
Vídeos relacionados:
Durante su intervención en el XI Pleno del Partido Comunista, Miguel Díaz-Canel insistió en que “corregir distorsiones y reimpulsar la economía no es un eslogan, es una batalla concreta por la estabilidad de la vida cotidiana”.
Reconoció una caída del Producto Interno Bruto superior al 4 %, una inflación desbordada y un sistema energético en crisis. Sin embargo, su receta fue la misma de siempre: más control, más centralización y más retórica sobre la “empresa estatal socialista” como motor de desarrollo.
El gobernante describió un país que funciona al borde del colapso, pero sin cuestionar el modelo que lo produjo. Según su discurso, la solución está en combinar “rigor económico con justicia social”, algo que, según dijo, “solo puede garantizar la Revolución socialista”.
El planteamiento parece un chiste que, confrontado con la realidad, se revela como de malísimo gusto: la llamada “revolución” socialista que se presenta como garante de justicia es la misma que ha generado la desigualdad más alta en la historia reciente del país.
La paradoja cubana es evidente. El régimen proclama una defensa de la equidad mientras consolida un sistema de dos velocidades: quienes tienen acceso a divisas —a través del turismo, las remesas o el mercado informal—, y quienes sobreviven con un salario en pesos devaluados.
Lo más leído hoy:
Los primeros pueden comprar alimentos en MLC o adquirir productos básicos; los segundos dependen del racionamiento y del mercado negro. El discurso sobre justicia social suena vacío en una economía que ha institucionalizado la exclusión.
Díaz-Canel habló de “dar un salto en la gestión de la empresa estatal” y de “potenciar la eficiencia”, pero evitó mencionar los factores que impiden ese salto: la falta de autonomía, la interferencia política y la corrupción administrativa.
La empresa estatal cubana no responde a la lógica del mercado ni a la del bien público, sino a la del control ideológico. Los directivos son designados por lealtad política, no por méritos de gestión; las metas se fijan desde arriba y se modifican según conveniencia política; las pérdidas se socializan, pero los beneficios se reparten de forma opaca.
En teoría, el gobernante designado defiende una “autonomía controlada” para las MIPYMES y cooperativas no agropecuarias. En la práctica, estas entidades sobreviven bajo un sistema de permisos, licencias y restricciones que limita cualquier crecimiento real.
El Estado teme que el sector privado exitoso erosione el monopolio económico del Partido, por lo que regula su expansión con criterios políticos más que económicos. Así, cada intento de reforma se convierte en un acto de autocensura institucional.
La insistencia en mantener el protagonismo de la empresa estatal tiene también una dimensión ideológica. Admitir que el Estado es ineficiente equivaldría a reconocer el fracaso de la narrativa revolucionaria, según la cual el socialismo cubano es moralmente superior al capitalismo.
Por eso, en lugar de aceptar el colapso del modelo centralizado, el discurso del régimen opta por una fuga hacia adelante: prometer cambios sin cambiar nada.
Aun cuando el Dr. Díaz-Canel habla de “innovación”, el entorno económico sigue marcado por la escasez, la burocracia y la desconfianza hacia la iniciativa privada. Los emprendedores son tolerados mientras no crezcan demasiado, los campesinos siguen sin recursos, y las exportaciones se frenan por la falta de incentivos y por la intermediación estatal. En ese contexto, hablar de eficiencia es poco menos que retórico.
El régimen cubano enfrenta una crisis estructural que no se resolverá con consignas ni con “planes de corrección”. Lo que necesita la economía del país no es un ajuste técnico, sino una liberación política. Sin propiedad privada efectiva, sin competencia real, sin transparencia institucional y sin Estado de derecho, la eficiencia es imposible.
Díaz-Canel pidió “ordenar las cuentas, enfrentar la inflación y proteger a los más vulnerables”. Pero esas tareas no pueden realizarse desde un modelo que niega la autonomía y castiga la productividad. Lo que el líder de la “continuidad” llama “batalla por la estabilidad” es, en realidad, una guerra contra la evidencia: el socialismo cubano, tal como está concebido, no funciona.
Lo que dijo Díaz-Canel fue, en resumen, que la llamada “revolución” resolverá la crisis. Lo que los cubanos escucharon, sin embargo, es que seguirán en la desesperanza.
Porque, mientras el poder siga confundiendo control con estabilidad, la economía seguirá en caída libre, y los cubanos, buscando formas creativas de resistencia frente a un poder despótico, con el objetivo cada vez más claro de abrir paso al verdadero cambio que los empodere.
Archivado en: