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Por Miguel Coyula
Manuel Fernández fue un vecino de mi edificio en el Vedado. Vivía en un pequeño apartamento en el garaje. Antes de 1959, su padre era el encargado del edificio. Manuel estudió leyes y, desde los años 80, se comentaba que estaba involucrado con el Comité Cubano Pro Derechos Humanos (CCPDH), creado por Ricardo Bofill, lo cual lo convirtió gradualmente en un outsider de la comunidad.
La puerta de su casa tenía su nombre en relieve, escrito con tinta negra sobre una placa de madera. Se decía que tenía una biblioteca de lujo. Casi no se le sentía. En los últimos años, su salud se había deteriorado tanto que se le veía salir con paso débil, ropa sucia y manos temblorosas, para almorzar en una iglesia. Su apartamento tenía problemas de plomería tan serios que a veces debía salir a botar el agua en el tragante del garaje.
Su hijo, Javier, vivía en Artemisa y lo visitaba de forma intermitente. Ninguno de los dos tenía teléfono, y mantenían una mínima interacción con la sociedad. Ocasionalmente, Javier nos saludaba en el pasillo para quejarse de la situación político-social. Años atrás, había sido campeón de natación, y le prestó a mi pareja, Lynn Cruz, su medalla de oro para usarla en la obra de teatro Patriotismo 36-77.
Un día sentimos un olor terrible al entrar al garaje. Tardamos poco en descubrir que provenía de su apartamento. La policía contactó a Javier y sacaron el cadáver putrefacto de su padre. El hedor permaneció por días. Javier regresó y ocupó el apartamento de forma intermitente. Llegó la pandemia y desapareció por más de un año.
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Entonces llegó un contingente de funcionarios del Departamento Municipal de Vivienda de Plaza, con la intención de romper la puerta, aduciendo que se trataba de un medio básico. Lynn salió al paso y dijo que “no podían hacer eso, que ahí vivía una persona”. Un trabajador de Vivienda afirmó que Javier estaba muerto, pero fue incapaz de proporcionar la fecha y las circunstancias de su fallecimiento. Lynn les contestó que trajeran a la policía con un certificado de defunción.
Una semana después, habíamos salido a filmar. Al regresar, la puerta de Javier había sido violentada. Una vecina decidió abrir la reja del garaje para que Vivienda penetrara en el apartamento. Reiteraron que Javier había muerto. La placa de madera con el nombre de “M. Fernández” fue arrancada de la puerta, y los libros de su biblioteca fueron lanzados violentamente a la cama de un camión, con paradero desconocido.
Elena, una mujer que también trabaja en la Dirección Municipal de Vivienda de Plaza, pasó a ser la nueva inquilina. Pronto aparecieron una mesita, macetas y tendederas en el área común del garaje, seguidas de una lavadora. Para que no se escapara su perro, remachó una cubierta de plástico amarillo claro a la parte inferior de la reja negra principal del garaje. A menudo parquea una motocicleta de tres llantas, obstaculizando el área común de tránsito interno del garaje.
Días después, cuando regresaba del agro, mi madre se encontró a una mujer que preguntaba por Javier. Al enterarse de lo sucedido, llamó días después, indignada: Javier estaba vivo. Había estado cuidando a su madre ciega en Artemisa. Ahora estaba preso. La mujer dijo a mi madre que buscaría un abogado y transporte para llevar a la madre de Javier a Vivienda para reclamar. Nunca supimos qué pasó después.
Al cabo de los días, Elena, la nueva inquilina de Vivienda, comentó a una vecina que recientemente se había enterado de que Javier estaba vivo, pero que ella “no sabía nada”.
La usurpación de una vivienda es un delito que se ha incrementado en los últimos años y es sancionable con prisión de seis meses a dos años. Este caso parece ser uno de mayor corrupción, donde los funcionarios de Vivienda han cometido un evidente abuso de poder. Ha pasado casi un año.
¿Dónde está Javier Fernández? ¿Podrá recuperar su apartamento algún día?
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