¿Quiere EE. UU. apoderarse del petróleo de Venezuela?: Desmontando la narrativa del régimen cubano



La Operación 'Southern Spear' de EE. UU. busca contener el narcotráfico y limitar la influencia rusa e iraní en Venezuela, no apoderarse del petróleo. La narrativa de La Habana de "imperialismo" es propaganda y demagogia de supervivencia.

Pozo de petróleo en Venezuela (imagen de referencia) © blog.banesco.com
Pozo de petróleo en Venezuela (imagen de referencia) Foto © blog.banesco.com

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La narrativa de que Estados Unidos quiere “robarse el petróleo de Venezuela” vuelve a ocupar el centro del discurso oficial de La Habana y Caracas tras el lanzamiento de la Operación 'Southern Spear', el actual despliegue naval y aéreo de Washington en el Caribe.

El movimiento militar, bajo el mando del Comando Sur (SOUTHCOM), incluye buques de guerra, portaaviones y aeronaves de vigilancia destinados a reforzar el control antidrogas y la seguridad regional.

Sin embargo, ni los datos disponibles ni los documentos oficiales estadounidenses respaldan la acusación de un plan imperialista.

Los hechos y las estrategias declaradas por el gobierno de Donald Trump apuntan a una política orientada a contener el narcotráfico, limitar la influencia rusa e iraní en la región y presionar por una transición democrática en Venezuela, no a la apropiación de los recursos energéticos del país suramericano.

La propaganda de La Habana y la vieja teoría del “imperialismo”

En las últimas semanas, figuras del régimen cubano como Miguel Díaz-Canel, Bruno Rodríguez Parrilla y funcionarios del ministerio de Relaciones Exteriores (MINREX) han intensificado su discurso sobre una supuesta “agresión” de Washington contra Venezuela.

Según esas declaraciones, el objetivo “real” de las operaciones estadounidenses sería “apoderarse del petróleo y los recursos naturales” del país y “derrocar por la fuerza al gobierno constitucional de Nicolás Maduro”.

Captura de pantalla X / @DiazCanelB

En su cuenta oficial de X (antes Twitter), Díaz-Canel pidió “movilización internacional para impedir la agresión” y “preservar la Zona de Paz latinoamericana”.

Rodríguez Parrilla fue más lejos al afirmar que el llamado ‘Cártel de los Soles’ es “un invento del gobierno de Estados Unidos para justificar acciones violentas y adueñarse del petróleo venezolano”.

Captura de pantalla Facebook / Bruno Rodríguez Parrilla

El MINREX, por su parte, publicó una declaración en la que acusó a Washington de preparar “una acción bélica” contra Caracas, con el fin de “instalar un gobierno servil” y “poner el petróleo venezolano a disposición estadounidense”.

Ese guion no es nuevo. Es la misma retórica antiimperialista que La Habana ha utilizado durante más de seis décadas: culpar a Estados Unidos y a sus “imperialistas” intereses económicos de cualquier conflicto, y presentar a sus aliados —en este caso, el chavismo— como víctimas de una conspiración extranjera.

Qué dicen realmente los documentos oficiales de EE. UU.

Los informes y declaraciones públicas del Departamento de Estado, la Casa Blanca y el Congreso estadounidense demuestran una realidad distinta.

Según la Integrated Country Strategy para Venezuela, correspondiente al periodo 2024–2025, la política de Washington parte de una visión integral que combina la defensa de la democracia con la estabilidad regional.

El documento plantea que el propósito central de la acción estadounidense es contribuir a restaurar el Estado de derecho y las instituciones democráticas, al tiempo que se refuerza el apoyo a la sociedad civil y a los defensores de los derechos humanos.

También insiste en la necesidad de frenar la influencia de grupos criminales y redes de narcotráfico que operan dentro y fuera de Venezuela, considerados una amenaza directa para la seguridad hemisférica.

Además, incorpora un componente humanitario: atender la crisis social y migratoria provocada por el colapso del país, y fortalecer la cooperación regional para evitar que la inestabilidad venezolana se extienda más allá de sus fronteras.

Por el contrario, Estados Unidos mantiene desde 2017 un régimen de sanciones severas que impide a sus propias empresas operar con el gobierno de Maduro o con Petróleos de Venezuela S.A. (PDVSA).

Incluso la Ley BOLÍVAR, aprobada en 2024 por el Congreso, prohíbe al Ejecutivo firmar contratos con compañías que mantengan vínculos con el régimen chavista.

En otras palabras: Washington no solo no busca adueñarse del petróleo venezolano, sino que ha renunciado expresamente a cualquier beneficio económico derivado de esa relación mientras el país siga bajo control autoritario.

El petróleo ya no es el botín

El mito del “saqueo petrolero” ignora un hecho evidente: la industria venezolana está técnicamente colapsada. La falta de mantenimiento, la corrupción, la fuga de talento y las sanciones internacionales han reducido la producción a mínimos históricos.

Hoy, gran parte del crudo venezolano se comercializa de forma irregular, a través de triangulaciones con Irán, Rusia o China, en condiciones opacas y sin beneficios para la población.

Lejos de intervenir para quedarse con esos recursos, Estados Unidos ha centrado su política en evitar que el petróleo financie redes criminales o terroristas.

La Oficina de Control de Activos Extranjeros (OFAC) supervisa cada transacción relacionada con PDVSA, y cualquier empresa estadounidense que viole esas sanciones se enfrenta a fuertes sanciones penales y económicas.

Un precedente histórico: Irak y el mito del “imperialismo energético”

El mismo argumento se usó contra Washington tras la invasión de Irak en 2003: que Estados Unidos quería apoderarse del petróleo iraquí. Pero veinte años después, los hechos demostraron otra cosa.

Según datos del Ministerio de Petróleo de Irak y de la Agencia Internacional de Energía (AIE), el control legal y operativo del crudo iraquí siguió en manos del Estado a través de empresas públicas como Basra Oil Company y North Oil Company, supervisadas por la estatal SOMO (State Oil Marketing Organization).

En cuanto a la participación extranjera, los mayores volúmenes de producción actual provienen de consorcios liderados por compañías chinas y rusas, no estadounidenses.

Informes del portal especializado Iraq Oil Report y de la consultora Wood Mackenzie confirman que PetroChina y la Corporación Nacional de Petróleo de China (CNPC) operan hoy los campos de Ahdab y Halfaya, mientras la rusa Lukoil controla West Qurna 2, uno de los mayores del país.

En cambio, ExxonMobil y BP, las dos grandes occidentales que llegaron tras la invasión de 2003, han reducido progresivamente su presencia desde 2020 por motivos financieros y de seguridad.

En los últimos años, la presencia de las grandes petroleras occidentales en Irak se ha reducido de forma significativa. ExxonMobil, que durante más de una década fue operadora del gigantesco yacimiento West Qurna 1, transfirió sus derechos principales a PetroChina en 2024, según comunicó la propia empresa china.

BP, por su parte, también ha disminuido su participación directa en proyectos del sur de Irak, reestructurando sus activos a través de consorcios locales.

Esta retirada gradual refleja un cambio de equilibrio dentro del sector: los capitales asiáticos —sobre todo chinos— y las compañías rusas han ampliado su papel operativo, mientras el Estado iraquí, a través de la SOMO y empresas públicas como la Basra Oil Company, ha reforzado su control sobre los ingresos del crudo y las decisiones estratégicas.

El caso de Irak es, por tanto, un ejemplo empírico de que la narrativa del “imperialismo petrolero” no se sostiene cuando se analizan los resultados concretos.

Aplicado a Venezuela, el paralelismo es evidente: Estados Unidos no busca controlar pozos ni exportaciones, sino debilitar el poder de regímenes aliados a Rusia e Irán en su propio hemisferio.

Seguridad y democracia: Los verdaderos intereses

Las declaraciones del secretario de Estado Marco Rubio y del propio presidente Trump coinciden en un punto: Venezuela no es un objetivo económico, sino geopolítico y moral.

La presencia rusa, iraní y china en el Caribe —especialmente en puertos venezolanos y cubanos— se percibe como una amenaza directa a la seguridad hemisférica.

Por eso el despliegue de buques y aeronaves en la región responde por el momento a una lógica de presión y disuasión, no de invasión.

La estrategia estadounidense se apoya además en la cooperación con países democráticos del continente —Colombia, Panamá, República Dominicana, Costa Rica— para interceptar rutas de narcotráfico y vigilar movimientos de inteligencia hostil.

En el plano político, Washington apuesta por expulsar del poder al ilegítimo y fraudulento gobierno de Maduro, promover una transición pacífica en Venezuela y devolver la soberanía al pueblo venezolano, que mayoritariamente votó por un cambio al elegir a Edmundo González Urrutia y María Corina Machado como los líderes de un anhelado gobierno democrático.

La propaganda como cortina de humo

El régimen cubano sabe que la narrativa del “imperialismo yanqui” sigue siendo eficaz entre sectores que desconfían de Washington. Por eso la repite cada vez que Estados Unidos actúa en la región.

Sin embargo, más allá del discurso ideológico, Cuba y Venezuela enfrentan crisis internas profundas: escasez, inflación, migración, censura y represión.

Culpar a un enemigo externo es un mecanismo clásico de distracción política y control social.

La propaganda no resiste la evidencia: Estados Unidos no está invadiendo ni pretende saquear a Venezuela, ni busca exclusivamente beneficiarse de su petróleo, a pesar de que las empresas estadounidenses tengan intereses legítimos de invertir en ese y otros sectores de la economía del país.

Su objetivo declarado —y verificable en documentos públicos— es contener la expansión de regímenes autoritarios aliados de potencias extrahemisféricas y promover condiciones para la recuperación democrática.

Atribuir a Washington intenciones de saqueo petrolero es repetir un guion escrito en los años 60 por la propaganda soviética y reciclado por La Habana y Caracas para justificar sus fracasos.

Los datos demuestran que la política de Estados Unidos hacia Venezuela no busca “apoderarse” de nada: busca limitar la influencia rusa e iraní, combatir el narcotráfico y respaldar el derecho del pueblo venezolano a decidir su futuro.

La historia reciente, desde Irak hasta el Caribe, confirma que el mito del “imperialismo petrolero” es eso: un mito. Y como todo mito político, sirve a quien lo repite, no a quien lo sufre.

La narrativa “antiimperialista” del régimen cubano resulta particularmente hipócrita si se tiene en cuenta que La Habana ha sido durante más de dos décadas una de las mayores beneficiarias del petróleo venezolano, recibido a precios subsidiados o incluso sin pago directo, a cambio de su cooperación política, militar y de inteligencia.

Bajo ese esquema, miles de asesores cubanos han operado dentro de las estructuras del chavismo —desde el sistema de identificación ciudadana hasta los aparatos de seguridad y represión— mientras la población venezolana ha sido privada de los beneficios de una comercialización transparente y justa de sus recursos naturales.

Cuba, que acusa a Estados Unidos de “imperialismo energético”, ha sostenido buena parte de su economía gracias al trueque desigual de crudo por control político, un modelo que enriqueció a las élites de ambos regímenes y empobreció a los ciudadanos de Venezuela.

En ese contexto, el discurso de La Habana sobre el supuesto saqueo estadounidense no es más que demagogia de supervivencia, un intento desesperado de proyectar hacia afuera la culpa de su propia dependencia y del expolio interno que ayudó a perpetuar.

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Este artículo ha sido generado o editado con la ayuda de inteligencia artificial. Ha sido revisado por un editor antes de su publicación.




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