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Silencio: Elio Menéndez duerme

La partida del Maestro Elio deja un vacío insalvable en el desmejorado periodismo deportivo cubano.

Elio Menéndez © Cortesía de Marina Menéndez.
Elio Menéndez Foto © Cortesía de Marina Menéndez.

Este artículo es de hace 3 años

Ayer fue el cumpleaños número diez de mi hija menor, Dara Yisel. Estaba por hacerle la panetela de chocolate que me pidió durante días cuando sonó el teléfono. “Murió Elio Menéndez”, me dijeron.

*Quiso el buen azar que mis prácticas de Periodismo discurrieran en la redacción de Juventud Rebelde. Corría los difíciles noventas, y detrás de una arcaica Robotron encontré a un señor canoso y mofletudo, con los ojos a punto de perderse en los gruesos cristales de sus gafas de leer. Me dio la mano, sabrá Dios qué me dijo, y al poco rato ya me estaba regalando las primeras lecciones de un gratuito y espontáneo magisterio. Tenía una memoria de cien Teras, y cien mil toneladas de vivencias. Yo, el muchacho soberbio y descreído, el que quería comerse el mundo con todo el mundo dentro, debí ponerme en modo humilde ante esa cátedra de pasos bamboleantes y cierto dejo hispano en el hablar.

*Así empezó nuestra amistad: de maestro autodidacta a discípulo extrañamente deslumbrado. Entre ambos llovíamos tertulias llenas de remembranzas y polémica; íbamos desde sus Cardenales a mis Yanquis, y desde el Almendares a Industriales. Evocábamos a Stevenson y Alí, a Induráin y Eddy Merckx. Un día me espetó: “vas a ser el mejor periodista deportivo de Cuba”, y al siguiente me sugirió ‘ayudarlo’ en la cobertura del Mundial de Fútbol de Estados Unidos. Yo vivía en el aire: apenas estaba en tercer año, y el jugador Top de la liga ya me tenía fe. Toda la fe.

*Disfruté aquel Mundial como ninguno. Escribía tres cuartos de la página; Elio, el resto. A ratos él me cuestionaba alguna idea; a ratos me espoleaba para que le pusiera aún más hambre y corazón a cada línea. ¡La verdad, entonces le sacamos una música preciosa a aquellas teclas Made in URSS! Fui feliz; demasiado para revelar cada detalle. Previo a la última entrega, me pidió un titular para portada. “Silencio: la Copa del Mundo duerme”, le propuse. Se me quedó mirando, dio la espalda y ensayó unos pasos breves. Tarareó no recuerdo qué canción, y sonrió. Nunca voy a olvidar esa secuencia porque entonces, en ese justo instante, sentí que me gradué de periodista.

*Era sentimental como un bolero y, al mismo tiempo, inflamable como la gasolina. En el ring de su vida, el personaje apasionado siempre le pudo al racional: de ahí que en más de una ocasión le vi correr las lágrimas, y también fui testigo de las chispas que sacaba cuando de defender su espacio iba la cosa. Inclusive conmigo se molestó dos o tres veces. Pero siempre, al final, el peso de su corazón lo doblegaba. Fue por eso que en 1998, después de haberme retirado la palabra algunos meses por una discusión profesional, cogió una guagua del Cerro hasta Mulgoba para ver a mi primogénita recién nacida, Aitana. Llegó sudando a mares. “He venido a conocer a la gallega”, dijo, extendiéndome una imaginaria pipa de la paz. Y lo abracé.

*En un terreno puramente intelectual, ¿qué hizo inmortal a un hombre escaso de lecturas y de escuela? La respuesta es muy simple: escribía con los dedos del alma. Dominaba el deporte, y disponía del don de relatarlo con una prosa fácil que despertaba a gritos la emoción. Nadie puede encontrarle las costuras a sus textos, porque sencillamente no las tienen. Aquel viejo carecía de poses; sus crónicas, también. “El estilo –enseñó alguien- es el hombre”.

*A cambio de sus elogios sistemáticos, le pagué con un amor inmarcesible. Compartimos amigos y enemigos. Lo visité y me visitó. Quise en vano enseñarle los secretos de la computadora, y en vano lo traté de convencer de los milagros de la sabermetría. Nos supimos querer bajo las balas; él me decía “Michelo” y “Michelito”; yo le escribí unas cuantas crónicas. Cierta vez confesé que “a espaldas suyas, hasta me apoderé de sus originales, garabateados con una letra incómoda que poco a poco supe descifrar”, y que “en el lento repaso de aquellas cuartillas extraídas del cesto de basura, aprendí que tachar demasiado es el mejor camino en la encrucijada literaria”. “No me jodas, mulato, eso es mentira”, me dijo empecinado en la modestia que jamás le celebré.

*Ahora van a decir maravillas del viejo, y será justo. Pero yo, que de alguna manera fui su hijo (un hijo con la ‘M’ inicial de sus Marina, Miriam y Mauricio), no me puedo callar que lo frustraron. Que el lamentable ninguneo que lo privó de ir a una Olimpiada fue un cuchillazo aleve y sucio, un motivo de depresión que –con el viril orgullo de los hombres criados en su adorado barrio de Juanelo- tan solo me aceptaba cuando estábamos a solas. Increíble: el más grande cronista deportivo que vio Cuba (Eladio Secades aparte) nunca pudo viajar a unos Juegos Olímpicos. Horror. Felices los mediocres y bienaventurados los oportunistas...

Después de la noticia, después del telefónico “murió Elio Menéndez”, mi viernes fue un naufragio. Tenía el dolor clavado en los recuerdos, como nos pasa cada vez que se nos muere un trozo de pasado. Llamé a Marina, su hija, y acordamos vernos pronto con un grupo de amigos. Luego, no sin desgano, hice la panetela de cumpleaños. Dicen que estaba buena.

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Michel Contreras

Periodista de CiberCuba especializado en béisbol, fútbol y ajedrez.


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