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El XI Pleno del Comité Central del Partido Comunista de Cuba (PCC) se desarrolló, como todos los anteriores, entre consignas, eufemismos y frases que suenan a consuelo más que a dirección política de esa “rara dictadura” unipartidista que definió Miguel Díaz-Canel durante el III Pleno celebrado en diciembre del infausto año 2021.
En medio de una crisis nacional sin precedentes —apagones, inflación desbocada, represión, desabastecimiento crónico y un éxodo que vacía el país—, la cúpula del poder repitió el viejo guion de la llamada “revolución”: resistir, culpar al enemigo, defender la unidad y prometer rectificaciones que nunca llegan.
Mientras los cubanos intentan sobrevivir a una realidad cada día más precaria, sus dirigentes se aferran a un discurso que ya no describe el país, sino que lo disfraza.
Los plenarios del PCC se han convertido en ceremonias de reafirmación ideológica más que en espacios de política real. Y cada nuevo encuentro confirma lo mismo: que el poder del régimen no sabe convivir con la realidad y los hechos, y se refugia en la retórica vacía y mendaz de una supuesta “batalla de ideas”, en la que sólo los “herederos” y artífices de la “continuidad” tienen la palabra.
La “unidad” como mandato de silencio
Díaz-Canel, en su doble condición de gobernante y primer secretario del PCC, volvió a insistir en que “la unidad es la garantía de que Cuba seguirá siendo libre, independiente y soberana”, según reseñó el sitio web de la Presidencia.
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Lo hizo sin mencionar la fractura social, la pérdida de confianza y el creciente rechazo que se percibe en todos los sectores del país. En su voz, la “unidad” no es un propósito común, sino un mandato de sumisión. Hablar de ella equivale, en la práctica, a pedir silencio.
El mandatario dedicó buena parte de su intervención a denunciar las “campañas de desinformación” y la “guerra mediática” que —según él— libran contra Cuba los medios y las redes sociales.
La narrativa del enemigo externo, la misma que lleva seis décadas sirviendo de refugio político a la tiranía, sigue siendo el recurso más eficaz del poder para no rendir cuentas. En lugar de explicar el colapso energético, la inflación o el desplome de la producción nacional, Díaz-Canel prefirió hablar de “batallas ideológicas”, de la necesidad de “rectificar” y de la “dignidad de resistir”.
No hubo datos, medidas ni un reconocimiento mínimo de la desesperanza cotidiana. Solo retórica, construida sobre la idea de una supuesta Cuba heroica que ya no existe más allá de la vieja propaganda castrista.
La tecnocracia del fracaso
El primer ministro, Manuel Marrero Cruz, intentó dar al Pleno un tono de gestión moderna y eficiente, pero su discurso terminó siendo otro ejercicio de burocracia vacía.
Presentó el llamado “Programa de Gobierno para corregir distorsiones y reimpulsar la economía”, repleto de cifras —“106 objetivos específicos, 342 acciones, 264 indicadores”— que no significan mucho. Su frase más citada fue que “el principal desafío no es el diseño del programa, sino convertir la planificación en resultados concretos”.
Sin embargo, Marrero Cruz no se preguntó por qué esos resultados nunca llegan ni qué impide que la planificación se traduzca en mejoras tangibles. El problema no es la ejecución, sino el modelo.
Pero eso, en Cuba, nadie puede decirlo sin poner en riesgo su cargo o su libertad. Y el primer ministro –y posible sucesor de Díaz-Canel- lo sabe, así que prefiere hincharse de frases vacías y seguir en el banquillo de la “continuidad”.
El programa que presentó Marrero Cruz nació más como un ejercicio de autoconvencimiento o ilusión colectiva, que como una estrategia económica real.
Su lenguaje tecnocrático —“perfeccionamiento”, “mecanismos de gestión”, “transformación cambiaria”— funcionó como una máscara para ocultar la parálisis estructural. La tecnocracia, en manos del régimen, no es herramienta de gobierno: es una nueva forma de propaganda.
Los ministros del colapso
El ministro de Energía y Minas, Vicente de la O Levy, reconoció que el país vive “horas de apagón extremadamente altas”, pero atribuyó la crisis a la “falta de combustible y tecnología instalada”.
No habló del deterioro de las plantas termoeléctricas ni de planes concretos -con cifras y plazos- para la recuperación de la infraestructura electroenergética, ni de la ausencia total de inversión de un sector que vive de combustible subsidiado por aliados en apuros, o de donaciones cuya inercia tiende a cero.
La intervención del ministro De la O Levy fue una secuencia de tecnicismos cuidadosamente elaborados para evitar la palabra prohibida: colapso.
Por su parte, el ministro de Salud Pública, José Ángel Portal Miranda, utilizó un tono similar. Describió una “compleja situación epidemiológica” y una “vulnerabilidad acumulada”, utilizando una terminología que encubre la propagación de enfermedades, la falta de medicamentos y el desplome del sistema hospitalario.
En lugar de asumir responsabilidades, optó por los eufemismos y por elogiar el “heroísmo” de los trabajadores de la salud, una manera de transformar el fracaso en virtud moral.
Ambos discursos resultaron ejemplos perfectos de cómo el régimen ha convertido la gestión pública en retórica defensiva. No se trata de gobernar con iniciativas surgidas del debate y el diálogo social, sino de sostener la ilusión de que se gobierna en base a criterios “científicos” marxistas y con el presunto respaldo de un “pueblo heroico” que “resiste creativamente”.
El lenguaje como refugio del poder
En la política cubana, las palabras no sirven para describir la realidad, sino para sustituirla. “Distorsión”, “presión”, “limitación”, “complejidad”, “vulnerabilidad”: todas son formas de evitar los términos verdaderos —crisis, hambre, apagones, corrupción, desidia.
El lenguaje del poder no busca comunicación, sino contención. Su objetivo no es explicar, sino controlar.
Esa estrategia retórica es tan vieja como el propio sistema. Durante años, la llamada “revolución” convirtió cada dificultad en epopeya y cada error en lección heroica. Ahora, esa fórmula se repite como un reflejo automático.
Lo que antes fue un relato épico de “emancipación” -que condujo a la pérdida de soberanía popular a manos de un poder despótico y entreguista a Moscú-, hoy es una coartada para el inmovilismo.
Y el régimen insiste con su comodín del “enemigo externo”, apostando a su función simbólica: mantener la idea de una amenaza constante y, con ella, la necesidad de obediencia, so pena de cometer traición.
Un país que ya no escucha
Fuera de las salas climatizadas donde se celebran los plenarios, la vida cubana transcurre en otra frecuencia.
Las palabras del poder ya no encuentran eco. Las colas, la inflación, los apagones, la precariedad sanitaria y la emigración masiva definen la existencia cotidiana de millones de personas. La distancia entre el discurso oficial y la realidad nunca fue tan grande.
La mayoría de los cubanos ya no comulga con el dogma "revolucionario". No confían en los dirigentes, ni en los planes, ni en las promesas, ni en el sistema. La gente escucha por costumbre, pero no espera nada. Esa desafección es, quizá, la forma más silenciosa de rebeldía. El poder sigue hablando, pero la población le ha dado la espalda.
El Partido como distorsión estructural
En este escenario de ruina y decadencia sistémicas, el Partido Comunista sigue definiéndose como “la fuerza dirigente superior de la sociedad”.
Esa frase, repetida en cada documento y cada discurso, resume el principal obstáculo de Cuba para transformarse. Mientras el PCC esté por encima del Estado y de la ley, ninguna reforma será posible. El Partido no corrige las distorsiones: las crea.
Marrero Cruz lo dejó entrever sin proponérselo al afirmar que el programa de gobierno debe aplicarse “preservando la estabilidad política y la soberanía”.
En otras palabras, cualquier cambio económico está condicionado a no poner en riesgo el poder político. La economía se convierte así en un instrumento de control, no de desarrollo.
Un régimen atrapado en su propio discurso
El XI Pleno del PCC no ofreció respuestas ni señales de renovación. Solo dejó en claro que el poder cubano vive encerrado en su propia retórica.
Díaz-Canel, Marrero Cruz y sus ministros administran la crisis como si fuera un relato: nombran los problemas para neutralizarlos, transforman la escasez en sacrificio y la incompetencia en resistencia.
Pero las palabras ya no bastan. Ningún discurso puede ocultar los apagones, las colas, el hambre, o el deseo de ser libres. Ninguna consigna puede tapar la emigración de un pueblo entero que busca, fuera de la Isla, la vida que unos déspotas le niegan dentro.
Cuba necesita menos consignas y más verdad; menos ideología y más libertad; necesita pasar página y comenzar a escribir una nueva historia a partir de un proyecto político que devuelva la dignidad, la esperanza y los derechos humanos, reconociendo la pluralidad de la sociedad en el marco de un Estado democrático y de Derecho con una economía capitalista.
El régimen lo sabe, pero no puede asumirlo. Por eso, mientras el país se apaga y enferma, y la nación se extingue, el PCC sigue “hablando cáscara” y construyendo una realidad paralela para perpetuar en el poder a los nuevos oligarcas del “capitalismo de Estado” que los comunistas intentan vender como “necesario” para, ahora sí, “construir el socialismo”.
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