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¿Por qué sí me gusta Donald Trump?

El presidente democráticamente electo por el pueblo norteamericano no ha tenido nunca simpatías por el totalitarismo, ni está en riesgo de encabezar una tiranía que no sea la de su nombre como marca de sus propiedades privadas.

Donald Trump © Flickr/ Gage Skidmore
Donald Trump Foto © Flickr/ Gage Skidmore

Este artículo es de hace 3 años

Mi amigo Carlos Alberto Montaner, maestro de generaciones de cubanos libres ―ciudadanos de la Isla y del Exilio que pertenecemos a un futuro donde el castrismo será sólo una nota al pie de nuestra vida nacional―, me honra al dedicarme su más reciente columna de opinión: ¿Por qué no me gusta Donald Trump?

Mi primera reacción fue compartir las razones de Carlos Alberto Montaner en mis redes sociales y también en mi blog Lunes de Post-Revolución, a pesar de no compartirlas ni con mi cerebro ni en mi corazón. Ahora más que nunca debemos defender contra viento y marea su derecho a pensar, escribir, publicar, promocionar y cobrar derechos de autor, al comentarnos en público por qué no le gusta Donald Trump. Se trata exactamente del mismo derecho que tengo yo de pensar, escribir, publicar, promocionar y cobrar derechos de autor, al comentarles ahora en público por qué ni siquiera es necesario que nos guste Donald Trump para votar con libre albedrío por él.

Carlos Alberto Montaner enumera una docena de redundantes razones por las cuales le disgusta como presidente el ciudadano Donald Trump. Todas y cada una de ellas son legítimas, por cierto, incluso cuando muchas no sean exactamente sus razones, sino un copy-and-paste de la trumpofobia infantil que la izquierda norteamericana se inventó tan tarde como el martes 16 de junio de 2015, cuando Trump finalmente se lanzó en serio como candidato presidencial Republicano, bajando las escaleras homónimas de la Trump Tower neoyorkina.

Antes de esa fecha, Trump era un millonario simpático más. De hecho, uno de los más mediáticos y acaso con menos en metálico. Alardoso y adúltero, afable y ateo, actor amateur y autor amañado, belicoso y bonachón: la típica inspiración de latinos y afronorteamericanos, con la plusvalía de las féminas de mundo y medio. Sólo eso. Y a nadie en su sano juicio se le hubiera ocurrido acusarlo conspiranoicamente de nada antes de esa fecha fundacional del fascismo, según reza el dogma de la corrección política. Mucho menos a Carlos Alberto Montaner.

Hasta ese martes 16 de junio de 2015 el ciudadano Donald Trump no ostentaba en su pedigrí ni un pelo de guerrerista, ni de censurar a la prensa ni de coartar el libre comercio, ni de polarizar pueblos, ni de diseñar jaulas para infantes, ni se cuestionaba la legal estrategia tributaria del magnate, ni era problemático el tipo de chistes y de palabrotas que soltaba, entre otras joyas de joker o jodederas de jerk. Mucho menos era visto como misógino, homofóbico, ni nadie lo tildó jamás de racista o supremacista blanco o dorado. Al contrario, era blanco ―quiero decir, diana― de parodias y hasta de burlas de personas en el poder. Hasta que de pronto, esa misma noche de verano, republicanos y demócratas por igual, empezaron a pintar a Trump como el hombre más peligroso del mundo. A nuestros efectos, un tipo ya a punto de invertir en La Habana y clavarle una puñalada trapera al exilio cubano: algo así como un clásico clon de Obama, supongo. Por favor.

Recordemos al respecto que Donald Trump ha sido desde siempre un Republicano demasiado voluble para ser verosímil. Nuestro rubio en la Casa Blanca fue miembro del Partido Demócrata durante ocho años y pasó al menos otros cuatro jugando a ser Independiente o sin filiación partidista: es decir, no ha sido Republicano durante casi un tercio de su vida política. Como todo buen norteamericano promedio, incluido acaso Carlos Alberto Montaner.

A menos de un mes de las elecciones generales del martes 3 de noviembre, con el presidente infectado por la pandemia china y con los Estados Unidos amargados por un anti-norteamericanismo radical o racional, no es este el momento para enfrascarnos en un jiujitsu retórico con la eminencia no gris sino muy grata de Carlos Alberto Montaner. Por supuesto, sería irrespetuoso ignorarlo. Antes bien, hay que agradecerle de nuevo por todas sus décadas de magisterio sobre la historia de Cuba, y por haber sido una referencia moral para la otra Cuba que algún día llegará, lleguemos o no lleguemos a verla. Pero hasta ahí.

El voto sigue siendo libre y secreto, y cada quien sabrá a su manera cómo escoger a su candidato, convéngale o no le convenga al final. Lo demás es literatura, teclazos de élite que no cambiarán el reino de lo real, donde ni Trump ni Carlos Alberto Montaner son un peligro para la democracia norteamericana. Sin embargo, la intolerancia tóxica a Trump sí lo es, y muy grave. Aunque es también algo que vienen sufriendo en prestigio propio aquellos que defienden al capitalismo como medida de todas las cosas, desde Ayn Rand hasta Dinesh D’Souza. Se trata de un pecado literalmente capital, y Carlos Alberto Montaner nos confiesa al respecto su desconfianza en los “dólares y céntimos”. Se entiende, pues, que Trump tienda a aterrarlo.

Puede que Carlos Alberto Montaner no esté equivocado en nada de lo que dice. Pero no es obligatorio averiguarlo antes de votar en masa por Donald Trump. La verdad no siempre nos ha hecho libres. O puede incluso que su equivocación no sea de carácter ético, sino etario. Tras toda una vida vivida en las democracias desarrolladas, desde donde ayudó muchísimo al desmerengamiento conceptual del comunismo a la soviética, a Carlos Alberto Montaner le cuesta darse cuenta de que la vulgaridad ha devenido un espectáculo estético del que es muy peligroso espantarse.

Marx se disfraza siempre de alternativa moderada. Trump entraña resistencia a esos buenos modales que prodigan no pocos caudillos de cuello y corbata. Y, en este sentido, Trump es un presidente proletario sin los paternalismos del proletariado, cuyos trompones de cheer-leader han cortado de cuajo 16 o más años de monopartidismo Demócrata en los Estados Unidos. Ese despertar popular los Demócratas no se lo perdonarán por el resto del siglo XXI. Su legado, toda vez en manos de los académicos, habrá de ser el lodo, pero a Trump le asiste constitucionalmente el derecho de disfrutarlo por otros cuatro años, de ser esa la voluntad del electorado nativo, no la mía ni la de Carlos Alberto Montaner (dos ciudadanos naturalizados: es decir, extracomunitarios).

Sin caer en la tentación del anti-intelectualismo norteamericano, habría que añadir aquí que a veces no basta con tener o no tener la razón. En ocasiones, el dato estadístico es engañoso. Lo factual pasa a ratos por la ficción, no por la práctica. La Realpolitik no necesita necesariamente de políticos profesionales, sino también de una persona real, sin apego al poder, probablemente providencial: un pasajero improvisado con más inercia que ideología, con más visión que convicción, con más sentido común y menos sensiblería comunitaria. Un Trump promedio, con sus trampitas y corruptelas y todo, pero sin cargar con tantas culpas y complejos de clase, más la tara de una justicia social que aspira a un igualitarismo inaguantable.

El contexto no es el texto, como bien conoce Carlos Alberto Montaner. Los cubanos de buena fe aplaudimos su coraje cívico para quedarse solo una vez más, en medio de una comunidad que, un poco caricaturescamente, ya comienza a criminalizarte con contrasentidos equivalentes a los de tu criminalización de Donald Trump. Porque lo que está en juego en los Estados Unidos del 2020 no es que viva un “bully” en la Casa Blanca. No por gusto son un bull y un bear las fieras que pujan para que no mueran los mercados. Se trata de todo un American Way of Life el que ha sido sentenciado por la decadencia post-imperial norteamericana, y a los cubanos pro-Trump nos da nostalgia en presente ver a esta especie de administración Atlas echar su última pelea antes de que se pierda la guerra para el carajo.

Por lo demás, Donald Trump está mucho más cerca de Carlos Alberto Montaner de lo que su internet de alta velocidad miamense le permite darse cuenta. El presidente democráticamente electo por el pueblo norteamericano no ha tenido nunca simpatías por el totalitarismo, ni está en riesgo de encabezar una tiranía que no sea la de su nombre como marca de sus propiedades privadas. Las alarmas no las activan los alarmistas, sino precisamente quienes están convencidos de que no hay nada de lo que alarmarse: tratan así de crear un caos donde la felicidad es sólo posible en el fundamentalismo.

Carlos Alberto Montaner, sin cambiar ni un ápice su opinión, bien pudiera votar con la consciencia en paz por un candidato del corte de Donald Trump. Si bien es cierto que tuvo y tendrá que darle la mano a tiranos y totalitarios foráneos, es un gesto que Carlos Alberto Montaner también hubiera tenido que practicar, de haber llegado a ser aquel primer presidente de una Cuba sin Castros que, desde un barrio pobre habanero de los años noventa, mi padre me enseñó a soñar.

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Artículo de opinión: Las declaraciones y opiniones expresadas en este artículo son de exclusiva responsabilidad de su autor y no representan necesariamente el punto de vista de CiberCuba.

Orlando Luis Pardo Lazo

Escritor y bloguero de La Habana. Actualmente realiza un doctorado en Literatura en Saint Louis, Missouri, EUA.


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