
Vídeos relacionados:
En el lenguaje político de Miguel Díaz-Canel, pocas palabras tienen tanta carga simbólica —y tanto vacío práctico— como “unidad”.
El XI Pleno del Partido Comunista de Cuba volvió a confirmarlo: el gobernante no habla de pluralidad, ni de diversidad, ni de consenso. Habla de una unidad sagrada, una especie de comunión política donde solo cabe la fe revolucionaria.
La “unidad” en el discurso del régimen cubano no es un valor ético ni un principio cívico. Es una estrategia de control social cuidadosamente disfrazada de virtud patriótica.
Díaz-Canel la presenta como la “garantía de independencia y soberanía”, pero en realidad es el antónimo de la libertad de pensamiento. En sus palabras, “la unidad que necesitamos es la de quienes discuten fuerte, pero marchan juntos”.
La frase, diseñada para sonar democrática, encierra la esencia del totalitarismo tropical: se permiten simulacros de debates, siempre que no cambien el rumbo decidido de antemano por el Partido.
La idea no es nueva. En realidad, Díaz-Canel solo repite, con un tono más administrativo que épico, el dogma fundacional que el dictador Fidel Castro dejó grabado en 1961: “Dentro de la Revolución, todo; contra la Revolución, nada”.
Lo más leído hoy:
Aquella frase, que comenzó como advertencia cultural, terminó convirtiéndose en principio político absoluto: la frontera invisible entre lo permitido y lo proscrito. Se podía debatir, pero solo dentro del perímetro ideológico que el poder definiera. Se podía discrepar, pero nunca disentir.
Hoy, más de seis décadas después, la “unidad revolucionaria” no es más que la reedición burocrática de aquel mefistofélico mandato fundacional.
La unidad como frontera ideológica
¿Quiénes integran esa “unidad”? La respuesta está implícita en el propio discurso: los “revolucionarios”, los “comprometidos”, los que resisten “con dignidad” frente al enemigo externo. Es decir, solo quienes acatan el relato oficial.
Los demás —opositores, periodistas independientes, activistas, intelectuales críticos o ciudadanos que piensan distinto— quedan fuera del perímetro moral de la nación. No son parte del pueblo: son “enemigos”, “confundidos”, “subversivos”, o “mercenarios del imperio”.
El régimen cubano ha construido un sistema social donde la lealtad política sustituye a la ciudadanía. Quien no se alinea con el Partido deja de ser sujeto político y se convierte en objeto de sospecha. Así, la “unidad revolucionaria” no une: depura. No integra: clasifica. No fortalece el país: lo encierra en una homogeneidad forzada.
Bajo esta lógica, el pluralismo no es una expresión natural de la sociedad moderna, sino un peligro que amenaza la estabilidad del modelo. La diversidad de ideas no es riqueza, sino fractura. La discrepancia no es participación, sino traición.
La Constitución del Partido: Un país blindado contra la diversidad
Este principio quedó consagrado en la Constitución de 2019, donde el artículo 5 declara al Partido Comunista de Cuba como “la fuerza dirigente superior de la sociedad y del Estado”.
La frase, aparentemente inocua, es el corazón jurídico de la autocracia: prohíbe por ley cualquier alternativa política. Ningún movimiento, partido o iniciativa cívica puede competir por el poder. El Estado se confunde con el Partido, y el Partido se proclama encarnación del pueblo, la patria y la nación, a mayor gloria y beneficio de la élite en el poder.
Díaz-Canel invoca esta estructura con fervor casi religioso. “No somos un Partido de élite, sino de masas”, repite, mientras preside una organización que no admite competencia ni fiscalización, y cuya membresía es un cepo que disfrutan los oportunistas y soportan los pusilánimes.
En la práctica, la unidad constitucionaliza la obediencia. Es la garantía de que nada se mueva sin permiso del Comité Central, y de que toda crítica válida sea absorbida por el ritual del “debate interno”, ese espacio cerrado donde se habla para no cambiar nada.
El espejismo participativo
En su intervención ante el Pleno, Díaz-Canel insistió en “trabajar con el pueblo”, “rendir cuentas”, y “dar participación a la población en todo lo que hacemos”.
Son frases diseñadas para sonar participativas, pero carecen de sustancia en un contexto donde la población no elige ni puede revocar a sus dirigentes. Es un simulacro de participación: los ciudadanos opinan dentro de los márgenes permitidos, pero las decisiones vienen siempre de arriba.
Esta fórmula, es la que el propio gobernante llama “democracia de partido único”. La paradoja es evidente: la democracia, por definición, implica pluralismo. Pero el régimen la redefine como cohesión bajo autoridad.
Así, el gobierno pretende sustituir la diversidad por el consenso disciplinado. En el discurso de Díaz-Canel, la unidad no es un medio para el bien común: es el fin en sí mismo, el valor supremo que justifica el sacrificio de todos los demás.
El vacío retórico del unanimismo
El llamado a la unidad es también un acto de supervivencia política. En medio de apagones, inflación y hastío colectivo, la retórica del “enemigo externo” ya no convence ni al militante más obediente.
Por eso Díaz-Canel apela a la “unidad que discute fuerte”, un intento desesperado de humanizar la disciplina del miedo. Pero incluso ese gesto encierra un límite invisible: se puede discutir, pero solo dentro del marco del dogma; o sea, no se puede.
La “unidad” es, en esencia, la gastada palabra mágica de una propaganda agotada. Suena patriótica, pero oculta una verdad incómoda: el régimen teme más al pluralismo interno que a su propia sombra dictatorial. Porque la diversidad de ideas amenaza su base de poder, su monopolio de la verdad, su control sobre la narrativa nacional.
El trasfondo maquiavélico
Desde una perspectiva política, el uso de la “unidad” cumple una función clásica del poder autoritario: neutralizar la disidencia mediante el lenguaje.
La unidad no se impone solo con cárceles o censura, sino con semántica. Quien se opone, “rompe la unidad”; quien discrepa, “hace el juego al enemigo”. Así, el poder se blinda éticamente: el desacuerdo no es legítimo, sino moralmente reprochable.
Este mecanismo recuerda al consejo de Maquiavelo: conservar el poder no exige ser amado, sino parecer justo. En Cuba, el régimen no busca la unanimidad real —imposible en una sociedad fracturada—, sino la apariencia de consenso. Basta con que nadie se atreva a decir lo contrario en voz alta.
La unidad que se deshace
Pero la realidad es menos dócil que el discurso. La “unidad” de Díaz-Canel se resquebraja cada día en las colas, en los apagones, en los aeropuertos llenos de jóvenes que emigran. El pueblo, ese sujeto abstracto que el Partido dice representar, ya no desfila junto a sus dirigentes: desde hace años se marcha al exilio.
En los años 60, la “unidad” representaba el triunfo de un proyecto político; hoy significa resignación. Su invocación repetida revela más miedo que fortaleza: el miedo de un sistema que ha perdido la capacidad de inspirar y solo puede exigir lealtad.
Díaz-Canel pide una unidad que “discuta fuerte”, pero el pueblo cubano hace décadas que no discute, o lo hace en voz baja. Ahora simplemente calla, sobrevive y observa cómo el poder se aferra al eco vacío de sus propias palabras.
Archivado en: