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El país de la medida inconmensurable

Durante los sucesos de 1994, el gobierno supo dosificar la cuota de palos a las furiosas concentraciones, de modo que el Blas Roca interviniese sin generar un escándalo internacional. Ni gases tuvieron que arrojar. Lo tienen todo medido, perversamente calculado.

Cubanos en acto multitudinario. © Cibercuba
Cubanos en acto multitudinario. Foto © Cibercuba

Este artículo es de hace 4 años

Lo tienen todo medido en Cuba sus abusivos mandamases. Saben cuánta comida darte para que no mueras de hambre. Saben cuánta salud ofrecerte para que vivas, con suerte, hasta la tercera edad, y engroses así las estadísticas y logros de la revolución. Saben cuánta educación inocularte para que no te sientas estúpido ni tampoco te pases de listo.

Saben cuánto mortificarte y cuánto pueden aguantar las “masas” que las mortifiquen. Saben cuánta agua necesitas para bañarte, cuánto gas para cocinar, cuánta electricidad para ver la Mesa Redonda. Saben cuántos días necesitas al año de festejos. Saben cuántas manzanas y cuántos pollos pueden ser considerados “acaparamiento”.

Durante los sucesos de 1994, supieron dosificar la cuota de palos a las furiosas concentraciones, de modo que las fuerzas del contingente Blas Roca interviniese sin generar un escándalo internacional. Y el que se quiso sumar a la represión se sumó. Ni gases tuvieron que arrojar. Lo tienen todo medido, perversamente calculado.

Los artistas y creadores fueron parametrados, que fue uno de los colmos entre tantos colmos.

Pues los jefes saben, incluso, cuándo la burla a ellos es demasiada, cuándo un rumor es peligroso o cuándo una persona vive “por encima de sus posibilidades”.

También es cierto que el gobierno de Cuba controla al pueblo más dócil del mundo. O al menos de América. Uno de los más sumisos después de Corea del Norte, si lo prefieren. No ha sido cosa de tres días. Fidel Castro, al principio del cuento, echó a andar los Comités de Defensa de la Revolución, haciendo de cualquier mequetrefe un vigilante foucaultiano del poder. El vecino tenía plena libertad para meterse en tus asuntos y adivinar tus intenciones.

Eran más mediciones. Si no te cortabas el pelo, si llegabas a tu casa a deshoras, cómo y por qué, si no trabajabas, si hablabas mal del gobierno: una red de intolerancia colectiva prestaba atención a cada uno de tus actos. Luego esta estructura se volvió insostenible, porque de tanta carencia que reinó el más encartonado se corrompió, y entonces no había “moral” para criticar a los otros.

Los presidentes de los comités empezaron a hacer de taxistas sin licencia o a comprar mariscos y queso a los vendedores ilícitos.

Cada 28 de septiembre, los CDR, quizás el aparato medidor por excelencia (qué es la vigilancia sino medir), celebran su aniversario de creación. Eran al principio fiestas quizás concurridas. Los niños encendían una fogata, jugaban con los amigos hasta tarde en la noche. Las parejas bailaban casino. Se bebía la icónica caldosa y se repartían un pastel. Si sobraba pastel, también se repartía, salvo que el presidente de la organización fuese un glotón confeso.

Pero ahora a nadie le produce el más mínimo regocijo. Acuden cuatro gatos, se musitan tres palabras, un chisme si acaso, la caldosa no contiene ni una pezuña de cerdo, algunos otros vecinos intercambian miradas en silencio, y ya nadie se embriaga con el licor de menta.

Es decir, aquella escuela de medidores donde el cubano empezaba a militar desde su adolescencia, sucumbió. La medición pasó a ser más exclusivas de los aparatos represivos y el gobierno. Porque la gente ahora se limita a ver pasar los días con tristeza, una tristeza corrosiva que es una gota de ácido en el alma colectiva.

Han echado los años y no les han devuelto más que pedidos de sacrificio. Corren los días, aprieta la “coyuntura” y la gente no deja de preguntarse por qué no se largó cuando pudo hacerlo o por qué tendría que defender algo que no cumple siquiera con garantizarte el pan del desayuno, pero eso también está calculado.

Ya a nadie le importa que el vecino lo escuche, porque al vecino no le importa lo que nadie haga. En las casas se despotrica sobre el gobierno, y el presidente del CDR, si escucha, hunde la cara en las páginas lacayunas del Granma. ¿Vergüenza?, no sabemos.

Cuba genera un desgano inmenso, al cual sí no han podido darle medida sus jefes.

Sin embargo, ni falta les hace, de hecho, no tiene por qué preocuparles. Si bien es cierto que por un lado ya casi nadie pide que viva la revolución o los Castro con el pecho y el cuello inflamados, nadie va a proponerse tampoco inundar las calles a exigir lo que le han hecho interiorizar que no merece. Díaz-Canel, un tipo incapaz, un ridículo fantoche a todas luces, puede dormir tranquilo. Las matemáticas están hechas, su camino lo dejaron arreglado.

Todo está para que las cosas sigan como siempre, funcionando sin funcionar, y si acaso un día se prende una brasita por ahí puede sofocarla en breve con una media libra más de pollo al mes o una media hora adicional en las cuentas de Nauta.

Desde hace medio siglo que la isla navega a la deriva, la gente tiene tan poco, han vuelto tan mezquino su espíritu, que pasó muchísimo tiempo agradecida de que el estado le entregara, a costos subsidiados, un televisor a color.

Después los equipos se rompieron, las piezas desaparecieron, las casas recuperaron su grisura, pero los cubanos, como por un reflejo pavloviano, siguieron inundando las plazas en las fechas convocadas, agitando banderas con un vaso de refresco instantáneo en el estómago. De veras, piénsenlo, es una locura.

Para los mandamases no hay mayores dolores de cabeza que los que dan dos o tres grupitos en una calle o una dirección apartada. Tres patrullas, cuatro empujones y sanseacabó. Los jefes no necesitan ni tomarse una aspirina. Por si fuera poco, tienen el control pleno de los medios de comunicación, excepto de internet que se les ha vuelto una espina atravesada, una espinita, de sardina. Las cuentas están hechas.

Cuba tiene la dictadura más efectiva de la historia gracias a estas mediciones de granja, y no ha tenido que hacer correr ríos de sangre asesinando a placer, ni desaparecer montones de jóvenes, ni introducirle ratas por los orificios a los reos políticos. Cuba ha creado un ejército de hipócritas que se escandaliza a gritos por lo que sucedió en Ecuador y enmudece por lo que ha sucedido en Venezuela, es lo que ha resultado de sus gramajes.

Fidel Castro les prometió a los cubanos comida en abundancia, los años pasaron, décadas infames, décadas lloriqueando, balseros, familiares, amigos muertos en el mar, padres, abuelos infartados, y la gente, que andaba tan atareada tratando de subsistir, llenando progresivamente los huesos con mala nutrición, olvidó las palabras del hombre al que habían coronado como un redentor. Las purgas suyas, Castro no tuvo que ejecutarlas directamente.

La gente se fue tragando el orgullo, que le hicieron pensar que era ponzoñoso. Para orgulloso, Fidel, que podía, el más cabrón que nadie, por encima de cualquier medida. El cubano entendió que el turista extranjero era más valioso que él, y luego el turista supo que podía llevarse a una cubana a la cama las veces que quisiera por comprarle un ventilador. Puras matemáticas.

A los niños en las escuelas les dicen que sean humildes, y a los doctores, y a los ingenieros, y a los obreros en las fábricas les piden que acaten y lo sacrifiquen todo a cambio de esa humildad, esa otra medida, que luchen por ella con uñas y dientes, mientras el gerente, aquel viejo personaje, llena las neveras hasta el tope, y la prole de la generación del centenario disfruta a sus anchas.

Y si alguien atenta contra esa humildad, un enemigo es, y un egoísta y un apátrida. Y si alguien se expresa en contra del gobierno que provee esa humildad como estado óptimo, de hidalguía y eminencia, de humanidad, también un enemigo es, y un desagradecido mercenario al servicio del imperio, y un ser vulgar que quiere acabar con las conquistas del pueblo.

Un pueblo que no ha conquistado nada en realidad, porque lo poco que pudo haber conquistado se lo regaló ciegamente al gobierno que corta el bacalao. Y después el gobierno lo distribuyó y les dijo: Tengan mesura, no es bueno querer de más, el gobierno decidirá por ti siempre lo que mereces, lo justo.

El gobierno insiste en mantener la gastronomía estatal, despedazada por el bandolerismo hace mucho. Es un error garrafal, pero ellos no deben explicaciones ni cuentas a nadie. El pueblo sí, porque el medido es el pueblo. Las trasgresiones que les quedan son romper los asientos de las guaguas, los aparatos de los parques, que los hijos adelescentes ofendan y golpeen a los profesores, no soportar un texto de trescientas palabras y escribir “haiga” en dondequiera.

A grandes rasgos, la revolución está perdida, es un pez boqueando a orillas del río y negándose estúpidamente a entrar en él, pero al mismo tiempo las mediciones que ha hecho desde sus inicios le han permitido mantenerse en su terquedad, disfrutarla.

Los bloques de edificios prefabricados húngaros, búlgaros o de no sé qué parte de la extinta URSS, separan sus apartamentos por unas delgadas paredes y los vecinos pueden escucharse entre sí todo el día, toda la noche y la madrugada. Si uno hace el amor se escucha, si otro deja escapar una flatulencia, también se escucha. Antes tenía sentido, se prestaba a la vigilancia, pero ahora solo sirve para escuchar que cerca de ti hay alguien tan infeliz como tú o más, y esto te sirve para un consuelo que no es mucho, ni poco, solo lo suficiente.

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Artículo de opinión: Las declaraciones y opiniones expresadas en este artículo son de exclusiva responsabilidad de su autor y no representan necesariamente el punto de vista de CiberCuba.

Maykel González

Periodista de Cibercuba. Graduado de Periodismo por la Universidad de La Habana (2012). Cofundador de la revista independiente El Estornudo.


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