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La vida de Marilín, una cubana Testigo de Jehová que ha hecho de todo para sobrevivir

Se le cayó la casa con un huracán y tuvo que dejar su trabajo como contadora. Ahora vende ropas por las montañas de Santiago de Cuba, predica su religión y limpia casas en la ciudad.

Marilín © Foto del autor
Marilín Foto © Foto del autor

Este artículo es de hace 5 años

Si algo conoce Marilín Jiménez Bouchereau, y de cerca, es dejar el pellejo para salir adelante: es mujer, negra, oriental, no tiene una carrera universitaria y tampoco suficiente dinero como para guardar en el banco. Por si fuera poco, ha sufrido el rechazo y la discriminación por ser Testigo de Jehová, una combinación no apta para personas que teman meterle el pecho a la vida.

Ella es una verdadera «Mariana». En Cuba se le dice así a esa mujer heredera del espíritu de Mariana Grajales, esposa de Marcos Maceo, progenitora de una estirpe gloriosa de la historia nacional y patriota cuyo valor y fuerza de carácter le hizo ganar el epíteto de «Madre de todos los cubanos».

Generalmente se les llama así a las féminas obrera, campesina, Heroína del Trabajo, investigadora, científica, dirigente, todas vinculadas de alguna manera al sector estatal… y aunque Marilín nunca saldrá en la televisión o en el periódico, y su conmovedora historia jamás será convertida en ondas radiofónicas, ella tiene de sobra para considerarse una verdadera Mariana.

Marilín / Foto del autor

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Una noche de enero del año 1992, Marilín y su esposo se dirigían a la cercana playa de Caletón, en el municipio de Guamá. De camino pasan por la comunidad de Juan González. A ella le llama la atención que, en medio de las lomas y junto a enormes rocas, había casas pequeñas, rústicas y muy mal iluminadas, “negro mira cómo vive esa gente, ¡quién me coge viviendo ahí, solavaya!”, comentó en aquella ocasión, y no hay boca que no habló que Dios no castigó.

Cinco meses después, con poco dinero en el bolsillo, tres hijas y cargando la cruz de vivir agregada en el hogar que le vio nacer, se mudó a la propia localidad que miró con malos ojos.

“En mi mente no cabía la idea de que personas, tan cerca de Santiago de Cuba, pudieran vivir en tan malas condiciones, porque yo veía bohíos de madera y techo de zinc. Llegué a Juan González, al lugar donde nunca pensé que iba a tener mi casa, con más necesidades que deseos. Antes vivía en casa de mi mamá con mis tres hijas y mi esposo, también junto a mis hermanas con sus familias. Éramos demasiados, por eso decidimos buscar dónde vivir”.

La vida le hizo arrojarse a la aventura de comprar casa cuando estaba prohibida esa actividad, pero la falta de dinero le obligó a buscar en recónditos parajes. Su nueva vivienda costó solo mil 500 pesos, en una etapa en que las moradas alcanzaban la cifra de miles y miles de pesos. Era fácil suponer las malas condiciones que tenía.

La primera casa de Marilín en el pueblo / Foto del autor

Era el año 1992 y el dólar aún no estaba despenalizado. El CUC estaba aproximadamente a 150 CUP. Quienes vendían sus hogares lo hacían a altos precios pues «se la jugaban», como se dice vulgarmente. Que tuviera piso, por solo mil 500, ya era una suerte. La podrida venía con la pésima ubicación y la lejanía.

“Mi mamá no quiso que mis hijas vinieran en un primer momento con nosotros. Decía que en el monte los maestros embrutecían a los muchachos. Así que los primeros meses estuvimos solos. Cuando mi esposo tenía que irse a trabajar en turnos de noche y madrugada, yo me quedaba sola. Imagínate tú, pleno período especial en una comunidad del monte. Las lágrimas creo que llegaban tanto al mar como al río, pues aquí hasta la luz le cogía miedo a la oscuridad. Aquí no teníamos apagones, eran pequeños alumbrones, te hablo de la etapa cruda del período especial. Dejé atrás la luz brillante para enfrentarme a la leña, al inicio ni cama tenía, jamás había visto ni un alacrán ni una avispa, y conocía las guayabitas, pero no los tejones que hay aquí que espantan a los gatos. No sabía qué era una iguana y tampoco lo que era el terrible sonido de un grillo durante la noche entera. Es duro. Lloraba como no te puedes imaginar. La falta de dinero y de condiciones en mi hogar me trajo hasta aquí, no fue el deseo”.

La vida de Marilín y de su esposo Héctor fue dura los primeros meses. Ellos se mudaron en junio, justo cuando las «arañas pelúas» hacen su aparición por estos lares, y estas se hicieron sentir, en grandes cantidades, casi como dando la bienvenida a la humilde pareja. Aprendieron las duras lecciones de vivir en sitios donde los gritos se pierden y no existe eco. Peor fue cuando llegaron las tres niñas, con edades de cuatro, seis y siete años.

Como en una novela donde llorar se convierte casi en un placer, cuando sale una voz en off y te asegura que lo peor estaba por venir al protagonista, casi así se avecinaba los avatares en la vida de esta familia. Ciertamente las peores lágrimas estaban por derramarse.

“Tuve que dejar mi trabajo. Imagínate que a veces me ponía en la parada a las cuatro de la mañana y a las 10 aún estaba casi en la misma posición, con la cabeza recostada en un brazo, sentada en el borde de la calle porque ahora hay parada, en aquel entonces no, rezando porque apareciera algo, no una guagua, sino al menos «algo» en qué salir. Cuando llegaba, en ese momento las mujeres se olvidaban que andaban en vestido o falda, y los hombres ni recordaban la caballerosidad. Ahora no es igual, aunque tampoco está bueno pues los guagüeros parece que se cogen vacaciones cuando tienen deseos”.

En esa época, al Estado francamente se le hacía imposible proteger comunidades vulnerables como la de Juan González, y ciertamente quedaban desprotegidas.

Marilín / Foto del autor

Cuando Marilín arribaba a la ciudad de Santiago de Cuba, a 23 kilómetros de su casa, llegar a su trabajo era otra odisea tan difícil como la primera. Entrar a su puesto de trabajo como auxiliar de contabilidad, en Cubiza, en la salida de la urbe, era algo titánico y brutal. El regreso, confiesa, “era como ser una hoja que arrastrada el viento, mis pies se movían solos”, a veces pasaba por la puerta de su hogar a altas horas de la noche y cuando apenas conciliaba el sueño ya debía iniciar otra jornada laboral. Aquello no era ni una vida de perros.

“Súmale tres niñas pequeñas, cuando no se enfermaba una, se enfermaba la otra… al final pedí una licencia, y luego tuve que pedir la baja antes que me sancionaran por llegar tarde o no ir muchas veces. Dejé mi vida en la ciudad para dedicarme a la vida en Juan González”.

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“¿Qué significa «vivir la vida de Juan González?, imagínate. Uno ve cocinar con luz brillante como algo muy duro, ¿verdad? Bueno yo ni eso. Tuve que cocinar con leña, primero a buscarla en el monte, luego encenderla, eso hace que organices tu vida entorno a cocinar. Mucha gente hoy vive así, y es increíble cómo esto afecta la vida de una manera difícil de explicar. Al monte, a buscar leña, iba con mis tres hijas pequeñas… mira mejor no quiero ni recordar todos los peligros que pasaron mis hijas, pero dejarlas en la casa era peor”.

Los vecinos le vieron cargar agua, a ella y a sus pequeñas. Cada una llevaba a cuestas lo que la edad y la fuerza física le permitía cargar. Tampoco tenía en su hogar ni tanque ni tubería de acueducto. Hoy tiene el primero pero sin canales. Se sirve de pipas que van cada 15 días.

“Cargaba agua de los pozos de los vecinos. A veces uno me prestaba un burro y podía cargar más cantidad. Me tuve que acostumbrar a la escasez. Fue lo más duro. Era el año 1992 y había escasez en la ciudad, pero no imaginaba que en el monte era peor. Siempre en estos lugares hay menos que en la ciudad y aunque hoy no hay tanta escasez, siempre hay menos en el monte. Es más difícil en Juan González porque no tenemos un mercado agropecuario, y sé de gente que han querido montar un puesto, pero les dicen que tiene que ser en carretilla, ¿te imaginas? Un carretillero en un lugar tan lejos y tan regado como este. Nadie lo hace, nadie caminará kilómetros y kilómetros bajo el sol con una carretilla. Entonces hasta la ensalada tenemos que buscarla bien lejos”.

Por otra parte, también fue duro, muy duro, acostumbrarse a vivir tres personas con un sueldo de 285 pesos. Desde 1992 hasta 2004, Marilín se dedicó solo a las niñas.

El patio de la casa de Marilín / Foto del autor

“Me puse a criar animales, no tanto para vender, sino para tener algo que comer. En algo tenía que ayudar al pobre Héctor. Intenté buscar trabajo. Me ofertaron cosas en el municipio, pero tenía el mismo problema del transporte. Es difícil encaminar a las niñas para que lleguen a la escuela y yo cumplir también con un horario. La escuela les quedaba cerca, pero a mí los trabajos no. Chivirico está a más de 50 kilómetros y Santiago a más de 20. Más nunca le trabajé al Estado, me ofrecieron cosas y me ayudaron en ese sentido, pero no era la ayuda que necesitaba”.

Fue en esa época cuando Marilín y su esposo, como dice la Biblia, conocieron la verdad: se convirtieron en Testigos de Jehová, aunque la vida se les iba a poner más dura aún.

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“Me acerqué un día a una señora y le dije que necesitaba trabajar, le expliqué mi situación. Comencé de doméstica lavando, planchando y limpiando. Era en Santiago de Cuba, iba dos veces a la semana. Ya mis niñas tenían una edad que me permitía hacer eso”.

Fue así que salía el sol para Marilín. Héctor con su trabajo estable, más una que otra búsqueda que tenía haciendo trabajos particulares. Ella también vendía pomos con pulpa de frutas, cargaba con varios y los movía por diferentes localidades, barría patios en la comunidad de Juan González y limpiaba casas, planchaba y lavaba donde quiera que podía en Santiago de Cuba.

Pero como en una buena novela, esta historia le deparaba un inesperado punto de giro.

Marilín y Héctor / Foto del autor

A los 17 años de edad escuchó hablar de la Biblia por primera vez. No obstante, ya desde antes la llevaban algunos parientes a centros religiosos, y hasta recibió sus buenos gajazos.

“Pero mi mamá me echó miedo con eso de ser Testigo de Jehová. Terminé el noveno grado y salía recomendada para recibir el carnet de la UJC. En aquel entonces también empecé a trabajar en una empresa de hoteles. Los Testigos de Jehová se les perseguía mucho y no era bien visto en un militante… ahora es que no nos persiguen tanto. Al final lo dejé”.

Ya viviendo en la comunidad de Juan González, en la parada se encuentra Marilín a una Testigo de Jehová. No es desconocido que en lugares donde se vive con mucha incertidumbre existen muchos religiosos que depositan en la fe la esperanza de un futuro mejor. No pasó mucho tiempo para que se iniciara en el estudio profundo de la Biblia. También su esposo, pero no sus hijas, aunque estas sí regían su manera de actuar bajo los principios de las sagradas escrituras.

“Pero ellas adoptaron algunos principios. Por ejemplo, en la secundaria ellas solas llegaron a la conclusión de que no debían cantar el himno. No les impuse nada porque sabía las consecuencias que eso podía traer. También dejaron de usar los distintivos. Sus compañeros empezaron a burlarse, le decían «pati blancas», no sé de dónde lo sacaron, pero eso de decirles así no era nacía de ellos, alguien debió enseñarles. Los vecinos se reían de nosotros a la cara y se le veía el desprecio”.

Cuando decidió convertirse en Testigo de Jehová, Marilín llegó hasta la puerta de la casa de la presidenta del CDR. Pertenecer a esa organización, según ella, no es compatible con ser religiosa.

“Ella me injurió, me dijo cantidad de cosas. Me dijo que cómo me iba a meter en esa religión que era la más mala del mundo, de gente contrarrevolucionaria y asesinos que dejaban morir a sus hijos… yo le quise explicar, pero no me quiso escuchar. En esa época los vecinos ni me miraban. Hoy sí me hablan, me saludan, algunos son amigos míos, aceptan que les hable de la religión y hasta leen la literatura que les doy. Algunos han sentido ese llamado, otros que lo sentían desde antes perdieron el miedo, y otros me tratan con respeto”.

Si bien el presente, según Marilín, no es tan hostil como antes, dos hechos no tan lejanos en el tiempo marcaron profundamente la vida de esta familia y son muestra de la discriminación que puede existir en algunas personas, amén de que Cuba sea, según se dice, una sociedad instruida.

Héctor trabajaba en Caletón, en una empresa pecuaria, y fue expulsado del trabajo por ser Testigo de Jehová.

“Tenía un jefe que le dijo que no quería verlo hablando de la Biblia, pero en su horario de almuerzo lo hizo. Creemos que sería cruel no hacerlo. Ejemplo, si viene un ciclón es inhumano no decirles a tus amigos que no tienen radio lo que pasará. Igual con la Biblia, sabes lo que se avecina y es malo no decir a la gente. Viene una limpieza en la tierra y uno debe prevenir a los que quieran creer y a los que no. Cuando su jefe, Enidio se llamaba, lo vio, ¡ay mijo…! Eso fue antes del 2000, y el salario de Héctor, el único que entraba a la casa, desapareció, y todo por el rechazo. Lo botaron del trabajo por hablar de la Biblia en el horario de almuerzo”.

Le siguió el período más oscuro en la vida familiar de Marilín: varios años sin que Héctor tuviera trabajo y niñas aún adolescentes. Fue la época en que se convirtieron en carboneros, uno de los oficios más duros que existe, también agricultores de una pequeña parcela ilegal por las montañas cercanas. Héctor, en su bicicleta, llevaba grandes sacos de carbón a la ciudad a venderlos. Recorría unos 20 kilómetros con la pesada carga, viaje que empezaba a las cuatro de la mañana. Marilín rodaba y arrastraba grandes troncos para convertirlos en piedras negras.

“Yo compraba harina de maíz y hacía pudines que Héctor vendía en la zona del campismo Caletón Blanco, y en Santiago de Cuba, en la Plaza de la Revolución, vendía empanadillas y mamoncillos que buscábamos en el monte. A mi hija mayor le comprábamos un par de zapato y teníamos siempre la esperanza de que durara para que los usara la más pequeña, te cuento para que tengas una idea de cuan mala estaba la situación”.

Un buen día un amigo que sabía lo serio que era y trabajador le propuso a Héctor entrar como electricista en MADESA. Luego cambió de trabajo y hoy está en TRANSMETRO, y está bien...

En 2012, cuando Sandy afectó la provincia, otra prueba tuvo esta familia, y una bien cruda, de cuán intolerante se puede ser con los Testigos de Jehová.

“Me dieron una lona y una colcha porque una de mis hijas fue a discutirla. Cuando llegó ella dijo que era para mí, que era afectada por derrumbe total. Le preguntaron si era Testigo de Jehová y ella dijo que yo sí pero que ella no. Nadie tocó mi puerta por ser damnificada, y hubo gente por aquí con iguales daños a los míos que recibieron varias cosas que entregaron a las familias necesitadas. Pero te puedo decir que gracias a mi organización y a Jehová yo tengo mi casa y no me faltó nada todo ese tiempo. Mis hermanos enseguida acudieron en mi ayuda. Por aquí hasta se donaron ropas, a mí no me dieron ni una, y toda la ropa que tuve me la dio mi organización, ellos me dieron cama, dinero, alimentos, me dieron de todo material y espiritual”.

En medio de la situación caótica que dejó Sandy en Santiago de Cuba, en 2012, Marilín junto a sus hijas y esposo reunieron los despojos de sus viviendas y crearon una especie de campamento. Esperando la visita de la vivienda, que nunca llegó, tuvo la suerte de encontrarse en una de sus visitas para predicar a una hermana de la fe que le preguntó. Le respondió que a su casa no habían ido jamás, aunque andaban los especialistas por la zona. Ella, que trabajaba en vivienda, le llenó la ficha técnica.

“Sin embargo estoy agradecida a Jehová y al Estado Cubano porque mis hijas sí hicieron sus casitas gracias al presupuesto del Estado, dos de mis hijas sí recibieron una gran ayuda del gobierno. Yo no, pero en 28 días mis hermanos me hicieron mi casa”.

***

Las hijas de Marilín cada una tiene hoy una humilde morada y sus propias familias. Ella vive con su esposo que mantiene el trabajo en TRANSMETRO mientras que combina su día a día con la predicación por las lomas y montañas de Chivirico, y el trabajo de doméstica en las casas de Santiago de Cuba.

“La gente ya no me maltrata, no me cierran las puertas, ya me conocen de caminar tanto por todos estos trillos… son más de 20 años viviendo en Juan González, a cualquiera le preguntas por mí en esta zona, y te dirán dónde vivo, quién soy y que soy Testigo de Jehová”.

La casa actual de Marilín / Foto del autor

Los mismos caminos que un día le ven pasar para predicar, también soportan sus pasos cuando llega hasta distantes lugares como Mar Verde del Turquino, en la zona más montañosa de Santiago de Cuba, para vender ropas y conseguir algo dinero.

Su suave andar le hace caminar kilómetros y kilómetros cada día, porque le es imposible estar quieta en su hogar, siempre hay comunidades donde llevar las enseñanzas de la Biblia o donde comercializar las prendas de vestir que le regalan o que compra a precios más bajo para revender, luego, en lugares muy cercanos al Pico Turquino.

La loma del Yarey la ha subido y bajado no pocas veces en pleno verano a las tres de la tarde, cuando la temperatura alcanza en la carretera, muerto de risa, los 36 o 37 grados, o incluso más. Hasta intrincados vericuetos y emplazamientos humanos, en plena serranía, llega esta mujer con sus mercancías, hasta montada en un mulo, y después horas necesita para recuperarse del dolor en las piernas. Y al otro día, predicar o limpiar casas en Santiago de Cuba.

“Pero hoy estoy mejor, tengo mi casa, mis hijas tienen su familia y sus casas, todos tenemos trabajos. Hoy estoy mejor, y no le tengo miedo al trabajo”.

Sonríe esta «Mariana» Testigo de Jehová.

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José Roberto Loo Vázquez

Periodista de graduación, y fotógrafo de pasión, dos historias que se entremezclan y atrevidamente me hacen llamarme fotoreportero. Si sumamos mi amor, por la ciudad de Santiago de Cuba, no es difícil entender mi preferencia: fotoreportero que gusta resaltar su urbe natal, la “tierra caliente”.


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