Cuando el poder explica el hambre: decir que el arroz no es cubano como coartada política



El gobierno cubano utiliza discursos para justificar la escasez de alimentos básicos, transformando el hambre en una cuestión cultural y política, mientras el pueblo enfrenta la falta de recursos esenciales.

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Decirle a un pueblo que el arroz no es cubano no es un error de lenguaje ni una anécdota televisiva. Es una declaración política. Es la manera más cruda de reconocer que ya no se puede garantizar lo básico y que, en lugar de corregir el problema, se ha optado por explicar el hambre.

Cuando un poder empieza a justificar la escasez en vez de combatirla, el discurso cambia de función. Ya no sirve para informar, sino para rebajar expectativas. El problema deja de ser la mala gestión, el abandono del campo o la improductividad crónica, y pasa a ser la costumbre del pueblo de querer comer lo que siempre ha comido. No falla el sistema; falla el ciudadano por insistir en arroz, en papa, en frijoles, en pan.

Pero esos alimentos no son solo comida. Son memoria colectiva. Son generaciones enteras sosteniéndose con lo mínimo. Son supervivencia convertida en costumbre. Cuestionarlos no es una reflexión cultural; es un intento de reeducar el hambre, de enseñarle a la gente que desear lo básico es un error aprendido.

El argumento se derrumba solo cuando se lleva hasta el final. Si lo cubano se define por el origen, la mesa se vacía casi por completo. La cocina cubana no es autóctona en sentido biológico; es histórica, mestiza, construida con lo que llegó y con lo que el pueblo hizo suyo. La identidad no está en el origen del grano, sino en su arraigo. Negarlo no es rescatar cultura, es borrar realidad.

Y entonces aparece la paradoja más cruel: una isla rodeada de mar donde el mar no alimenta a su gente. El pescado existe, la langosta abunda, pero tienen destino, precio y permiso. Son cubanos como símbolo, pero no como alimento popular. El ciudadano aprende a mirar la abundancia como algo ajeno, reservado, inaccesible. Todo es cubano, excepto el derecho a comerlo.

La mesa no se vacía por sequía ni por guerra. Se vacía por decisiones y por discursos pronunciados desde espacios donde nunca falta nada. Y cuando el plato queda vacío, llega el relato final: que es identidad, que es cultura, que es resistencia. Pero ningún país se sostiene con palabras cuando falta el pan, y ninguna idea justifica el estómago vacío de un niño.


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El hambre no necesita explicaciones. Necesita comida. Y cuando un poder dedica más energía a justificar la ausencia que a resolverla, deja de gobernar personas y empieza a administrar su desgaste humano.

Un pueblo no se rinde cuando protesta. Se rinde cuando le explican el hambre y empieza a creerla.

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Lázaro Leyva

Lázaro E. Libre


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