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Matar mujeres

La década de los años veinte del siglo XXI insular será, por desgracia, la Edad de Oro del feminicidio.

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Este artículo es de hace 3 años

En la red mundial sobre feminicidios, los editores reconocen que al respecto de Cuba “no hemos logrado encontrar cifras oficiales públicas sobre feminicidios a nivel nacional”.

Tal vez, matar mujeres no constituya un problema en la Cuba bajo el control del Partido Comunista y la Seguridad del Estado. Y lo digo en todo el sentido ambiguo de esta expresión. Quiero decir que, al contrario de lo que ocurre en el resto de Latinoamérica, donde crece a diario la conciencia sobre estos actos tan brutales, no es que los hombres no maten a las mujeres por ser mujeres en Cuba, sino que dichas muertes no constituyen una prioridad legal para una tiranía totalitaria en su larga, larguísima agonía terminal.

Los medios de prensa independiente sobre temas cubanos llevan ya algún tiempo impulsando el término técnico: feminicidio. Pero el año pasado, en el Informe Nacional de Cuba sobre la implementación de la Agenda 2030 de la CEPAl, se introdujo de contrabando y no sin cierto optimismo la versión corta del término, anunciándose que, “en femicidios, según otras fuentes, el número de muertes ocasionadas por su pareja o ex pareja han disminuido entre el 2013 y 2016 en un 33,0 por ciento. En este último año, la tasa de femicidios fue de 0,99 por 100 000 habitantes de la población femenina de 15 años y más”.

Incluso activistas de la izquierda queer cubana, que no quieren saber nada de disidencia straight y mucho menos de democracia sensu stricto en la Isla, dado lo escandaloso de los crímenes domésticos contra la mujer cubana, se han atrevido a admitir que “en Cuba, el Estado no reconoce la violencia contra la mujer como un problema social agudo”, dado que “no se manejan ni se publican oficialmente estadísticas sobre violencia contra las mujeres en Cuba” y “no existe en Cuba una Ley que proteja a las mujeres de la violencia de género, ni se reconoce en el Código Penal el ‘feminicidio’ como un tipo de delito especial distinto al homicidio”, por lo que “el Derecho cubano es, en general, patriarcal en sus definiciones y enunciados”.

Para un archipiélago con once millones de almas presas a cielo abierto, las estadísticas de muertes de mujeres por el concepto eufemístico de “agresiones” no parecen ser tan apocalípticas: poco más de un centenar de mártires del machismo por año. Pero son en realidad las cifras de un holocausto de género, donde el hombre cubano, humillado por seis décadas de fidelidad afeminada, se revira como una fiera contra la hembra que tiene a mano, y, acaso como castigo por ya no dejarse abrir sexualmente por él, la fulmina abriéndola de arriba abajo de un solo tajo. Para colmo, muchas veces en presencia de la prole de la familia. Padres perversos que engendran perversos padres.

Esta crueldad inconcebible del cubano no tiene explicación y, a su vez, lo único que tiene es una explicación. No se trata de falta de cultura ni mucho menos, sino de exceso de una cultura cautiva. No ser libres es la mejor garantía del odio contra nosotros mismos, una vileza que entre cubanos alcanza la categoría cómplice de virtud. Miseria existencial al por mayor, que nunca es de corte material sino por carencia de espíritu. La vida en un paraíso obligatorio se torna a la postre infernal. No matan por ser hombres, sino por no poder serlo. En este sentido, se trata de una catarsis a la que habría que mirar, también, con compasión. Matar mujeres los emancipa.

La década de los años veinte del siglo XXI insular será, por desgracia, la Edad de Oro del feminicidio. Y ninguna legislacioncita podrá parar esta avalancha atroz. De hecho, aplicar todo el peso de la ley al respecto funcionará como una cordial invitación. Mátala, y luego mátate. O, lo que es igual: mátala, y luego hazte matar por Papá Estado.

Mientras no seamos plenamente individuos, nuestro socialismo interior siempre nos obligará a culpar al otro. Ni vivimos, ni dejamos vivir. Y esta tara tétrica tendrá su eclosión más exquisita cuando por fin llegue a Cuba la democracia que los activistas de izquierda tanto temen. Como tanto temen a la libertad los sacrosantos siervos de Dios dentro de esta o aquella denominación. Lo callamos, por cobardes, pero todos bien sabemos que nuestro material humano no es confiable. A este daño antropológico irreversible, a esta amenaza de muerte por mano amiga o amorosa, es a lo que hoy los líderes del castrismo disfrazan con el cariñoso epíteto de “continuidad”.

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Artículo de opinión: Las declaraciones y opiniones expresadas en este artículo son de exclusiva responsabilidad de su autor y no representan necesariamente el punto de vista de CiberCuba.

Orlando Luis Pardo Lazo

Escritor y bloguero de La Habana. Actualmente realiza un doctorado en Literatura en Saint Louis, Missouri, EUA.


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