APP GRATIS

El dolor de la memoria: Nos lo robaron todo

Poco a poco, todo fue cambiando de dueño. Y de lo que llevaba puesto el día de mi primer cumpleaños, solo conservamos las dormilonas que hoy pertenecen a una de mis sobrinas. Lo demás pasó a manos del Estado, ese ladrón sin rostro que dice ser el Robin Hood de los cubanos, aunque en la práctica actúe como el usurero del pueblo, dentro y fuera de sus fronteras nacionales.

 © Annarella Grimal
Foto © Annarella Grimal

Este artículo es de hace 2 años

Era día de los padres, y necesitaba una imagen para acompañar el texto que escribí sobre mi papá en mis redes sociales. Buscando entre fotos de mi infancia, encontré una de mi primer añito que me puso a pensar. La había visto muchas veces, pero solo ese día advertí todo lo que nos han robado.

Sentada en la banqueta de un piano que ya no es mío, vestía una bata que ya no existe y llevaba prendas de oro y plata que hace años dejaron de ser patrimonio familiar. Todo en esa foto ha cambiado, hasta la niña que un día fui.

Por mi ascendencia libanesa, era costumbre en mi familia usar prendas de oro. Mi abuelo solía decir que el oro vale más que el dinero y que siempre es bueno poseerlo, en caso de emergencias. Era costumbre ancestral el uso de este tipo de alhajas, especialmente en las mujeres.

Con apenas un año de vida ya colgaba de mi cuello una cadena con una medalla, un prendedor personalizado con un azabache, una pulsera de medallones superpuestos unos con otros, par de dormilonas en las orejas y hasta un anillo.

Todas estas prendas, excepto el prendedor con mi nombre grabado, habían hecho una larga travesía desde El Líbano hasta Cuba a principios del siglo XX y habían estado en mi familia por generaciones.

Poco a poco, todo fue cambiando de dueño. Y de lo que llevaba puesto el día de mi primer cumpleaños, solo conservamos las dormilonas que hoy pertenecen a una de mis sobrinas. Lo demás pasó a manos del Estado, ese ladrón sin rostro que dice ser el Robin Hood de los cubanos, pero en la práctica es el usurero del pueblo, dentro y fuera de sus fronteras nacionales.

El piano fue vendido, y las prendas fueron cambiadas por chavitos inservibles en dos tiendas habilitadas para recaudar el oro de los cubanos. En la de La Habana nos dieron 93 chavitos por una cajita pequeña llena de oro y plata y, un tiempo más tarde, en la de Santiago de Cuba nos dieron 40, o algo así.

No puedo precisar cuántos gramos en prendas y piedras preciosas había, solo alcanzo a recordar, a duras penas, las dimensiones de la cajita que las resguardaba. Eran aproximadamente 10 centímetros de largo, por 7 de ancho y 2 de alto.

Prendedores, colgantes, relojes y hasta las sortijas de compromiso de mis abuelos se convirtieron en una grabadora doble casetera marca Danyoo, una caja de 10 cassettes marca Pioneer, una guayabera una bata de niña y alguna que otra prenda de vestir más que no logro recordar.

En aquel momento, las tiendas de oro y plata eran la única manera que tenía el cubano de a pie de adquirir electrodomésticos y otros productos de cierta calidad en Cuba. Quien no tenía prendas, las compraba a terceros.

No llegué a estar en la casa de tasación de La Habana, pero sí acompañé a mi abuela a la de Santiago que quedaba, si mi memoria no me falla, en el Reparto Vista Alegre, un barrio residencial lleno de casas incautadas por el gobierno a inicios de la revolución. No advertí entonces la ironía: nos seguían robando nuestras pertenencias aun en la década de los noventa.

Nunca olvidaré el dolor reflejado en el rostro de mi abuela tras desprenderse de los aretes que habían pertenecido a su primera hija, que murió al año de nacida. Esos aretes eran de oro amarillo y blanco con diamantes incrustados. Pero los diamantes no los tasaban en las casas de cambio, porque, según dijo la tasadora “no tienen valor”.

Antes de entrar, se rumoraba en la cola que la tasadora de la mesa uno era la peor. Una señora de espejuelos grandes, melena corta y ondeada y ojos claros. Esa fue la que nos atendió, y hasta hoy no he olvidado su semblante de ave de rapiña.

Recuerdo que le dije entonces, “¿Cómo que los diamantes no tienen valor? Eso es un robo”. Luego me voltee a mi abuela y le pedí que no entregara “las lagrimitas”, como llamábamos a esos aretes. Sabía el valor que para ella tenían, pues nunca permitió que nadie más los usara, ni mi madre, que nació unos años después de la muerte de la primogénita de mi abuela, ni yo, su primera nieta y la única que le llamaba “mami”.

La tasadora me amenazó con echarme del lugar, porque estaba prohibida la entrada de los niños allí y mi presencia era “un favor” que ella nos hacía, e hizo el ademán de llamar al custodio de la puerta. Antes, me había lanzado una mirada furibunda cuando le pedí que girara la pantalla de la pesa hacia nosotras para que pudiéramos ver el peso de cada prenda.

Mi abuela se puso nerviosa porque yo solo tenía 13 o 14 años, cuanto más, y no podía quedarme sola afuera, en una cola con gente extraña agolpada, como se agolpan ahora, los clientes del Estado tras los cristales de las tiendas en dólares. Los aretes quedaron del otro lado; del lado que extorsiona y que roba hasta los recuerdos más preciados. Y con ellos, parte de nosotras se fue aquel día.

Los 40 chavitos apenas alcanzaron para dos pares de zapatos y, si mal no recuerdo, un conjunto de vestir para mi prima.

La calidad y apariencia de los productos se asemejaba a las de las tiendas para los cubanos de la comunidad, como entonces se les llamaban a los compatriotas que un día fueron gusanos y que ahora el gobierno revolucionario en su infinita bondad los recibía con los brazos abiertos.

A su llegada a Cuba, les cambiaban sus dólares por chavitos, que podía emplear en las tiendas de los hoteles para comprar souvenirs y artículos a sus familiares y amigos. La oferta no era muy variada, pero todo allí era más lindo que en las tiendas del mercado interior.

Con 200 chavitos podías comprar un "tres en uno", que eran equipos de música doble casetera, radio y tocadiscos, y alcanzaba para un ventilador de los más baratos. Los que compramos nosotros, gracias a la generosidad del tío de Nueva York, duraron décadas.

Eso fue en 1989. A mi tío de New York también le robaron sus dólares, como robaron a mi familia las prendas de oro y los diamantes “sin valor”, y como le extirpan hoy a los emigrados y a los de la isla su esfuerzo, su dinero, su dignidad.

Somos parte del engranaje oxidado de un gobierno parasito, que se sostiene de todo lo que nos quita, de todo lo que nos dejamos quitar, en dependencia de la necesidad y circunstancias de cada cual.

Dichosos los que solo hemos tenido que renunciar a unos cuantos pesos o un puñado de prendas. Hay quienes han perdido seres queridos, la buena memoria, la identidad…hasta la vida misma. Y esas son pérdidas de las que no se regresa.

Después de tanto robo, de haberlo perdido casi todo, y sin poder volver atrás, solo queda un camino: empezar de cero.

¿Qué opinas?

VER COMENTARIOS (3)

Archivado en:

Artículo de opinión: Las declaraciones y opiniones expresadas en este artículo son de exclusiva responsabilidad de su autor y no representan necesariamente el punto de vista de CiberCuba.

Annarella Grimal

Annarella O'Mahony (o Grimal). Aprendiz de ciudadana, con un título de Máster otorgado por la Universidad de Limerick (Irlanda). Ya tuvo hijos, adoptó una mascota, plantó un árbol, y publicó un libro.


¿Tienes algo que reportar?
Escribe a CiberCuba:

editores@cibercuba.com

 +1 786 3965 689


Siguiente artículo:

No hay más noticias que mostrar, visitar Portada