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Memoria del Exilio: "La guerra y la paz"

¡Hasta el Internet, en Cuba, han logrado ponerlo por la libreta!

Pantalla de un teléfono móvil © Cortesía del autor
Pantalla de un teléfono móvil Foto © Cortesía del autor

Este artículo es de hace 5 años

Después de Tolstoi, servirse de ese título, es nadar en redundancia. Y secarse, en vano, muy ufano, con carencia de originalidad.

Viene a colación el encabezamiento, aún más, en referencia, al ilógico lema que, creo aún adorna algunos correos cubanos, donde puede leerse: EN LA GUERRA, COMO EN LA PAZ, MANTENDREMOS LAS COMUNICACIONES.

¡Tamaño dislate! Cuando las hostilidades se desatan, precisamente, con el cese de todo trato, o algún intercambio. Es la conflagración salvaje, irrazonable – por animal - el reverso a cualquier tipo de correspondencia o conexión sensata y humana.

Ja, ja, y háblenle de mantener la conexión, a los usuarios de los wifi-parque en la isla.

¡Hasta el Internet, en Cuba, han logrado ponerlo por la libreta!

Pero hemos de saltar, al respecto, hacia el lado de acá, hacia la “otra orilla” – con la misma comidilla, que no es lo mismo, pero, a veces, sabe igual - para narrar lo sucedido, durante estos días, bordeando, además, por demás, e inmersos, en el mismo tema.

La más reciente - que espero, y sé, que no será la última – borrachera, de mi amigo americano, fue la causa, evidente y latente, del extravío, consecuente, de su teléfono. Qué, en estos tiempos, resulta mucho más doloroso, que perder a una mascota, o a un familiar cercano. Y es que el móvil ya es, un anexo a nuestro cuerpo, como un adyacente del organismo humano. “Alma, corazón y vida”, las tres cositas, que promueve la canción. Y que “nada más”, según ella, “te doy”.

Con la traumática depresión post-curda-de-varios-días-continuos, ese hombre parecía morirse y estirar la pata en contubernio. Lloraba, como un inmolado mártir, repitiendo: “arruiné mi vida, no sirvo para nada, no valgo un centavo”. Y en ese estado, se mantuvo, casi, cuarenta y ocho horas.

En un momento de su after-embriaguez, me confesó su acentuado temor a que, por la noche, sobradamente airado, con esa especie de contestador, alter ego, o Alexa, que sé yo, que le responde y “asiste” en sus plegarias telefónicas, lo hubiese lanzado, por los aires, mandándolo lo más lejos posible. Y ahora, como es lógico, le dolía su ausencia incesante y por supuesto, se arrepentía angustiante.

Organizamos, así, una operación de búsqueda, localización y captura, con linternas-espejos-reflejos-del-sol, por los alrededores del posible más allá, al que había sido expulsado, ebrio-rabiosamente, el dichoso aparato.

Pero… nada.

Ese hombre se extinguía, silencio a silencio. Vagaba incomunicado. Era la nulidad en persona. Cuando no dormía, lloraba. Hasta que decidió, finalmente, comprarse un equipo nuevo.

Pero, era domingo. Y un poco, bastante, caída la tarde.

Salimos en su camioneta y, sólo avanzamos dos cuadras, para descubrir, que, en medio de la calle, yacía el cadáver de lo que había sido, hasta hace poco, su socorrido dispositivo de intercambio social, es decir: su celular.

El hallazgo del cuerpo fue importante para calmar su desasosiego (que es una de las palabras más mariconas que, creo, tiene el vocabulario; pues no hay mucho macho que controle, ese atiborramiento de seseos, que tejen una “rarita”, o “afectada”, armonía, entre sus sílabas, sosegadamente pronunciadas). La hipótesis más cercana, a la que pudimos arribar, situados en la escena del crimen, fue qué, al regresar del bar, en el carro de una amiga, cuando intentó despedirse de ella, colocó, involuntariamente, el receptor sonoro, sobre el techo del auto, el cual, por consiguiente, al desplazarse, lo catapultó hasta donde lo habíamos encontramos. Mucho tiempo después, de que, varios tipos de autos, durante largas jornadas, le pasaran, machacándolo, continuamente, por encima. Y, al parecer, con saña, encono y alevosía. El pobre utensilio estaba hecho talco. De tan desping… era como una obra de arte. Le pedí que me la donase, para una exhibición, o un futuro proyecto plástico. Por suerte, pude hacerle la foto que acompaña a este texto. Me explicó que tenía que devolverlo. El seguro le cubría algo del costo, de lo que estaba obligado a empeñar. Así recibiría su nuevo Iphone, por correo, al día siguiente. Y antes de las ocho de la noche.

Yo, como ni siquiera tengo dinero para arrojar al vacío a mí, más que, subnormal, oligofrénico, Samsung – por más beodo que esté - aproveché el hecho de encontrarme en la tienda, para hacerme unos selfies, tan selfies, que no se me antoja hacerlos público. Pero, se me ocurrió que fueran, como aquella campaña publicitaria, que rezaba: “Usted también puede tener un… Móvil más digno, terminaría en mi caso.

Mi atolondrado roommate, tuvo que esperar todo un angustiante día, con sus exasperantes horas, retardados minutos y mortificantes segundos – los cuales contribuyen, a su vez, con su obstinada demora, a que la ansiedad sea, cada vez más, enorme - para que le tocara a la puerta de la casa, un técnico de la compañía, a la que está afiliado, trayéndole, finalmente, su flamante, barbitúrico, orado, esperado y añorado, equipo repuesto.

La armonía renovó su fachada y el porvenir se le ofreció, de nuevo, como una rebaja de temporada.

Y como corresponde - ante todo, lo bueno y lo malo – la ocasión fue razón y motivo, más que suficiente, para celebrarlo. Vivir es imperativo. No queda de otra. O bueno, cualquier variante posible, provoca una inacción incurable. Y lo más socorrido para empezar los festejos es, invariablemente, el comer, jamar algo.

Mas, como la existencia tiene su cosa, o, como tararea la Aragón: “tiene espina y tiene rosa”, ninguna alegría es completa, ni la felicidad es eterna. Como no lo es, ninguna desgracia, tampoco. Por eso al infortunio, se le desafia con una sonrisa, sobre todo, interior, como de respuesta, sentencia, o afrenta, zafia y rotunda, a la irlandesa: “hey, man, is not the end of the fucking world”.

Fuímonos a zampar, pues, a un afamado restaurante, cuyo nombre no he de mencionar. Pero al que, jamás, he de volver. No por su indiscutible y eficiente calidad gastronómica, sino, por la amarga y singular peripecia, que me tocó latir, en ese lugar.

Llegamos. Nos demoramos, bastante, en elegir entre las distintas opciones, del variado menú. Y mientras esperábamos ser servidos, un movimiento inusual, se generó en la puerta de entrada. Un grupo, de ocho personas, como de la quinta edad, intentaba abrirse paso, y buscar acomodo, para un personaje “importante” a quien antecedían, quasi-escoltándole.

Y el susodicho sujeto, se vino a sentar, justo, frente a mi mirada.

Me habían advertido, o vaticinado, la remota - pero certera - posibilidad de que eso me sucediera, algún día. Muchas veces me preguntaron, con anterioridad, cuál sería mi reacción, ante tan inusitado trance. Y mi respuesta, siempre, había sido la más tranquila. Pero, en ese instante, preso de tan fortuita andanza, la desazón y el malestar, se erigieron cual emporio absoluto en mis adentros, léase bien: mis afectos.

A escasas dos mesas de mi yantar, ubicado en el centro de mis ojos, se cebaba el, execrable, desalmado y sanguinario, asesino de mi padre.

Convertido, es cierto, hoy día en una desvencijada piltrafa. Babeándose por los cuatro costados. Lelo, ido y sin saber, apenas, lo que engullía, cuando alguien le llevaba algo a la boca. Hubieran podido servirle mierda, igual la saboreaba. El grupo de embobados admiradores, a su alrededor, continuamente lo aupaba. Glorificando cada cucharada de sopa que el réprobo, malamente se tragaba. Aplaudiendo, cual focas amaestradas, cuando el maldito enclenque, succionaba un sorbito de cerveza.

- ¿Te quieres ir? – propuso, mi amigo, bien preocupado.

- No. Nosotros llegamos primero. Y no voy a darle el gusto de echar a perder mi almuerzo.

Aunque los garbanzos fritos, que probaba de entrante, se me trabaron en el gaznate. Y tuve que acudir, a la ayuda de una malta, para destupirme el tragadero. Para colmo, la tortilla española, que habíamos solicitado, se demoró un huevo. Y la mitad del otro. De momento, no había nadie que nos atendiera. Tomé agua.

- ¿Qué piensas hacer?

- Nada. No, la película. Que ya la estrené. Ninguna cosa que yo le pueda hacer, a ese andrajo, guiñapo, o error de ente, inhumano, me devolverá la preclara, entrañable y sentida, presencia de mi papá. Siempre lo dije. Y ahora, aunque me resulte fuerte y doloroso, lo asevero otra vez. Cuando tú termines de tragar, nos vamos. A mí, me dejó de interesar, por ahora, matarme el hambre. Además, a esa alimaña ya la historia lo condenó. Es hasta estimulante, poder asistir al show patético de su podredumbre, a su desmoronamiento inminente y a su añeja decrepitud. Verlo convertido en porquería, es como el plato frío que la venganza, en respuesta, me ofrenda.

Aun así, tuve que dispararme, varias temporadas, del insufrible serial culinario, con aquel abominable viejo cagalitroso, destruido, balbuceante y achacoso, que deglutía su condumio.

Lo cual me enmendó, en la práctica, la afamada - trolera, inexacta, fraudulenta, irrazonable y demagoga - consigna “revolucionaria” - tantas veces cacareada, por muchos, en serio y en joda - para convertírseme en: “…cuando un pueblo, enérgico y viril, llora, la injusticia… se alimenta”.

En cualquier lugar del orbe, en cada sitio del planeta. Bajo cada sistema.

E intrínseca, burlona y paradójicamente, esto es aplicable, sobradas las pruebas, para con el abominable autor, de la parafraseada frase originaria.

Conflagración y concordia, intentaron sincronizar en mi alma.

Pero no hubo remedio.

Ni calma. Acendrada, concienzuda, razonable, posible y viable.

Entonces fue, que, al virar la cara – “usted también puede cambiar de canal” sería mi slogan – al volver la vista hacia otra parte, mientras mi socio masticaba los remanentes de su ropa vieja, el azar convergente – “concurrente” es para Lezama – me gratificó, con una sabia, positiva, atinada y garbosa réplica.

A otro lado del bufé, casi arrinconados, terminaba de almorzar, una pareja de ancianos, todavía más vetustos, aún más canijos, y mucho más antiguos, que los pícuos, cheos, pacatos, socatos, disgusting and patetics, terroristas, reaccionarios, que tenía parqueados delante. Estos, en cambio, y al parecer, celebraban siglos de un ininterrumpido amor. Bien juntos.

“Toda una vida, me estaría contigo, no me importa, en qué forma, ni dónde, ni cómo, pero junto a ti…” entonaba María Dolores Pradera, como música de fondo.

El señor pasaba su mano, sobre la mano de ella; que saboreaba, con enfática lujuria, el flan de la casa. Ambos se comían con los ojos. Era una imagen idílica, aplacada, tierna, pacífica y en extremo reposada.

La madura dama concluyó su postre y paseó, elegante, por sus labios, una servilleta de tela. Entretanto, el ancianito sumergió, dos de sus dedos, de la mano derecha, en su copa de agua. Para, acto seguido, introducírselos, por la boca, a su señora, que empezó a mamarle, con energía impar, y sin reparos, el índice y el anular, al cariñoso abuelo, frente a la atónita, perpleja y boquiabierta, mirada de todos.

Te juro, Juana, que tengo ganas, de verte la punta del pie. La punta del pie, la rodilla, la pantorrilla y el peroné.

La cosa se puso divertida. Y un poco más, caliente que en la cocina. Fisting oral, en vivo y en directo. Polvo geriátrico y ancestral. Querer atávico, histórico y consanguíneo.

Revisé en la carta y, efectivamente, como en todo comedor castizo, en ese sitio, se oferta pata y panza y rabo encendido. Y así continuó la programación, con la proyección, meridiana, de esa suerte de porno nonagenaria.

Pagamos la cuenta, sin antes advertirle al camarero insultado, que nos cobró el servicio, y ante su ridículo comentario, bajito, de “yo no sé, cómo no les da vergüenza” que, por nuestro lado preferíamos ese tipo de cariño desbordado, a la beligerancia de quienes promueven la muerte por bandera, arrogándose el derecho de otros, los demás, a vivir.

Por supuesto que no entendió un carajo, de lo que le estaba diciendo. Y nosotros salimos, “como Pedro por su casa”, con “nuestra música a otra parte”, y un “si te he visto, no me acuerdo”, antes de que la actriz y cantante española, empezará a interpretar, ya un poco ronca y descompuesta, por los altavoces: “Amor se escribe con llanto, en el diario amargo, de mi desencanto...”

Dime cómo, León, entonces, no valerme de tú ilustre rótulo, para contar del guirigay inmenso, que convulsiona, detona, denota, conmueve y me resucita adentro.

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Artículo de opinión: Las declaraciones y opiniones expresadas en este artículo son de exclusiva responsabilidad de su autor y no representan necesariamente el punto de vista de CiberCuba.

Juan Carlos Cremata Malberti

Director de cine y guionista cubano. Se graduó en 1986 de Teatrología y Dramaturgia, en el Instituto Superior de Arte (ISA) de La Habana, posteriormente cursó estudios en la Escuela Internacional de Cine de San Antonio de los Baños graduándose en 1990.


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