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Cada primero de septiembre, millones de niños cubanos marchan hacia la escuela vestidos con el uniforme que simboliza la “igualdad” promovida por el régimen.
Camisas blancas, pañoletas de colores, pantalones o sayas que replican la imagen homogénea de la niñez socialista. Ese uniforme, sin embargo, ya no es solo obra del Estado cubano: una parte creciente de esas prendas llega desde Miami, producidas en talleres privados y vendidas en tiendas del exilio como ‘Ñooo ¡Qué Barato!’ o ‘El Dollarazo’.
El dato encierra una paradoja que merece ser analizada: son precisamente los emigrados —aquellos a quienes el régimen llamó durante décadas “gusanos”, “enemigos” o “desafectos”— quienes hoy sostienen con sus remesas y con su ingenio empresarial un aspecto esencial del sistema educativo cubano.
En la práctica, están proveyendo a los hijos de la isla del uniforme que se convertirá en pieza central de una liturgia escolar marcada por un feroz adoctrinamiento ideológico.
La liturgia del uniforme
En Cuba, la escuela no es únicamente un espacio de aprendizaje académico; es, sobre todo, un escenario de formación política.
Desde los seis años, los niños repiten consignas como “Pioneros por el comunismo: ¡Seremos como el Che!”, en actos matutinos donde el uniforme refuerza la disciplina colectiva. La pañoleta azul del primer grado, que más tarde será roja, es al mismo tiempo un símbolo de pertenencia y un juramento ideológico.
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El uniforme, en este contexto, no es una simple prenda: es parte de la liturgia que asegura la uniformidad, la obediencia y la adhesión al proyecto socialista.
Cada camisa blanca planchada y cada falda o pantalón idéntico contribuyen a borrar diferencias individuales, reforzando la idea de que todos los niños y estudiantes forman parte de un mismo ejército moral, bajo la dirección y “guía espiritual” del Partido Comunista de Cuba (PCC).
Que esas prendas lleguen ahora en cajas enviadas desde Miami es una ironía histórica. Los hijos de los exiliados visten, en muchos casos, con ropa de marca y con plena libertad de elección.
Los hijos de quienes permanecen en la isla, en cambio, deben uniformarse para integrarse a un sistema que, lejos de verlos como sujetos autónomos, los moldea como futuros militantes.
La paradoja del mercado
Acorde a reportes de medios independientes y locales, cada año se venden en Miami al menos 1,200 piezas de uniformes escolares, con precios entre 2 y 10 dólares según la prenda, además de otros útiles para la formación escasos en la Isla.
Para muchas familias cubanas, esos dólares provienen de remesas enviadas por parientes emigrados que ya no confían en el Estado para cubrir necesidades básicas.
El régimen, que no consigue garantizar un uniforme por estudiante y por año, ha transferido tácitamente esa responsabilidad a la diáspora. El Estado mantiene la retórica de “educación gratuita”, pero el costo real lo asumen los emigrados que financian, compran y envían estas piezas.
Una red de solidaridad se activa, pero también se abre un nicho de mercado que ilustra cómo el fracaso de la planificación central de un Estado comunista totalitario se convierte en oportunidad de negocio para el exilio.
La paradoja se hace más aguda al conocerse que muchas de esas prendas llevan la etiqueta "Made in Venezuela". Es decir: dólares del exilio cubano terminan alimentando indirectamente a otra dictadura aliada del régimen de La Habana.
El círculo es perverso: los mismos que huyeron del control estatal y de la represión en Cuba sostienen, sin querer, el andamiaje económico que mantiene en pie al sistema que los expulsó y que ha exportado su modelo a otros países de la región.
¿Solidaridad, negocio o complicidad?
No se trata de cuestionar la solidaridad de las familias. Ningún padre o madre en el exilio quiere que su hijo o nieto en Cuba vaya a la escuela con ropa remendada o sin uniforme. El impulso de ayudar es comprensible y legítimo.
Pero lo que sí conviene cuestionar es el efecto político de esa ayuda: ¿no refuerza, al final, la narrativa del régimen de que todo funciona, aunque sea gracias al sacrificio externo?
El Estado cubano ha perfeccionado un mecanismo de chantaje estructural: demoniza al exilio en el discurso oficial, pero depende de sus dólares para sostener la vida cotidiana en la isla.
La educación no es excepción: mientras el gobernante Miguel Díaz-Canel proclama que las aulas son una “conquista vital de la Revolución”, el costo de vestir a los estudiantes recae en las espaldas de los emigrados.
El uniforme comprado en Hialeah y enviado por paquetería a La Habana se convierte en símbolo de esa contradicción: sin la diáspora, la liturgia escolar comunista se vería aún más desnudada en su precariedad.
El uniforme como contradicción política
Que el exilio fabrique y distribuya los uniformes del régimen dice mucho sobre la naturaleza del poder en Cuba.
El gobierno no reconoce a los emigrados como ciudadanos plenos: no tienen derecho a votar, a asociarse libremente en la isla, ni a participar en el diseño de políticas públicas. Sin embargo, sí se beneficia de sus recursos, ya sea a través de remesas, impuestos consulares o consumo de servicios.
La contradicción es brutal: los mismos que fueron expulsados socialmente y tachados de “gusanos” y “desafectos” son hoy sostén imprescindible del sistema. Y lo son, además, en un ámbito especialmente sensible: la educación, convertida en aparato de legitimación política.
El niño que viste un pantalón confeccionado en Venezuela, comprado en Miami y pagado con remesas, repite al unísono cada mañana: “Pioneros por el comunismo”. Ese coro de voces infantiles se sostiene, paradójicamente, gracias a quienes el régimen consideró siempre enemigos de la Revolución.
Una reflexión necesaria
El debate no es fácil. La solidaridad familiar nunca debería ponerse en duda; nadie puede pedir a un abuelo en Hialeah que deje de enviar a su nieto un uniforme para ir a la escuela. Pero sí resulta imprescindible reflexionar sobre cómo el régimen convierte esa solidaridad en soporte de su propio discurso político.
El uniforme escolar cubano, más allá de ser una tela cosida, es un símbolo de obediencia y homogeneidad. Cada prenda enviada desde el exilio es, a la vez, un acto de amor y una confirmación de la capacidad del régimen para sobrevivir gracias al sacrificio ajeno.
En ese espejo contradictorio se revela la fragilidad del modelo cubano: incapaz de sostener su propia liturgia, necesita del enemigo declarado para vestir a los niños que seguirán repitiendo consignas en las aulas.
Y esa contradicción, más que cualquier consigna, dice mucho sobre el estado real de un régimen en descomposición, cuya sociedad civil está llamada a meditar sobre las implicaciones de sus actos, así como los mecanismos de “chantaje emocional” manejados por las élites que los excluyen y utilizan para perpetuarse en el poder mediante el adoctrinamiento y el sometimiento de las nuevas generaciones.
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