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Fuego en La Habana

Después de apagar el fuego real, los bomberos han intentado apagar también el corrillo de rumores –que da por sentado la premeditación de los incendios– con el predecible argumento de que quizás el mal estado de la cablería eléctrica en la zona haya provocado una sucesión de cortocircuitos.


Este artículo es de hace 6 años

El guetto de Centro Habana se ha vuelto inflamable. En menos de un mes, tres establecimientos estatales –un complejo comercial, una tienda de cuadros y espejos, y otra de ropas– se han incendiado repentinamente, una secuencia ígnea que, cuando menos, despierta suspicacia.

Ningún medio de prensa en el país, ni siquiera local, se ha hecho eco de la noticia, lo que lo hace aún más llamativo. Que la prensa cubana calle sobre un hecho es la primera señal de que algo trascendente o revelador puede estar ocurriendo detrás de esa omisión. Tenemos un periodismo eficiente por contraste.

Después de apagar el fuego real, los bomberos han intentado apagar también el corrillo de rumores –que da por sentado la premeditación de los incendios– con el predecible argumento de que quizás el mal estado de la cablería eléctrica en la zona haya provocado una sucesión de cortocircuitos.

Pero lo que verdaderamente parece haber entrado en combustión, por enésima vez, es el intento del Estado de controlar y fiscalizar el funcionamiento y la legalidad de sus establecimientos con una corrupción estatal extendida justamente por la misma ineptitud administrativa y financiera de ese Estado. Intentan atajar un drama que, en la base, es provocado por ellos mismos. Una ofensiva circularmente estéril: serpiente que se muerde la cola.

De ahí parecen provenir todos los incendios, incluso el incendio interior de un país económicamente devastado, políticamente reprimido y culturalmente desorientado que solo una profunda transformación estructural de la sociedad podría sofocar, aunque a estas alturas ya nadie sepa muy bien cómo lograrlo.

A fines de 2016, la XI Comprobación Nacional al Control Interno registró pérdidas de 51 millones de pesos (moneda nacional) solo en empresas estatales de La Habana. El informe, que recoge los resultados de 67 inspecciones, es capaz incluso de reconocer, con terrible ingenuidad, “el poco avance en este aspecto del cumplimiento de los lineamientos de la política económica y social del Partido y la Revolución”.

A juzgar por el nombre de esta última auditoria, ha habido diez comprobaciones anteriores, y es justo pensar que ninguna ha servido de mucho –no ya en términos de eficiencia, ni siquiera como escarmiento– si todavía en esta oncena edición se detectan pérdidas millonarias.

De hecho, si al Estado le da por seguir fiscalizando, y no se cansa antes de las constantes decepciones que sus ciudadanos le prodigan, hay grandes probabilidades de que la XII Comprobación Nacional al Control Interno, cuando ese sinsentido ocurra, arroje cifras aún más desastrosas.

Esta vez, las irregularidades estuvieron principalmente asociadas “a la falta de fiabilidad de la documentación o inexistencia de la misma”. No es festinado afirmar, pues, que los últimos incendios en Centro Habana buscan literalmente reducir a cenizas la evidencia de la corrupción constante en el sector estatal cubano.

Como no ha habido nunca una documentación fiable, lo mejor es aparentar que alguna vez la hubo y que unas llamas accidentales se la llevaron consigo. En un país donde ningún trabajo vale por su salario –apenas unos veinte dólares al mes como promedio–, el complejo comercial de la calle Rayo, la tienda de cuadros y espejos de la calle Subirana, y la tienda de ropas de la calle San Nicolás solo podían volverse funcionales para sus trabajadores por la tajada extra que fueran capaz de ofrecer.

El control es vano cuando intenta contener la mera supervivencia personal, que es básicamente de lo que se trata en la mayoría de estos casos. Las pérdidas que estas auditorías detectan son las que ocurren no en las altas esferas del poder, sino a ras de suelo, y llegan a sumar millones no porque pocos roben mucho, sino porque muchos roban poco. Esto explica por qué entre la gente nadie se atreve a cuestionar el trasfondo moral de incendios casi seguramente inducidos.

A todos les pareciera que es una salida razonable, cuando, en realidad, es un acto punible y sintomático. Hay una gesta nacional que comienza con el incendio de Bayamo y que, al día de hoy, termina con estos fuegos de poca monta. Pero los incidentes de Centro Habana son apenas la punta de un iceberg, episodios anecdóticos que desperezan un tanto la vida siempre idéntica de los barrios populosos de La Habana.

Bajo la abulia constante de la superficie, la gente se escuece. En realidad, Cuba es un país que se quema por debajo de la piel.

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Carlos Manuel Álvarez

Graduado de Periodismo en La Universidad de La Habana.


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