youtuber cubano Ultrack (Jorge Batista), uno de los críticos más duros del evento, acusó al festival de “lavar la cara del régimen” y denunció públicamente a Arencibia y a Lenier Mesa por sus vínculos con el proyecto.
Pocos días después, el 14 de septiembre de 2023, los tres coincidieron en el restaurante La Mesa, en Miami. Lo que comenzó como una discusión terminó en una pelea a golpes entre Ultrack, Arencibia, Lenier y un guardaespaldas. El influencer y su pareja resultaron heridos y presentaron una denuncia ante la policía.
El episodio, ampliamente difundido en redes y medios, expuso la fractura dentro de la comunidad cubana del exilio, donde en los últimos tiempos las posiciones sobre el régimen y la colaboración con instituciones en la isla dividen incluso a músicos e influencers.
Paradójicamente, aquel enfrentamiento —una trifulca entre quienes decían “buscar la unidad”— se convirtió en la metáfora del fracaso moral del festival: el Santa María Music Fest no unió a nadie; solo amplificó las divisiones que decía querer sanar.
La ambigüedad como bandera
Dos días después de la pelea, Arencibia se defendió públicamente.
Calificó las acusaciones de Ultrack como “una campaña de desmoralización” y aseguró que su familia había sido dañada “solo por apoyar un festival”. Reivindicó que su “posición política siempre ha estado clara”, aunque evitó especificarla.
“No defiendo el comunismo, defiendo el amor y la unión”, escribió, antes de lanzar una frase que reveló su confusión conceptual: “Ellos son los que no quieren la democracia; es con ellos y como ellos quieren que sea, si no te acusan y desmoralizan”.
En esa declaración, Arencibia no solo buscó victimizarse: redefinió la idea de democracia para atacar a sus críticos. Al etiquetar de “antidemocráticos” a quienes lo cuestionaban por colaborar con una dictadura, desplazó el debate hacia un terreno moral y sentimental.
Su ambigüedad se volvió ideológica: una neutralidad calculada que lo situó por encima del conflicto, pero en la práctica lo alineó con el poder que decía no defender.
Un patrón que se repite: Del fraude sanitario al lavado cultural
La controversia del Santa María Music Fest no puede entenderse de manera aislada. En los últimos años, varios ciudadanos cubanos o de origen cubano han sido acusados en Estados Unidos de fraude sanitario y lavado de dinero con posibles conexiones financieras o logísticas hacia Cuba.
Casos como el de Edelberto Borges Morales, detenido en 2025 tras un fraude de 41 millones de dólares al Medicare e intento de fuga hacia la isla, o el de Eduardo Pérez de Morales, implicado en el lavado de más de 200 millones mediante remesas hacia Cuba, muestran un patrón cada vez más visible: empresas fachada, dinero procedente de delitos financieros y uso de estructuras cubanas opacas para borrar el rastro del capital.
Aunque no hay pruebas públicas de que GAESA participara en esos esquemas, la estructura financiera del régimen —centralizada, sin transparencia y controlada por los militares— ofrece el entorno ideal para operaciones de lavado.
En Cuba no existe auditoría independiente, el secreto bancario es absoluto y las empresas militares de GAESA manejan el turismo, el comercio y las remesas sin rendir cuentas.
El caso Arencibia, aunque revestido de luces y escenarios, encaja en esa lógica sistémica: un flujo de capitales desde Estados Unidos hacia negocios bajo control de GAESA, legitimado por un discurso cultural y despolitizado. En vez de remesas o facturas médicas falsas, aquí el vehículo pudo haber sido un festival de música.
Del glamour al calabozo
Con el paso del tiempo, la narrativa de empresario conciliador empezó a desmoronarse.
Las investigaciones federales en Estados Unidos revelaron que Arencibia enfrentaba acusaciones por fraude y lavado de dinero, relacionadas con su red de empresas médicas en Florida.
En 2025 fue condenado a prisión, cerrando un ciclo que había comenzado con una fachada de éxito y terminó con la confirmación de un patrón de engaño.
Su caída iluminó, retrospectivamente, el verdadero sentido del Santa María Music Fest: no solo un evento fallido, sino un síntoma de cómo el dinero sucio y la complacencia política se cruzan en la frontera invisible entre Miami y La Habana.
Epílogo: La máscara del amor
Hoy, el nombre de Boris Arencibia resume una contradicción: la de quienes proclaman “unidad y amor” mientras negocian con estructuras que oprimen y censuran.
Su discurso sentimental, sus llamados a la reconciliación y sus ataques a “los que no quieren la democracia” lo colocan en un territorio de neutralidad moral que beneficia al poder totalitario.
Como tantos otros antes, Arencibia se presentó como “puente” y terminó siendo cómplice involuntario del régimen que decía querer cambiar.
El Santa María Music Fest fue su intento de brillar; la justicia, su telón final.
Entre ambos extremos queda un retrato incómodo: el de un empresario que, al confundir la unión con el silencio, terminó convirtiendo el arte en escaparate del poder de la dictadura más longeva del hemisferio occidental.
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