Sandro Castro se burla del gobierno de la continuidad: “Cuba no ve la luz al final del túnel”



El nieto del dictador Fidel Castro criticó al gobierno de la "continuidad" de Miguel Díaz-Canel, lamentando con hipocresía la situación del país, mostrando una vez más su desconexión y privilegios en contraste con la crisis que enfrentan los cubanos.

Sandro Castro © Instagram / @sandro_castrox
Sandro Castro Foto © Instagram / @sandro_castrox

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Sandro Castro, nieto del dictador Fidel Castro, volvió a sacudir las redes sociales con una declaración que, bajo apariencia de empatía, refleja la desconexión, hipocresía y cinismo de una casta que vive en la abundancia mientras el régimen que heredaron de su abuelo se desmorona.

“Lo más grande es mi patria, es humanidad, donde crecí todo. Lástima esté pasando por momentos tan duros y difíciles. Lo peor, no vemos la luz al final del túnel”, escribió Sandro en su Instagram, en respuesta a un usuario que le preguntó qué representa Cuba para él.

Captura de pantalla Instagram / @sandro_castrox

La frase, acompañada de la bandera cubana y emojis de tristeza, pretendió ser compasiva, pero sonó vacía viniendo del heredero de una familia que ha gobernado la isla con mano de hierro durante más de seis décadas.

Sandro, habituado al lujo y la ostentación, es incapaz de percibir la burla que supone escucharlo hablar de “dureza” desde la comodidad de su vida en La Habana, entre autos deportivos, fiestas exclusivas y negocios protegidos por el mismo sistema que asfixia al pueblo.

Su comentario, que podría interpretarse como una crítica implícita al gobierno de la “continuidad” de Miguel Díaz-Canel, en realidad encierra un gesto de arrogancia: la conciencia de impunidad de quien sabe que puede decir lo que quiera sin consecuencias, incluso jugar con palabras incendiarias en momentos en que la oscuridad de los apagones genera destellos de protestas entre la población.


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En un país donde miles de jóvenes son encarcelados por opinar, Sandro juega a ser el “rebelde inofensivo” del régimen. Su tono de falsa tristeza no busca cuestionar la raíz del desastre nacional, sino reafirmar su posición de supuesta superioridad moral frente a los gobernantes de la llamada “continuidad”, esos burócratas que adoran la memoria de su abuelo mientras él los ridiculiza con cada palabra.

Su delirio de grandeza se hizo evidente hace apenas unas semanas, cuando respondió a un seguidor que le preguntó si le gustaría ser presidente de Cuba. Con una mezcla de ingenuidad y soberbia, aseguró que “quizás” lo haría “cuando se acabe el bloqueo estadounidense”, como si la jefatura del país fuera una herencia pendiente o un juego reservado a su linaje.

Aquella respuesta, absurda en su contenido pero reveladora en su tono, fue leída por muchos como una provocación directa al propio Díaz-Canel, a quien Sandro parece considerar un simple administrador de la finca familiar. Ese desvarío verbal, disfrazado de humor, deja entrever un desafío simbólico al poder de la “continuidad”: el nieto del dios supremo recordándole al discípulo que su trono es prestado.

Detrás del supuesto patriotismo hay un populismo hueco, una retórica de “humanidad” que sirve para disfrazar su ego desbordado. En cada una de sus respuestas en redes, Sandro se exhibe como un personaje narcisista y sociópata, incapaz de empatizar genuinamente con los cubanos de a pie.

Su constante necesidad de protagonismo —ya sea para negar ser comunista, afirmar que “no tiene privilegios” o simular dolor por la crisis— es parte de un espectáculo personal que se sostiene en la provocación y el desprecio.

En esta nueva puesta en escena, Sandro no solo se burló del pueblo cubano, sino también de los propios guardianes del poder.

Su mensaje, revestido de falsa compasión, actuó como una bofetada a la “continuidad revolucionaria” que insiste en proyectar una Cuba en resistencia, mientras el "nietísimo" admite públicamente que no hay luz al final del túnel. Con una sola frase, Sandrito dejó al descubierto la derrota moral del relato oficial.

Esa contradicción —entre el discurso del sacrificio y la vida de privilegio de los herederos del poder— es el espejo más cruel de la Cuba actual.

Sandro Castro no habla por el pueblo: habla sobre él, desde una distancia que solo puede mantener quien nunca ha pasado hambre, ni ha hecho cola para comprar pan, ni ha sufrido un apagón de ocho horas. Su “patriotismo” es tan barato como su empatía, pero sus palabras, paradójicamente, describen con precisión el estado de un país sin futuro y sin esperanza.

La “luz al final del túnel” que Sandro no ve no es una confesión: es una provocación. Una forma de recordarle a los cubanos —y a los gobernantes de la continuidad— que el nefasto apellido Castro sigue teniendo licencia para decir lo que otros no pueden, y reírse después de la arcada que provoca.

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Iván León

Licenciado en periodismo. Máster en Diplomacia y RR.II. por la Escuela Diplomática de Madrid. Máster en RR.II. e Integración Europea por la UAB.


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Este artículo ha sido generado o editado con la ayuda de inteligencia artificial. Ha sido revisado por un editor antes de su publicación.




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