Régimen cubano caricaturiza a Mike Hammer: “Es un anticomunista a flor de piel”

La Habana teme a la diplomacia directa bajo de Hammer, pero no confronta al diplomático estadounidense apelando a los mecanismos formales del Derecho Internacional.

Bruno Rodríguez Parrilla y caricatura de Mike Hammer © Vanguardia - Granma
Bruno Rodríguez Parrilla y caricatura de Mike Hammer Foto © Vanguardia - Granma

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El régimen cubano volvió a mostrar su incomodidad ante la presencia del Encargado de Negocios de Estados Unidos en La Habana, Mike Hammer, esta vez recurriendo a un intento de caricatura política en las páginas de Granma, órgano oficial del Partido Comunista.

En un artículo titulado "Hammer en la novela equivocada", el gobierno recurrió al viejo recurso de comparar al diplomático estadounidense con el personaje ficticio del mismo nombre —creado por el novelista Mickey Spillane— para descalificarlo sin argumentos jurídicos ni diplomáticos sólidos.

La estrategia revela más que lo que pretende ocultar. Lejos de responder con el lenguaje de la diplomacia o de apelar a mecanismos formales del Derecho Internacional —como la posibilidad de declarar “persona non grata” a un funcionario extranjero si efectivamente viola la Convención de Viena—, las autoridades cubanas optan por el desprestigio mediático, las amenazas veladas y un tono inquisidor que busca amedrentar tanto al diplomático como a los sectores de la sociedad civil que se han reunido con él.

Desde su llegada a La Habana, Hammer ha sostenido encuentros con actores independientes, religiosos y defensores de derechos humanos. También ha visitado sitios emblemáticos como el Santuario del Cobre.

Estas acciones, normales dentro de la práctica diplomática internacional, y consistentes con los derechos reconocidos en la propia Convención de Viena —que prohíbe la injerencia, pero no el contacto con la sociedad civil—, han sido interpretadas por el régimen como actos de provocación.

En lugar de recurrir al canal diplomático adecuado, el gobierno cubano ha optado por una campaña de descrédito. El artículo de Granma, más que una crítica política, es una pieza de propaganda que apela al sarcasmo para desdibujar la figura de Hammer y presentarlo como un emisario de conspiraciones oscuras.


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Pero si el diplomático ha cometido, como afirman, alguna falta grave, ¿por qué no ha sido expulsado? La respuesta es simple: el régimen cubano no quiere, ni puede, pagar el costo político de confrontar directamente a Washington.

La hostilidad del régimen ha alcanzado incluso el terreno gráfico, con una caricatura publicada en Granma en la que representó a Hammer como una versión grotesca y ridícula del detective homónimo de las novelas de Spillane.

Sudoroso, torpe y con una expresión confundida, el personaje caricaturizado afirma: “¡Creo que no doy el personaje!”. Esta burla visual, lejos de ser humorística, es un intento de deshumanizar al diplomático y reforzar una narrativa infantilizada de la confrontación, que evita el fondo político del asunto: el creciente interés internacional en la situación de derechos humanos y libertades fundamentales en Cuba.

Mientras tanto, Hammer continúa su agenda, que incluye reuniones con opositores, miembros de la comunidad religiosa y activistas, en un ejercicio de diplomacia directa que rompe con la opacidad habitual en las relaciones entre Estados Unidos y Cuba.

Su estilo, transparente y enfocado en los derechos fundamentales, contrasta con la narrativa cerrada del oficialismo, que ve en todo contacto externo una amenaza existencial.

Es evidente que Hammer ha despertado no solo la antipatía del régimen, sino también un temor palpable. Temor a que su presencia, lejos de desestabilizar artificialmente, visibilice una Cuba que el oficialismo insiste en ocultar: plural, crítica y cansada de los viejos dogmas. Por eso lo vigilan, lo hostigan y lo caricaturizan. Pero no lo enfrentan con hechos ni con derecho.

En un entorno represivo donde las voces independientes son criminalizadas, la figura de Hammer adquiere un simbolismo que va más allá de su cargo. Representa una forma de hacer política exterior que escucha, que observa, que reporta. Y eso, para un régimen que teme al escrutinio, es intolerable.

La paradoja es que, al intentar ridiculizarlo, lo colocan en el centro de una narrativa que ellos mismos han perdido el control. El artículo de Granma no logra desacreditar a Hammer. Por el contrario, refuerza su imagen como interlocutor incómodo, pero necesario, en una Cuba que exige diálogo, verdad y futuro.

Lo que dice la Convención de Viena y lo que el régimen cubano prefiere no decir

La reacción del régimen cubano ante la agenda pública de Hammer ha estado centrada en una interpretación interesada del artículo 41 de la Convención de Viena sobre Relaciones Diplomáticas (1961).

En ese tratado internacional, suscrito por Cuba y que rige las normas básicas de la diplomacia entre Estados, se establece, efectivamente, que los diplomáticos deben “respetar las leyes y reglamentos del Estado receptor” y que están obligados a “no inmiscuirse en los asuntos internos de ese Estado”.

No obstante, la utilización de este artículo como argumento contra la actividad de Hammer es profundamente manipuladora y obvia deliberadamente el contexto, el espíritu y la práctica internacional del Derecho Diplomático.

La propia Convención establece, en su artículo 3, que una de las funciones esenciales de una misión diplomática es “informarse, por todos los medios lícitos, de las condiciones y de la evolución de los acontecimientos en el Estado receptor e informar al respecto al Gobierno del Estado acreditante”.

En otras palabras, los diplomáticos no solo pueden, sino que deben, sostener contactos con actores de la sociedad civil, con líderes religiosos, con representantes de comunidades locales y hasta con sectores críticos del gobierno, siempre y cuando no inciten a la violencia ni interfieran directamente en asuntos gubernamentales.

En el caso de Hammer, no existe evidencia —ni el gobierno cubano la ha aportado— de que haya violado la ley cubana, convocado manifestaciones, financiado actividades políticas o promovido desobediencia civil. Sus reuniones con ciudadanos, disidentes, defensores de derechos humanos y miembros del clero son parte del ejercicio normal de sus funciones diplomáticas.

Si realmente existiera una violación de la Convención, el gobierno cubano tendría la posibilidad de declarar “persona non grata” al diplomático, como contempla el artículo 9 del mismo tratado. Pero no lo ha hecho. Prefiere el ruido propagandístico a la confrontación legal.

La pregunta de fondo es por qué el régimen cubano teme tanto a esta supuesta “injerencia”. Y la respuesta tiene que ver con su propia naturaleza política.

Cuba no es un Estado democrático. Las leyes que exige sean respetadas no han sido discutidas ni aprobadas por un parlamento libremente elegido, y las estructuras de poder responden a un sistema de partido único, donde el ciudadano no tiene opción real de alternancia.

En ese contexto, la “no injerencia en los asuntos internos” se convierte en un escudo para proteger prácticas sistemáticas de represión, persecución política, censura, exclusión ideológica y violaciones a los derechos humanos.

Invocar la legalidad para proteger un régimen que encarcela a opositores pacíficos, reprime manifestaciones ciudadanas, impide la libre asociación, criminaliza el periodismo independiente y bloquea la entrada y salida del país de sus propios ciudadanos, es una paradoja jurídica y moral.

Las normas internacionales no fueron concebidas para blindar sistemas totalitarios frente al escrutinio. Por el contrario, su espíritu es justamente proteger a los individuos y las naciones frente a los abusos del poder.

Por eso, el artículo 41 de la Convención de Viena no puede leerse de forma aislada ni convertirse en una herramienta para silenciar la diplomacia. El respeto a las leyes del país anfitrión es válido en la medida en que esas leyes se correspondan con los estándares internacionales de legalidad, proporcionalidad y derechos humanos.

Al desarrollar una agenda pública y transparente, en contacto con sectores que el régimen pretende invisibilizar, Hammer cumple con su deber diplomático. El régimen cubano, al no tolerar esos encuentros, revela que su temor no es a una supuesta violación de la soberanía, sino a la visibilidad de su propia ilegitimidad.

No se trata de injerencia, sino de presencia. Y para un poder que necesita el aislamiento para sostenerse, cualquier presencia crítica —incluso desde una embajada— es vista como una amenaza.

De ahí la campaña de caricaturas, discursos inquisitoriales y ataques ad hominem contra Hammer. Porque no tienen cómo responderle con razones, y mucho menos con legitimidad.

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Iván León

Licenciado en periodismo. Máster en Diplomacia y RR.II. por la Escuela Diplomática de Madrid. Máster en RR.II. e Integración Europea por la UAB.


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Este artículo ha sido generado o editado con la ayuda de inteligencia artificial. Ha sido revisado por un periodista antes de su publicación.




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