Si Pericles resucitara en La Habana y escuchara a Miguel Díaz-Canel explicar su concepto de “democracia de partido único”, probablemente pediría un vaso grande de limonada para procesar el asombro.
No porque el zumo del aromático cítrico tenga propiedades filosóficas, sino porque en la Cuba de la “continuidad” la limonada —según decretó el propio Díaz-Canel— sigue siendo “la base de todo”. También, al parecer, de la teoría política.
Durante el XI Pleno del Partido Comunista de Cuba (PCC), el gobernante designado volvió a regalarnos una joya conceptual: “si somos el único partido, tiene que ser el más democrático, porque es el partido de todo el pueblo”.
La frase, pronunciada con la solemnidad de quien cita a Aristóteles pero sin la molestia de haber leído ni los lomos de sus obras, encierra toda la tragicomedia del pensamiento político contemporáneo de la llamada “revolución”.
Porque en el universo dialéctico del socialismo cubano, la democracia no se mide por la pluralidad de opciones, ni por la libertad de prensa, ni por la transparencia institucional. Se mide por la capacidad de una organización política —la única permitida por ley— de declararse, con suficiente convicción, la encarnación del pueblo.
Díaz-Canel no habla desde la teoría política; habla desde la herencia de un catecismo dictatorial que convirtió el control total en supuesta "virtud" o pesadilla cívica.
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Por eso, cuando cita a Raúl Castro (“si somos el único partido, tiene que ser el más democrático”), en realidad está repitiendo una vieja paráfrasis del dogma de Lenin: el Partido no representa al pueblo, el Partido es el pueblo. Una fórmula que, traducida al lenguaje contemporáneo, equivale a decir que el monopolio político es sinónimo de consenso nacional.
La ironía, claro, es que mientras el gobernante se esfuerza en teorizar su “democracia unipartidista”, el régimen inflige apagones, escasez, inflación, censura y represión a los cubanos. Pero el también primer secretario del PCC se refugia en conceptos, como si de un manual de filosofía tropical se tratara. A falta de pan, conceptos; a falta de leche, “rara dictadura”.
Porque no olvidemos que en 2021 Díaz-Canel ya había ensayado otra brillante definición: “Cuba es una rara dictadura que no desaparece ni reprime”. Es decir, una dictadura posmoderna, ecológica, sin efectos secundarios. Según su lógica, los cubanos que discrepan de esa visión “no son verdaderos cubanos”, sino “odiadores, mercenarios y traidores a la patria”.
El problema con el discurso de Díaz-Canel no es solo su desconexión con la realidad, sino la profunda banalización ética de la idea de democracia.
Cuando afirma que el Partido debe “mantener contacto con la población” y “rendir cuentas”, no está invitando a la participación ciudadana, sino a la obediencia ritual. Es una coreografía burocrática donde el pueblo asiente, aplaude y repite las consignas que ya estaban escritas antes de la consulta.
La paradoja alcanza su clímax en la Constitución de 2019, donde el propio texto legal blinda la existencia del Partido Comunista como “fuerza dirigente superior de la sociedad y del Estado”. Es decir, la ley fundamental del país prohíbe, por diseño, cualquier forma de pluralismo político, sellando el monopolio del poder como si fuera una conquista histórica y no una amputación democrática.
En otras palabras, el Partido se reserva el derecho exclusivo a representar la diversidad nacional, y quien lo cuestione incurre, no en delito de opinión, sino en sacrilegio ideológico.
En la Atenas de Pericles —aquella que inspiró a medio planeta— la democracia implicaba debate, crítica, disenso. En la Cuba de Díaz-Canel, la democracia consiste en repetir sin matices la línea oficial y llamarle “participación”. El ciudadano ateniense podía discutir las decisiones del Estado; el cubano, en cambio, debe agradecerlas con disciplina revolucionaria.
Si algún día escriben un manual de “oxímoron político caribeño”, el capítulo sobre “democracia socialista” será el más extenso. Allí figurarán las frases inmortales de la era revolucionaria: “la limonada es la base de todo”, “no somos dictadura, somos un país de derechos”, “hay democracia porque el pueblo participa”. Todas ellas parte de un léxico que confunde gobernar con hablar de lo pica el pollo.
Y es que, más allá de la sátira, el discurso de Díaz-Canel revela un intento desesperado por legitimar éticamente un régimen totalitario agotado.
Hablar de “fortalecer la democracia” dentro del Partido es una maniobra retórica que busca mantener viva la ficción de que aún existe un proyecto político en evolución. Pero ya no hay evolución posible en un sistema comunista que asfixia la crítica, penaliza la disidencia y teme a la transparencia.
Resulta casi conmovedor el empeño del Dr. Díaz-Canel en vestir de teoría lo que es pura coerción política. Cuando pide “cambiar todo lo que deba ser cambiado”, omite que lo único que no puede cambiar —por diseño— es la supremacía del Partido. Y en ese silencio radica la verdadera esencia del sistema: el cambio enunciado es siempre cosmético, nunca estructural.
Si Pericles levantara la cabeza, probablemente pediría hablar en el Noticiero Estelar para recordar que la democracia no se mide por la cantidad de propaganda, sino por la posibilidad de expresarse libremente. Pero en Cuba, los micrófonos tienen dueño, las cámaras apuntan a donde dice el guion y el pueblo, si no está en apagón, mira las noticias con estupefacción.
Al final, el discurso de Díaz-Canel no es solo un intento de justificar lo injustificable, sino una tragicomedia filosófica donde el gobernante juega a ser teórico, mientras la nación se hunde entre consignas recicladas. Si la democracia cubana tuviera una bebida oficial, sin duda sería la limonada: ácida, diluida y servida en vaso de cartón.
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