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Desde que Miguel Díaz-Canel asumió la presidencia de Cuba en abril de 2018, uno de los problemas más persistentes y visibles en la vida cotidiana de los cubanos —la basura— ha pasado de ser una molestia crónica a convertirse en una amenaza sanitaria generalizada.
Siete años después, las montañas de desechos en calles, parques y solares son el reflejo más tangible de un Estado incapaz de cumplir una de sus funciones esenciales: mantener limpia y saludable la capital y las ciudades donde vive la mayoría de la población cubana.
Promesas que se pudren entre los desechos
En 2018, recién estrenado en el cargo, Díaz-Canel recorrió La Habana y declaró que el saneamiento urbano sería una “prioridad nacional”, prometiendo soluciones “estructurales y sostenibles”.
"Uno de los problemas más complicado de la ciudad es este. Y uno de los problemas que diferencian a La Habana del resto de las provincias (...) Cuando se resuelva -en parte o totalmente- va a marcar un hito en solución de problemas de la población", dijo el recién designado gobernante ante el Consejo de Ministros y las autoridades de la capital.
Aquel mismo año, Austria donó diez camiones recolectores destinados a la Empresa Provincial de Servicios Comunales de La Habana con motivo del 500 aniversario de la ciudad. El donativo se presentó como un paso hacia la “recuperación de la limpieza urbana” y fue acompañado de promesas de un plan de saneamiento más regular y eficiente.
Sin embargo, un año después, la realidad no había cambiado y el paisaje urbano seguía "estructurado" por montones de desechos. Las calles continuaban desbordadas de basura, especialmente en municipios como Centro Habana, San Miguel del Padrón y Diez de Octubre, donde los vecinos denunciaban la falta de recogida sistemática y el deterioro de los equipos.
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Aquella euforia propagandística se disipó tan pronto como las cámaras se apagaron y las recién creadas empresas municipales de comunales se quedaron sin recursos. Los nuevos camiones estaban rotos, los servicios comunales sin combustible, y los vertederos improvisados crecían en esquinas y solares abandonados.
Para los habaneros, los basureros se habían convertido en parte inseparable del entorno urbano, pese a las campañas de “embellecimiento” con motivo del aniversario capitalino.
Pandemia y colapso: El punto de no retorno
Corría el año 2020, cuando las autoridades habaneras decidieron lanzar la campaña “Por una Habana más bella, limpia y saludable” en tiempos de pandemia.
“Todos deseamos que la belleza de nuestra Habana, que inspirara a Carpentier y a Lezama, a Portocarrero y a Los Zafiros, no sea lastimada por la fetidez o la basura”, cantaba Granma, órgano oficial del Partido Comunista y citaba a Díaz-Canel: “¿De qué valen las obras por los 500 de La Habana, que han engalanado a la capital, si la higiene de la ciudad vuelve a desaparecer entre montañas de basura?”.
El año 2021 marcó el punto de inflexión. La pandemia de COVID-19 reveló la fragilidad del sistema de recogida de desechos. Muchos municipios suspendieron la recogida regular, y los contenedores se desbordaron durante semanas.
En pleno confinamiento, los basureros se convirtieron en focos de mosquitos y ratas. En Matanzas y La Habana, los hospitales colapsados convivían con calles inundadas de desperdicios.
Aun así, el discurso oficial mantuvo su tono justificativo. En medios estatales y reuniones del gobierno provincial se insistió en que los problemas de la basura respondían a “indisciplinas sociales” y al “mal manejo de los residuos por parte de los vecinos”, una narrativa repetida en varios momentos del mandato de Reinaldo García Zapata como gobernador.
Ninguna autoridad asumió entonces responsabilidad directa por la falta de equipos, combustible o personal en los servicios comunales.
Reconocimientos tardíos y medidas ineficaces
En 2022 y 2023, la crisis de la basura alcanzó una visibilidad inédita. Los medios oficiales, presionados por la evidencia, reconocieron “dificultades estructurales” en la recogida de desechos sólidos.
En 2022, García Zapata, reconoció públicamente la crítica situación del sistema comunal, al admitir “resultados negativos” y “falta de medios técnicos” para garantizar la limpieza urbana. Se anunciaron reparaciones de camiones y nuevas rutas de recogida, pero los resultados fueron mínimos.
Durante ese año y el siguiente, continuaron las denuncias desde los barrios habaneros, con fotos de contenedores desbordados frente a hospitales y escuelas, y testimonios de trabajadores comunales que aseguraban que apenas podían cumplir con sus turnos por falta de guantes, mascarillas o combustible.
En redes sociales los usuarios compartían alarmados imágenes de desechos amontonados a pocos metros del hospital “Pedro Borrás”, ilustrando la gravedad del problema.
Las soluciones se limitaron a operativos puntuales y a un incremento de multas de hasta 5,000 pesos, amenazas y sanciones que no consiguieron nada. No obstante, el mensaje quedó claro: el Estado no podía garantizar la limpieza, pero sí castigar al ciudadano por ensuciar.
La Habana, un vertedero al aire libre
En los últimos dos años, los reportes de vecinos se multiplicaron. En redes sociales, las imágenes de montañas de desechos junto a escuelas y hospitales se hicieron virales. Ciudadanos denunciaron que los basureros eran recogidos solo cuando la visita de algún dirigente era inminente.
En 2024, una nota de CiberCuba titulada “La basura inunda La Habana: un problema sin solución aparente” mostró contenedores desbordados en El Vedado y Cerro, y describió el hedor y la proliferación de insectos que acompañan a los apagones diarios.
Pocos días después, Díaz-Canel anunció una nueva estrategia: cada ministerio asumiría la responsabilidad de limpieza en un municipio de la capital, como parte de una “guerra contra la basura”.
Sin embargo, el operativo fue más simbólico que efectivo. En octubre, otro artículo advirtió que La Habana estaba al borde del colapso, con camiones de basura detenidos por falta de combustible y repuestos.
El patrón se repitió: declaraciones, campañas, y nuevas promesas sin resultados tangibles.
Un Estado que delega su fracaso
A lo largo de estos siete años, el patrón se ha repetido: campañas, promesas, culpabilización del ciudadano y ausencia de resultados.
El discurso gubernamental ha desplazado sistemáticamente la responsabilidad hacia los ciudadanos, apelando a la “conciencia social” y al “trabajo voluntario” mientras evade la incapacidad estructural del sistema comunal.
En la práctica, el problema no radica en la conducta popular, sino en la falta de medios, organización y planificación. Los equipos comunales operan con déficit de personal, sin piezas de repuesto ni combustible, y con salarios insuficientes para retener a los trabajadores.
A pesar de las reiteradas “guerras contra la basura”, La Habana sigue sin un sistema de gestión de residuos estable, sin plantas de reciclaje funcionales ni infraestructura moderna para el tratamiento de desechos.
La ineficacia estatal no es accidental: forma parte de un modelo que prioriza la propaganda y otros intereses sobre la gestión y la inversión. Díaz-Canel ha hecho de cada “batalla contra la basura” un acto político, no una política pública.
En lugar de reconocer el colapso estructural de los servicios comunales, el régimen insiste en que el problema radica en la “falta de disciplina social”.
La suciedad del poder
Los cubanos han convertido el humor en mecanismo de resistencia. “Aquí el mosquito es el ave nacional”, ironizó recientemente un usuario de Facebook, mientras otros compartían memes comparando la capital con un basurero postapocalíptico.
Pero el trasfondo no tiene nada de cómico, sino más bien trágico: la acumulación de desechos ha contribuido directamente a los brotes recientes de dengue, chikungunya y Oropouche, que las autoridades insisten en tratar como episodios aislados.
El deterioro urbano de La Habana es también una metáfora del deterioro político del país. La basura acumulada en cada esquina no solo refleja la ruina de los servicios públicos, sino el agotamiento de un sistema que ha perdido la capacidad —y la voluntad— de garantizar lo más básico.
Mientras los vertederos se multiplican y las enfermedades se propagan, el gobierno prefiere limpiar su imagen antes que sus calles.
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