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Nunca seremos como el Che

A 55 años de su asesinato y mitificación, la propaganda comunista anticubana insiste en pintar al Che como arquetipo revolucionario para la masa hambreada y enferma.

Raúl Castro (izda.) con Ernesto Guevara, en 1960. © Osvaldo Salas
Raúl Castro (izda.) con Ernesto Guevara, en 1960. Foto © Osvaldo Salas

Este artículo es de hace 1 año

Los cubanos nunca fueron ni serán como el Che, sino casi como Raúl Castro Ruz, jodedor, amante de los vacilones, la familia y las peleas de gallos; nada que ver con Ernesto Guevara de la Serna, asesinado hace 55 años en Bolivia y el mito más persistente de la propaganda comunista anticubana.

La prensa pagada por el gobernante partido comunista desplegó su habitual cataratas de embarajes sobre el guerrillero suicida; sin tener en cuenta que -tanta propaganda sobre sus virtudes- deja en evidencia al presidente Miguel Díaz-Canel Bermúdez, al primer ministro Manuel Marrero Cruz y a descendientes de los Castro y Espín, viviendo como Carmelina a costa de un pueblo noble, hambreado, enfermo y desterrado.

Si Che Guevara viviera sería un atravesado de 94 años, asqueado por la ostentación chea de la casta verde oliva y enguayaberada; una criatura del pecador en jefe, Raúl Castro, que implantó la piñata tardocastrista, dando la orden de combate por la opulencia; esgrimiendo que socialismo no es igualitarismo. ¡Tan pícaro bolchevique solo podía alumbrar putinismo!

Cuba está más empobrecida y desigual que cuando Guevara fue desterrado, con los pretextos de que otras tierras del mundo reclamaban sus esfuerzos y que podía asumir tareas negadas institucionalmente al comandante en jefe; sugiriendo un reparto de papeles para crear uno, dos, tres; muchos Viet Nam; tarea fracasada porque la isla de la libertad se parece más a Haití que a la tierra de los anamitas.

La novedad es que -a estas alturas de la tragedia- escasean veteranos revolucionarios, la mayoría empobrecidos y abandonados, dispuestos a dar su testimonio sobre el héroe con quien compartieron victorias y derrotas; aunque más de uno envidiará la suerte del inmolado, que se ahorró la humillación de asistir al derrumbe del sueño.

El azar es una constante de la historia y la decisión boliviana de asesinar a Guevara; en vez de atender el reclamo de la CIA para dejarlo vivo, interrogarlo en la zona ocupada del Canal de Panamá y devolverlo a Cuba o exiliarlo en París, habrían complicado la vida a Fidel Castro Ruz y nadie hablaría del Che, excepto los más cercanos, como sus hijos y viuda, privados del amor por urgencias revolucionarias estériles.

La boda de Aleida March con un cubano sensato y bueno, que siempre ha cuidado de ella y la prole, encabronó al jesuita en jefe; al verse privado de la viuda e hijos predilectos de la revolución; sin importarle el dolor de unos niños que debieron crecer con el peso del apellido Guevara y la infelicidad de una viuda joven y atractiva.

Los hijos se parecen más a su tiempo que a sus padres; salvo en elegías oportunistas y simplonas, desconocedoras del sufrimiento ajeno, pero convencidas del dogma comunista que hasta después de muertos somos útiles.

El mito del Che ha degenerado en mercancía izquierdosa, pese a los esfuerzos de Aleida March por poner en orden su papelería, espantada por las maniobras de Fidel Castro, rescatador del pensamiento guevariano, tras el derrumbe de la Unión Soviética; con la complicidad maniquea y servil de cobardes tarugos.

Guevara fue un hombre coherente hasta su asesinato en Bolivia, pero no genio militar, como demostraron los soldados bolivianos, dirigidos por el entonces capitán Gary Prado; sin interferencias de la CIA; como pretenden hacer creer la mentira castrista y anticastrista; y mucho menos experto económico, como probaron Carlos Rafael Rodríguez (comunista) y Marcelo Fernández Font (Movimiento 26 de julio) en su sepultada polémica con el Che, conocida como "Estímulos materiales contra estímulos morales", que acogió el incendiado periódico habanero El Mundo.

La repatriación de los restos del Che y cubanos inmolados en la flor de sus vidas ha sido vendida como epopeya, cuando solo fue posible con la decisiva colaboración del presidente boliviano Gonzalo Sánchez de Losada y la cúpula militar que liquidó a la guerrilla de Ñancahuazú en once meses.

Fidel Castro comenzó su decadencia física, cayéndose al bajar de la tribuna frente al mausoleo que acoge los restos de Guevara y sus subordinados, en Santa Clara y -durante su última visita a Argentina- visitó la casa de infancia del Che en Rosario, acompañado por Hugo Chávez; de allí ambos mandatarios salieron enfermos; el cubano tuvo que abandonar el poder a los pocos días y recluirse durante agónicos diez años; el venezolano enfermó de cáncer terminal y murió en La Habana.

Comunistas bolivianos sostienen que el Che derrotó a Fidel porque China roja sigue existiendo, 31 años después de la caída de la Unión Soviética; pero eso le importa poco a Raúl Castro, menos apegado a la obsesiva trascendencia histórica que su hermano y jefe; aunque receloso de la brujería y el vudú haitiano, que este domingo desayunará en La Rinconada con la tranquilidad de haber ordenado, la víspera, tapar las jaulas de sus gallos peleones, evitando que uno de los finos animalitos monte el espíritu de Ernesto, un muerto grande, y acabe sacándole un ojo.

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Artículo de opinión: Las declaraciones y opiniones expresadas en este artículo son de exclusiva responsabilidad de su autor y no representan necesariamente el punto de vista de CiberCuba.

Carlos Cabrera Pérez

Periodista de CiberCuba. Ha trabajado en Granma Internacional, Prensa Latina, Corresponsalías agencias IPS y EFE en La Habana. Director Tierras del Duero y Sierra Madrileña en España.


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