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Pesimismo y desconfianza como herramientas totalitarias

El miedo corroe a las sociedades totalitarias, donde un simple trámite burocrático, aún cuando esté catalogado como derecho ciudadano, se convierte en trauma y en oportunidad de negocio para la burocracia parásita del esquema totalitario.

Calles de La Habana © CiberCuba
Calles de La Habana Foto © CiberCuba

Este artículo es de hace 5 años

Los sistemas totalitarios usan el pesimismo y la desconfianza como herramientas para profundizar su dominio sobre los ciudadanos a los que, previamente, ha empobrecidos material y espiritualmente, y ha convertido en rehenes mentales de consignas y modos de actuación que socavan la dignidad de las personas y refuerzan sus aristas negativas.

Las civilizaciones comienzan su decadencia cuando se empieza a nombrar mal las cosas, entre otros síntomas, y el diccionario totalitario no solo legitima los yerros lingüísticos, sino que lacera la psicología individual para conseguir un ciudadano inculto, despolitizado, irresponsable y asustadizo.

La travesía de reducir los ciudadanos a súbditos mendigantes incluye un pretendido discurso teórico que persigue fusionar los conceptos de nación, dignidad e independencia con el sistema político de dominación colectiva, que refuerza los símbolos dictatoriales y mengua y hasta elimina la individualidad, la discrepancia, la tolerancia y la libertad.

Rara vez aparece en el cuerpo jurídico que sustenta el totalitarismo una mención explícita al recorte de derechos o garantías, pero la maquinaria política que se asienta en la legislación establece, por encima de todo y como premisa irrenunciable, la lealtad permanente al esquema de dominio, que es reformable, pero solo desde la superestructura, que diseña un escenario de debate irreal, donde calcula el apoyo real, fingido y el desacuerdo de los ciudadanos con su propuesta.

Al inicio, suelen producirse encontronazos violentos y razonables entre gobernantes, la ciudad letrada y gobernados, pero las sucesivas generaciones debutan en una sociedad parametrizada por el miedo, la simulación y el desencanto; donde los choques suelen tener el estruendo del joven que descubre la estafa, el temor de sus padres y la necesidad del totalitario de no renunciar al control absoluto y a producir exiliados e inxiliados que no perturben la senda victoriosa hacia ningún lado.

La estrategia genera un escenario de hastío, rechazo de diferentes grados y simulación permanente, además de estallidos e intentos que van desde pretender reformar un sistema irreformable hasta su derribo violento, pasando por el reacomodo oportunista, que también anida en las filas totalitarias, lo que hace más necesario el control policial y absoluto de todos los compañeros de viaje y adversarios potenciales y reales, dudosos y aparenciales.

El miedo corroe a las sociedades totalitarias, donde un simple trámite burocrático, aún cuando esté catalogado como derecho ciudadano, se convierte en trauma y en oportunidad de negocio para la burocracia parásita del esquema totalitario, donde no faltan pesadillas recurrentes, delaciones y la certeza gradual de que el poderoso es invencible, hasta un día.

Toda esa cochambre provoca un efecto de pesimismo generalizado, donde el ciudadano deja de creer en sus propios valores y en los de sus semejantes, incluida su familia, por miedo y por su lucha diaria por la subsistencia, ignorando la fuerza de su poder real frente a los cancerberos, ideólogos y papagayos de ocasión.

Comienza a aflorar la delincuencia, y –paradójicamente- la inversión de valores tradicionales como la honradez, la amistad y la lealtad en una picaresca generalizada, que el totalitarismo consiente y estimula con disimulo porque genera chances de condenar judicial y moralmente a opositores políticos por delitos comunes, a los que además afea, con un amplio catálogo de descalificaciones rimbombantes que avisan al vecino, amigo y familiar, que ese camino está vedado.

El esquema represivo de miedo y simulación genera entonces la percepción de que la mayoría de la sociedad está perdida, especialmente en jóvenes y colectivos riesgosos para los mandantes y que los malhechores son muchos más que los ciudadanos cívicos, trabajadores y deseosos de una vida mejor espiritual y materialmente.

Tampoco faltan los 'opinionados' que juzgan constantemente la vida de los otros y dos minorías de ciudadanos: los que se oponen con determinación y decencia a los designios totalitarios y los cancerberos ridículos que glorifican el terror y actúan como dictadores en miniatura, erigiéndose en juez del prójimo, como veladores de la pureza.

La única ventaja del totalitarismo es que está condenado al basurero de la historia porque niega la condición humana esencial de libertad y respeto, suele ocupar cortos períodos en la historia de los países que lo sufren y genera tanto rechazo que es el mejor antídoto para el futuro, aún cuando el perseguido no sea capaz de avizorarlo porque bastante tiene con su atribulada existencia.

Las sociedades democráticas son más eficaces y justas que cualquier totalitarismo porque promueven un consenso social amplio, basado en la expansión de la riqueza, en la justicia social, en la confianza hacia los ciudadanos que pueden vivir bien al margen de la partidocracia, que tiene sus propias reglas y servidumbres.

Una democracia es capaz incluso de generar su propia contracultura, a partir de la riqueza espiritual de sus ciudadanos, su compromiso con las personas y su certeza de que la pluralidad enriquece, que el goce de la diferencia es preferible al monólogo disfrazado de algarabía.

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Artículo de opinión: Las declaraciones y opiniones expresadas en este artículo son de exclusiva responsabilidad de su autor y no representan necesariamente el punto de vista de CiberCuba.

Carlos Cabrera Pérez

Periodista de CiberCuba. Ha trabajado en Granma Internacional, Prensa Latina, Corresponsalías agencias IPS y EFE en La Habana. Director Tierras del Duero y Sierra Madrileña en España.


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