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El régimen cubano recurrió una vez más a su estrategia de descalificación política para justificar la crisis económica y social del país, esgrimiendo una vez más de forma caricaturesca el convulso y vibrante pasado republicano de la isla.
En respuesta a las recientes decisiones del gobierno de Estados Unidos, el ministerio de Relaciones Exteriores emitió una declaración en la que calificó como "herederos políticos de Fulgencio Batista" a los cubanos que promueven un cambio hacia la democracia tras 66 años de dominio absoluto del castrismo.
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La paradoja histórica es evidente: el propio gobierno de la llamada "Revolución" ha mantenido un poder ininterrumpido desde 1959 sin permitir elecciones democráticas, abiertas y pluripartidistas desde hace más de 77 años, superando con creces el periodo de dictadura de Batista, que apenas abarcó siete años.
Las medidas anunciadas por Estados Unidos incluyen la reactivación del Título III de la Ley Helms-Burton, que permite a ciudadanos estadounidenses presentar demandas contra empresas extranjeras que operan en propiedades confiscadas tras 1959.
Asimismo, se amplió la Lista de Entidades Cubanas Restringidas, prohibiendo transacciones con nuevas empresas estatales como Orbit S.A., la entidad encargada del procesamiento de remesas en Cuba luego de las sanciones a Fincimex.
Tanto una como la otra, han sido denunciadas como entidades bajo el paraguas del Grupo de Administración Empresarial S.A. (GAESA), en manos de los militares y la cúpula del régimen cubano.
Con estas medidas, Washington busca aumentar la presión sobre el régimen y poner en evidencia su carácter represivo y antidemocrático.
En respuesta, el régimen cubano decidió exacerbar su discurso, señalando a las sanciones como parte de un "cerco económico" diseñado para asfixiar al país, y aplaudidas por cubanos antipatriotas, "plattistas" y "herederos políticos de Batista".
En su afán manipulador y llevado por su obsoleta y burda maquinaria propagandística, La Habana ignora deliberadamente el impacto devastador de sus propias políticas fallidas, así como la corrupción sistémica que impera en su administración.
Bajo el discurso de la "continuidad", un término adoptado por Miguel Díaz-Canel desde su llegada al poder en 2018, el régimen ha intentado dar una falsa legitimidad a la prolongación de su modelo totalitario y a la permanencia de sus élites en el poder.
Esta "continuidad" es en realidad la perpetuación del Partido Comunista de Cuba (PCC) como la única fuerza legal y decisoria en el país, garantizando el monopolio absoluto del poder y la violencia institucionalizada, reprimiendo cualquier expresión de disidencia política y practicando un "terrorismo de Estado" denunciado por organismos internacionales, así como por organizaciones no gubernamentales.
Al erigirse como el único partido legal desde la Constitución de 1976, el PCC ha consolidado un sistema donde la toma de decisiones sigue monopolizada por un grupo cerrado de dirigentes que impiden cualquier alternativa política.
La centralización del poder en el Partido ha significado la negación sistemática de derechos fundamentales y la eliminación de cualquier forma de pluralismo político en la isla.
Este modelo ha propiciado una crisis profunda, caracterizada por la escasez de alimentos y medicamentos, apagones constantes y una dolarización parcial de la economía, mientras la cúpula del poder sigue acumulando riquezas y privilegios.
A pesar de la retórica oficial, los cubanos continúan demandando cambios profundos. La emigración masiva, las protestas sociales y la crisis económica evidencian un rechazo creciente a la "continuidad" defendida por el régimen.
Cuba sigue atrapada en un sistema que se resiste a democratizarse, perpetuando la falta de libertades y el sufrimiento del pueblo. El discurso de la "continuidad" no es más que un intento de disfrazar la realidad de una dictadura que ha sobrevivido gracias a la represión, la falta de libertades y el control absoluto de los medios de producción.
Mientras el pueblo cubano clama por un cambio real, el régimen sigue aferrado a su retórica vacía, utilizando la historia de los tiempos republicanos como un espejismo para desviar la atención de su propia falta de legitimidad democrática.
En este contexto, la responsabilidad de la crisis nacional recae no en decisiones externas, sino en la perpetuación de un sistema que ha demostrado ser inviable y perjudicial para el pueblo cubano.
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